—Lo hemos hecho entre las dos —respondió Flossie antes de que yo pudiese hablar.
—Pues habéis hecho lo correcto con el pavo. La tierra se acordará.
Papá cogió una lata de clavos y se volvió para marcharse.
—¿Y si hay una maldición? —pregunté, y mi padre se paró en seco—. ¿Y si el perro…?
Flossie me dio un codazo.
—O sea, el pavo. —Evité la mirada de papá—. ¿Y si el pavo muerto es el primero?
—¿El primer qué? —inquirió él.
—El primero de nosotros que desaparece. Como los Peacock.
—A los bichos los atropellan todos los días en la carretera, Betty. No es magia.
Mientras papá daba martillazos, Flossie y yo nos fuimos al Quinto Pino, donde ella tenía el caparazón de tortuga roto. Nos tumbamos las dos juntas mirando al cielo. No dijimos nada. Nos limitamos a pasarnos el caparazón de la una a la otra, deslizando los dedos por la grieta hasta que cerramos los ojos.
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