Yo no quería creer que pesaba una maldición sobre nosotros ni sobre la casa después de todo lo que habíamos trabajado. Barrimos polvo y escombros, que sacamos por la puerta y bajo los escalones del porche en forma de nubes. Fregamos los suelos a cuatro patas y lavamos las paredes hasta que las sombras también quedaron limpias. Recuerdo cómo brillaban los paneles después de que mi madre les sacase brillo. Más tarde, la madera se hincharía con el calor, relatando su propia historia.
Crac, crac.
Mamá decidió colgar las breves cortinas amarillas de su habitación de la infancia en la pequeña ventana situada sobre el fregadero de la cocina. Dijo que era un buen sitio para ponerlas mientras miraba las flores blancas estampadas en cada panel. Luego cogió un cubo y fregó alrededor de los agujeros de bala. Yo esperaba ver sangre en el trapo, pero solo había yeso y fragmentos de papel de pared y madera.
En esa época, papá también trabajaba en casa. Parecía un hombre normal y corriente con un martillo en la mano. Hasta que empezaba a contar historias a cada clavo que ponía, claro. Entre los Érase una vez y las tareas, papá despejó el desván de murciélagos y reutilizó la piel de cinturones viejos como bisagras para las puertas que no tenían. Sustituyó el cristal de la ventana rota y arregló los agujeros del tejado, las paredes y el suelo, pero la casa nunca volvería a lucir como en sus buenos tiempos. Tal vez mirándola con la perspectiva adecuada, se podían ver atisbos de lo que había sido antaño. Pero las estaciones son inclementes con una casa abandonada a su suerte. Nosotros hicimos todo lo que pudimos para protegerla de la ruina. A pesar de sus defectos, la casa me gustaba, y me preguntaba si nosotros le gustábamos a ella. Habíamos intentado llenarla de cosas bonitas, como la piel de ciervo que papá colgó a modo de puerta de su dormitorio porque no tenía ninguna. Pusimos alfombras de trapo por todo el suelo y colocamos todos los muebles que teníamos. El resto de mesas, sillas, armarios y demás accesorios que todavía faltaban los confeccionaría papá siguiendo la tradición de su padre.
Conseguimos algunos electrodomésticos gracias a John el del Bloque, quien, además de comprar casas, también compraba los objetos que estas contenían. Papá le pagó los artículos haciendo trabajos en las propiedades que alquilaba. Pronto teníamos un frigorífico y un arcón congelador.
Poco después, Leland volvió a aparecer en la puerta de casa. Traía un televisor.
—¿Cuánto te ha costado un trasto como ese? —preguntó papá.
—Me ha salido casi gratis. —Leland apartó la vista y se mordió la cara interior del carrillo—. ¿La queréis?
—Por favor, por favor, quedémonosla.
Flossie se puso a tirar de la camisa de papá.
—Está bien —concedió él antes de ayudar a Leland a meter el aparato en la sala de estar.
La imagen era en blanco y negro, pero Flossie chilló como si fuese un arco iris de color.
Leland se quedó a partir de entonces. A veces dormía en el sofá de flores naranja de abajo. Cuando no pasaba la noche en casa, volvía por la mañana con la camisa medio desabotonada y tanta hambre que parecía que pudiera comerse él solo todos los ciervos del bosque. El Ejército solo le había dado un permiso breve, pero él se quedó mucho más tiempo. Hacía poco que había empezado agosto cuando la policía militar se presentó con sus brazaletes para llevárselo. Lo escoltaron hasta su vehículo mientras nuestros vecinos miraban desde los jardines de sus casas.
—No hay ni uno respetable en toda la familia —decían como una sola voz—. Espero que aprendan algo de los valores de nuestro pueblo.
Tal vez pensaban que el mejor sitio para que aprendiésemos esos valores era el colegio. Ese año Fraya iba a empezar la educación secundaria y Flossie iba a cursar quinto. A mí no me habían matriculado en el colegio el año anterior, cuando tenía seis años.
—No quiero dejar a papá —había dicho.
Sin embargo, en Breathed y con siete años, entraría en primero.
El primer día de clase esperé el autobús con mis hermanas. Un reluciente coche rojo pasó por delante. Pegada a la ventanilla trasera se hallaba la cara de la niña rubia de la casa de enfrente. Les dije a Fraya y a Flossie que se llamaba Ruthis.
—La señorita Ruthis.
Flossie dio una patada a la grava del camino con la puntera del zapato.
—¿Estás nerviosa, Betty? —me preguntó Fraya, viendo que pasaba una de las bolitas de ginseng de papá de una mano a la otra.
—¿Por qué tengo que ir al colegio? —Me encogí de hombros—. Ya lo sé todo.
—Betty. —Flossie se volvió hacia mí—. Sabes que no podemos juntarnos en el colegio, ¿verdad?
—Flossie. —Fraya le dio un codazo—. Para.
—En casa no hay problema, claro. —Flossie no hizo caso a Fraya—. Pero en el colegio no pueden vernos juntas.
—¿Por qué? —quise saber.
—¿Es que no está claro? Vamos, mírate. No vas a ser la niña más popular de la clase, Betty. No puedo dejar que arruines mi reputación.
—Yo no quiero que me vean contigo.
Le tiré la bolita.
—Bien. —Machacó la bolita en la tierra con el tacón—. Estamos de acuerdo.
—Te odio —le dije—. Voy a aplastar a un sapo y a decirle a Dios que fuiste tú.
—Cállate —me espetó ella—. Estás enfadada porque no vas a hacer amigos.
—No lo dice en serio, Betty.
Fraya estiró el brazo hacia mí, pero retrocedí.
—Me voy andando al colegio —anuncié—. No quiero que me vean con la fea de Flossie en el autobús.
Me metí corriendo en el bosque mientras mis hermanas subían al autobús. En lugar de dirigirme al colegio, enfilé el sendero para volver a casa.
Cuando llegué, papá estaba en la parte de delante del garaje dándole un frasco de líquido oscuro a una mujer que reconocí como la vecina que vivía varias casas más abajo. Lint estaba pegado a la pierna de papá. Tenía el pulgar metido en la boca y escuchaba cómo nuestro padre informaba a la mujer de que el frasco contenía una decocción.
—Son varias cortezas que he hervido —explicó—. ¿Ha oído hablar de la Gleditsia triacanthos? ¿Y de la Clethra acuminata?
La mujer negó con la cabeza.
—Es la acacia de tres espinas y el arbusto de la pimienta —dije en voz baja para mis adentros agachada detrás de las matas.
—Es la acacia de tres espinas y el arbusto de la pimienta —le indicó papá—. Le vendrá bien para la tos.
—¿A qué sabe? —quiso saber la mujer.
—No importa a qué le sabe a usted —dijo papá—. Lo que importa es a qué le sabe a la serpiente. Por eso tose. Tiene una serpiente aquí mismo —añadió, tocándole la garganta—. Y a la serpiente, esa bebida le sabrá muy bien. Tanto, en realidad, que querrá salir de dentro de usted. Si nota que le ocurre eso, vaya al río y deje que le venga el vómito. El agua apaciguará la furia de la tos y refrescará el ardor de la serpiente.
—Ya me habían avisado de que usted podía decir cosas raras como esas —declaró.
—Me parece que una dosis de historias favorece el efecto del