Aunque nunca cortábamos la hierba, el huerto estaba bien cuidado gracias a papá, que delimitó dos parcelas de verdura separadas por los ochenta pasos que mis hermanas y yo dimos. La primera parcela se plantaría durante tres años, mientras que la segunda quedaría en barbecho.
—La tierra tiene tres años buenos —nos explicaba papá—. El primer año, la cosecha es espectacular. De las que no se olvidan. El segundo año, la cosecha es pasable, pero solo te acuerdas de determinadas cosas. De la cosecha del tercer año, no recuerdas nada. Es la forma que tiene la tierra de decir que necesita descanso. De modo que la dejas dormir tantos años como ella te ha dado. Tres años de cultivo, tres años de reposo.
Rodeó cada parcela de una cerca de parra hecha con las medidas de las partes del cuerpo de mis hermanas y de mí.
—¿Dónde está mi cinta métrica? —preguntaba hasta que una de nosotras se le acercaba para ofrecerle el brazo o la longitud de un dedo.
Empleó jaboncillos como puertas de las cercas. Esos arbustos no tenían finalidad decorativa, sino que suministraban nitrógeno al suelo de forma natural. Papá sabía esas cosas como otros hombres sabían que podían comprar fertilizante preparado en la tienda.
Papá era una enciclopedia del reino vegetal, sobre todo en lo que respectaba a sus propiedades medicinales. Adonde quiera que fuéramos, siempre encontraba un grupito de gente dispuesta a comprar sus infusiones, tónicos y otros brebajes. Breathed no fue una excepción. Ya había ayudado a un anciano que padecía hidropesía preparándole una infusión suave elaborada con adelfas. Papá nunca se preciaba de tener la cura para los males. Solo ofrecía la sabiduría botánica que según él estábamos olvidando.
—Todo lo que necesitamos para vivir la vida más larga que nos ha sido concedida nos lo da la naturaleza —decía—. Eso no quiere decir que si te comes esta planta no te morirás nunca, porque la planta también se morirá algún día, y tú no eres más especial que ella. Lo único que podemos hacer es intentar curar lo que se puede curar y aliviar las molestias de lo que no se puede curar. Como mínimo, llevamos la tierra dentro de nosotros y renovamos la certeza de que hasta la hoja más pequeña tiene un alma.
Para nuestro padre, era importante que cada uno de nosotros aprendiese a trabajar la tierra, pero Trustin prefería dibujar el huerto a estar en él. Lint dedicaba toda su atención a coleccionar piedras. Flossie, entre tanto, hacía pausas continuas para tomar el sol y me recordaba que mamá me había mandado quedarme a la sombra.
—Te pondrás muy morena —decía Flossie sonriendo, y se daba la vuelta para broncearse por la parte de delante.
A Fraya le interesaban más las flores del jardín. Le gustaban las cinias y las peonías, pero sus favoritas eran los dientes de león. A Flossie siempre le habían parecido hierbajos, pero para Fraya estaban a la altura de las rosas. Se quedaba sentada en la hierba comiendo las flores de vivo color amarillo hasta que se le teñía la lengua. De vez en cuando sacaba la lengua amarilla mientras papá nos explicaba lo que suponía ser mujer cheroqui en el pasado. Nos contaba esas cosas a mis hermanas y a mí porque decía que era importante que supiésemos cómo era todo antes.
—Antiguamente, antes de que apareciese el hombre blanco —dijo, hundiendo la pala en la tierra—, las mujeres cheroquis eran las que trabajaban en el huerto porque tenían la sangre de Selu en su interior. La sangre es muy poderosa. Después de la lluvia, después del polvo, lo que queda es la sangre. Los hombres cheroquis no tenían la sangre de Selu, así que la tierra y la cosecha no les correspondían a ellos. Solo les correspondían a las mujeres.
—Entonces, ¿cómo es que tú trabajas ahora la tierra? —preguntó Flossie—. Tú no eres una mujer, papá.
—Trabajo la tierra porque mi madre y mi abuela me dieron permiso. Ellas me lo enseñaron todo. No tengo el poder que ellas tenían por ser mujeres, pero tengo su sabiduría. Y puedo compartirla con vosotras.
