Por todos lados, las colinas se alzaban como una gran exclamación del hombre al cielo. Conocido como las estribaciones de los Apalaches, el macizo de arenisca desprotegida formaba crestas, precipicios y cañones tallados y moldeados por el deshielo de los glaciares. Cubierta de una mezcla verde de musgo y liquen, la antigua arenisca recibía los nombres de las cosas a las que recordaba. Estaba la Mesita de Té del Diablo, el Ciervo Cojo y la Sombra del Gigante. Los nombres se transmitían a cada nueva generación como si su valor fuese comparable al de las joyas de una familia.
No había carreteras ni calles que cruzasen las colinas y atajasen por el terreno, sino caminos, como los llamaban los lugareños, como si para ellos las vías cubiertas de tierra no fuesen más que senderos ensanchados. En Main Lane, la vía principal, estaba la tienda de ropa Saint Sammy’s, la juguetería Moogie’s, la tienda de ropa Fancy’s y otros negocios. Main Lane se bifurcaba en caminos residenciales donde cada casa tenía una biblia familiar y una receta suculenta de pan. Más lejos, el terreno estaba ocupado por granjas. Bajo su forma más saludable, Breathed era una madre y esposa que no se olvidaba de colgar las banderas de la barandilla del porche cada Cuatro de Julio. Bajo su forma más siniestra, era el sitio en el que podías morir desangrado sin una sola herida abierta.
Papá entró en Breathed despacio, como alguien que pone cuidado donde pisa. Pronto apareció un hombre canoso con un globo amarillo en la mano. Se encontraba en el linde del límite forestal.
—Hola, viejo amigo —gritó papá por la ventanilla abierta saludando al hombre con la mano.
—¿Landon Carpenter? —El hombre le devolvió el saludo—. ¿Eres tú de verdad?
Papá respondió con un breve bocinazo, y seguimos avanzando.
—Ese era el viejo Cotton Whithers —nos dijo a los niños mientras mirábamos hacia atrás al hombre que todavía agitaba los dos brazos.
—Veo que no ha dejado de mandar cartas —observó mamá contemplando cómo el globo amarillo se elevaba en el cielo.
Centré mi atención en el pueblo. Ya habíamos vivido en parajes agrestes. Árboles de una altura de la que carecían los hombres. Prados de una belleza equivalente a la de las mujeres. Sin embargo, en Breathed había algo distinto. Ese sitio parecía inspirar y espirar como si no fuese un pueblo creado por el hombre, sino un lugar nacido de él. Tenía ganas de escribir un poema a Breathed. Rimaría las palabras si no me quedaba más remedio, pero las pronunciaría como si lanzase piedras a un río. Esa parecía la única forma de representar un lugar en el que los caminos de tierra parecían pitones pardas tendidas en el suelo, cuyas escamas reflejaban la luz del sol.
Cuando papá giró bruscamente, alcé la vista y vi el nombre del camino.
—Shady Lane —pronuncié en voz alta.
Unos árboles muy altos bordeaban los dos lados de la travesía, y sus ramas se trenzaban como ríos helados. El camino terminaba en la entrada de nuestra propiedad, compuesta por hectáreas de bosque y campo sin podar. En el camino de acceso cubierto de malas hierbas había un coche rojo. Apoyado en él estaba Leland. Se encontraba de permiso, y como papá le había escrito para informarle de que íbamos a cambiar de vivienda, Leland dijo que se reuniría con nosotros en la nueva casa. Entonces tenía veintidós años. Tenía el pelo rubio corto y llevaba el uniforme de servicio del Ejército.
Trustin gritó el nombre de Leland cuando bajó del coche.
—¿De dónde has sacado ese cochazo nuevo? —preguntó papá mirando cómo brillaba el vehículo de Leland.
—Me lo ha prestado un amigo —respondió Leland.
—¿Nos has traído algo de Japón? —quería saber Trustin.
