—¿Qué eres? —inquirió él—. ¿Una cazarrecompensas? ¿Quién te envía?
Shaanahayei modificó su postura, volviendo a poner el pie que tenía levantado en el suelo y adelantándose para apoyar los codos sobre las rodillas. Esta vez su semblante jocoso pareció endurecerse, y su mirada se tornó notablemente sombría.
—¿Quién me envía? —repitió—. Deberías de saberlo bien. ¿Ya no recuerdas el juramento de mi madre?
—No sé quién es tu madre. No conozco a ninguna maldita india —replicó Joshua con desprecio.
—Oh, pero en otro tiempo te relacionaste con muchas de ellas. No te importaba el color de su piel a la hora de violarlas… Para eso te servían igual que si fueran una mujer blanca.
—Para eso y poco más —respondió Joshua con desdén y adelantando el arma hacia su visitante—. Las usaba y me deshacía de ellas. No creo que quede ninguna viva para reprocharme nada.
—Bueno… En cierto modo... Podríamos decir que mi madre sigue viva en mí.
A Joshua le desconcertaron los acertijos de aquella muchacha. Las incógnitas asaltaban su mente una tras otra, como si fueran un tropel de ratas ávidas por hincarle el diente… ¿Quién era? ¿De dónde había salido? Le parecía muy improbable que, en sus años cazando indios, él o sus hombres hubieran dejado a alguna de sus presas con vida, de manera que pudiera luego hablar sobre ellos y sus fechorías. Repasó rápidamente la lista de sus compinches más habituales en aquellos días, pero todos le parecieron tan metódicos e inflexibles como él mismo a la hora de procesar a los pieles rojas. No concebía que hubieran perdonado a ninguno de sus enemigos. ¿Alguien que se escapó de alguna de las incursiones de su banda, y que después había relatado sus vivencias a aquella salvaje? Porque era evidente que era demasiado joven para haber presenciado en primera persona cualquiera de los ataques del grupo de McBorlough. Por la edad que estimaba que tenía, como mucho podía haber sido una recién nacida en aquella época, con lo que era imposible que pudiera recordar nada.
Intentando reprimir la mezcla de exasperación y frustración que se estaba apoderando de él al no poder reconocer ni identificar a su mal recibida huésped, Joshua alzó el brazo en el que llevaba el revólver y apuntó directamente a la cabeza de la joven.
—¿Para qué has venido? —le insistió el antiguo cazador, esperando que, ante la amenaza de una bala en el cráneo, aquella nativa se explicara mejor.
Pero la muchacha continuó tan impertérrita como lo había estado desde su entrada en la cabaña; sin inmutarse, sin moverse ni un ápice de la silla, mirando desafiante y segura al hombre que la encañonaba.
—Para llevarte conmigo.
—¿Adónde?
—A donde todo empezó. Donde te espera mi madre para que purgues tus pecados y pidas clemencia a tus muchas víctimas —le dijo la chica sin dejar de clavar su mirada en él.
Joshua luchaba por mantener un temple que en realidad estaba comenzando a perder. Había algo insidioso en aquella muchacha que le miraba con aquel descaro y que, por mucho que intentara disimular en su presencia, comenzaba a amedrentarle en su interior.
—¡Ya te he dicho que no sé quién es tu madre! —gritó Joshua furibundo a la vez que se levantaba de la silla sin dejar de apuntar a Shaanahayei.
—¿De verdad que no? —insistió ella—. ¿Estuviste alguna vez en Chappanokee?
Entonces, cuando Joshua reunió por fin el valor suficiente para enfrentar directamente su mirada con la de su visitante, un escalofrío que le sacudió todo el cuerpo estuvo a punto de hacerle soltar el arma con que se defendía… Aquellos ojos oscuros… Joshua creyó haberlos visto en una ocasión, hacía cosa de veinte años. No podía ser, pero, aun así, algunas gotas de sudor comenzaron a aparecer en sus sienes y su pulso empezó a flaquear, haciendo peligrar la probabilidad de cualquier disparo con el que quisiera abatir a la muchacha. Bajó ligeramente el revólver sin apenas ser consciente de ello.