Agarró un puñado de tierra. Estaba blanda porque él había quemado ramas secas y árboles jóvenes encima. Echó esa tierra suelta en mis manos y en las de mis hermanas.
—No es el sol lo que hace crecer la cosecha —nos dijo—. Es la energía que sale de vosotras tres. Imaginad lo que podéis hacer crecer cada una con el poder que tenéis dentro.
Junto al tocón de un árbol situado al lado del huerto, papá construyó una tarima de madera elevada sobre cuatro postes. Los postes medían aproximadamente un metro y medio de altura y estaban firmemente asentados en el suelo. Papá talló unos peldaños en el tocón y lo convirtió en una escalera de mano.
—En el huerto de mi madre había una tarima como esta —nos explicó—, y en el huerto de antes de ella, y así hasta el principio de los tiempos. Las mujeres y las niñas se sentaban en el tablado y cantaban para que los cuervos y los insectos no se acercasen a la cosecha. Cuando las mujeres cantaban, parecía que sus voces se filtraran en el suelo, nutrieran las raíces de las plantas y las hicieran más fuertes.
—¿Los niños no hablaban y cantaban en la tarima? —quiso saber Fraya.
—No —respondió papá—. Ellos no tenían el poder de las niñas y las mujeres.
Mis hermanas y yo bautizamos ese tablado el Quinto Pino, porque pese a estar en nuestro jardín, parecía que se encontrase en un lugar tan apartado que allí no estuviésemos atadas a nada ni a nadie. Era nuestro mundo, y aunque el idioma en el que hablábamos te habría sonado a inglés, nosotras habríamos asegurado que no tenía ni punto de comparación. En nuestro idioma, contábamos historias que no acababan, y las canciones siempre tenían coros infinitos. Nos convertíamos unas en otras, y cada una era una narradora, una actriz, una cantautora que medía las cosas de nuestro entorno hasta que sentíamos que habíamos trazado la geometría que separaba la vida que llevábamos de la vida a la que sabíamos que estábamos destinadas.
En muchos sentidos, el Quinto Pino representaba nuestras esperanzas y deseos manifestados en cuatro esquinas de madera. Yo lo notaba en la forma en que cada una de mis hermanas se ponía en el borde del tablado, muy quieta, con el viento meciendo su cabello. Nunca me habían parecido tan altas como cuando se plantaban con los pies separados uno del otro a una distancia que las hacía sentirse poderosas. Arrugaban con una mano la tela de sus faldas y estiraban la otra por delante, notando el viento en las palmas de las manos. Desde el tablado, miraban como si hubiesen vivido mucho, como si ya fuesen mujeres.
Y, sin embargo, seguíamos siendo niñas. Corríamos por el tablado sin aventurarnos más allá del borde como si el mundo entero estuviese allí mismo y fuese lo bastante grande para los sueños de las tres. Fingíamos que nos disparaban al corazón para luego resucitar de entre los muertos. El cielo se ponía al revés y se transformaba en un mar en el que nadábamos moviendo las piernas en el agua, mientras manteníamos una mano en el tablado flotante y la otra libre para jugar a salpicarnos o para estirarla hacia las ballenas que pasaban. Por las noches, cuando tocábamos la dura madera con los dedos, se convertía en el cuerpo suave y cálido de un ave grande que alzaba el vuelo y nos llevaba tan alto que la tristeza se desvanecía. Flossie se subía a un ala y proclamaba que iba a lanzarse a las estrellas para convertirse en una. Compartíamos la misma imaginación. Un pensamiento puro y hermoso. La idea de que éramos importantes. Y de que todo era posible.
Al final siempre bailábamos tanto que nos quedábamos dormidas en el tablado, para despertarnos a la mañana siguiente en el preciso instante en que salía el sol. Parecía que las nubes de color rosa y naranja actuasen solo para nosotras.
—Hace mucho sol —comentaba siempre Fraya.
—No lo suficiente —respondía Flossie.
Yo siempre me quedaba en un punto intermedio diciendo:
—Así está perfecto.
Y,