Leland nos había comunicado por carta que había estado destinado recientemente en Japón. Nos había cautivado con todo lo que había visto. Mujeres con pintura blanca en la cara. Bonitos kimonos que se arrastraban por el suelo. Tejados que se llamaban pagodas y tenían forma de flores de calabaza apiladas unas encima de otras.
—Pues claro que tengo cosas para vosotros.
Leland le regaló a Trustin un pisapapeles que tenía espirales de color dentro. A Lint le dio una piedra gris redonda.
—La cogí en suelo japonés yo mismo —le explicó.
—Mira lo redonda que es —le dijo papá a Lint—. Parece un ojo grande y viejo.
Lint sonrió al oír su comentario.
Flossie se puso a dar saltos de alegría cuando Leland le regaló un abanico. Se lo acercó a la cara e hizo ojitos tras sus ilustraciones de mariposas blancas y hojas doradas.
Mi regalo era una caja de seda rosa. Dentro había un pijama de la misma seda. Tenía alamares y botones de nudo. Yo estaba acostumbrada a tejidos como la tela vaquera, el algodón y la franela, pero no la seda. Nunca había tocado un material tan suave. Me la llevé a la mejilla mientras Flossie cogía una manga y se la acercaba a la suya.
—Qué tacto más fresco —dijo sonriendo.
—Que sepáis que la seda viene de un gusano —observó papá.
—¿Un gusano? —Flossie se apartó—. Puaj.
Leland introdujo la mano en el coche y sacó un joyero. Medía como mi brazo entero de largo. La parte superior tenía forma de pagoda. En la reluciente laca negra, había pinturas de bonsáis y lotos. Dos puertecitas situadas en la parte delantera permitían acceder a un interior forrado de seda con cajoncitos y compartimentos alrededor de una figurita femenina que daba vueltas al son de la música. Leland le dio el joyero a Fraya, quien lo sostuvo torpemente entre los brazos y cerró rápido las puertas para que la música parase.
—¿Por qué el regalo de Fraya es tan grande? —preguntó Flossie cerrando su abanico.
Leland se limpió las manos en el pantalón antes de sacar dos figuritas de pájaros de la guantera. Las aves estaban hechas de cristal rojo. Le dio una a mamá y otra a papá.
—Es muy pero que muy bonita, hijo.
Papá le dio a Leland unas palmaditas en el hombro.
Leland retrocedió y se metió las dos manos en los bolsillos señalando la casa con la cabeza.
—He esperado a que llegaseis —dijo—. Ni siquiera me he asomado a las ventanas.
Papá le dio a mamá su pájaro para que se lo sujetase mientras extendía los brazos en dirección al terreno.
—¿Os lo podéis creer? —preguntó—. Nadie puede decirnos que salgamos de toda esta tierra.
Cada uno de nosotros echó a andar entre la alta hierba dispersa siguiendo un camino distinto. Había un garaje independiente por el que corría un mapache. La casa propiamente dicha era grande y estaba bien protegida por unos arbustos oscuros de hoja perenne. Parecía que fuese propiedad de la tierra más que del hombre. Los muros enteros estaban cubiertos de hiedra, y las enredaderas envolvían las barandas del porche que todavía se conservaban, mientras que la omnipresente maleza que crecía bajo el porche inclinaba la galería a la derecha. Había nidos de avispas que colgaban como cañas ahuecadas, y a las veloces lagartijas no les faltaban escondites.
—Voy a cazar un centenar y a tenerlas todas en mi cuarto —dijo Trustin persiguiendo a los reptiles.
La casa tenía dos plantas, sin incluir el desván. Su arquitectura victoriana se había ido deteriorando hasta que no fue más que un sueño vetusto apuntalado por las sombras de los pinos que crecían contra sus lados.
Subimos con cuidado por los desvencijados escalones del porche, como si pudieran desplomarse en cualquier momento. Papá probó la resistencia de los postes del porche agarrando uno con cada mano.