—No es posible —dijo por fin—. Maté a aquella india.
—Lo hiciste —confirmó la joven.
—¿Y dónde estabas tú? ¿Dónde te habías escondido? Y, ¿cómo puedes recordar lo que sucedió allí? ¡No dejamos a nadie con vida para que pudiera atestiguarlo!
—Nadie quedó con vida —aseguró con cierta solemnidad la muchacha—. De hecho, yo fui concebida aquel mismo día.
Una idea inadmisible y terrorífica comenzó a cobrar forma en la mente poco lúcida de Joshua McBorlough; algo anómalo y antinatural.
—¿Cómo te hiciste esas marcas de la cara? —continuó acosándole ella—. ¿Son quizá arañazos de una mujer abusada?
—¡Maté a aquella india, estoy seguro! No puedes ser hija suya. Hubieras nacido de un cadáver.
—Quizá no debiste haberte aprovechado de una hechicera apache. Mi pueblo conoce caminos y ritos que la limitada imaginación del hombre blanco no podría ni esbozar…
Toda aquella andanada de revelaciones demenciales y ridículas estaba desquiciando al trampero. No quería ni pensar que hubiera podido engendrar una criatura mestiza, y menos aún en las condiciones que le estaba insinuando la chica.
—¡Basta! ¡Basta! —gritó McBorlough iracundo, dando un paso adelante y tirando la mesa que tenía frente a sí—. ¡No puede ser! ¡Alguien te ha contado eso! ¡No puedes ser mi hija!
Joshua alzó de nuevo el revólver y se dispuso a amartillarlo con la intención de disparar a su visitante. En ese momento, le pareció que alguien o algo, una especie de borrosa figura femenina, aparecía a su lado y le susurraba:
—(¿Por qué no puedo serlo, «papaíto»?)
Aquello hizo desconcentrarse al veterano mercenario durante un instante. Fue apenas un segundo, pero bastó para que la muchacha se moviera con una velocidad inaudita y se apartara de la trayectoria del cañón del arma antes de sacar un cuchillo de la parte posterior de su cinto —oculto hasta entonces por la chaqueta— y arrojarlo contra la mano de Joshua. La hoja, lanzada hábilmente con ese exacto propósito, solo rozó el dorso de la extremidad del hombre e hizo que este soltara su revólver, que la mestiza atrapó al vuelo y puso ante el rostro de su oponente.
Joshua se cogió la mano derecha con la otra mano. Era solo una herida superficial, pero había bastado para desarmarle.
—Podía haberte hundido el cuchillo en el corazón si hubiese querido —le aseguró Shaanahayei—. Coge agua, comida, una manta y ensilla tu caballo. Tenemos que emprender un largo viaje hasta Arizona y no voy a detenerme para buscarte alimento.
A McBorlough le rechinaron los dientes de rabia mientras cerraba los puños y refrenaba sus instintos. Le había vencido una miserable india. Ya no era el hombre que fue en otros tiempos, admitió para sí. Había perdido reflejos, agilidad y fuerza o, al menos, quiso excusar así su derrota, pero en su fuero interno no estaba seguro de que aquella breve lucha hubiera sido totalmente normal. Había algo fuera de lo corriente en su contrincante, algo a lo que el antiguo soldado prefirió no darle demasiadas vueltas en aquel momento.
4 – La maldición
En realidad, la maldición tardó varios días en manifestarse, pero, cuando llegó, lo hizo con tal vehemencia que ni siquiera a una persona con tan poca imaginación como Joshua McBorlough le pudo caber alguna duda sobre su certeza. Los acontecimientos que se sucedieron rápidamente durante aquella jornada pronto le hicieron darse cuenta de que las amenazas de aquella mujer que había asesinado en Chappanokee no habían sido en vano ni gratuitas: las fuerzas de la oscuridad habían sido invocadas de alguna manera en torno a él y, como comprobaría en los meses y años venideros, todo parecía indicar que lo habían hecho de por vida, pues McBorlough no tardaría en cerciorarse de que el insólito fenómeno que se dio aquella tarde se repetiría por donde quisiera que él fuera y hubiese cadáveres cerca, incluso