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Jesús levantó sus ojos. Y, con una expresión hecha de veneración y cariño, dirigió al Padre esta súplica:
Padre Santo,
sacándolos del mundo, los depositaste a todos estos
en mis manos, a mi cuidado.
Yo les expliqué quién eres Tú.
Ahora ellos saben quién eres Tú
y saben también que yo nací de tu Amor.
Eran tuyos, y Tú me los entregaste como hermanos, y yo los cuidé
más que una madre a su niño.
Conviví con ellos
durante estos años:
como Tú me trataste,
así los traté yo.
Pero ahora tengo que dejarlos, con pena,
voy a salir del mundo y regresar junto a Ti,
porque Tú eres Mi Hogar.
Pero ellos quedan en el mundo.
Padre querido, tengo miedo por ellos, el mundo está dentro de ellos:
temo que el egoísmo, los intereses y las rivalidades
desgarren la unidad entre ellos.
Eran tuyos y me los entregaste,
ahora que me alejo de ellos vuelvo a entregártelos.
Guárdalos con cariño.
Cuando estaba con ellos
yo los cuidaba.
Ahora cuídalos Tú.
Tengo miedo por ellos, los conozco bien.
No permitas que los intereses los dividan
y que las rivalidades acaben por extinguir la paz.
Que sean uno, Padre amado, como Tú y Yo.
No es necesario que los retires del mundo.
Derriba en ellos las altas murallas
levantadas por el egoísmo.
Cubre los fosos y allana los desniveles
para que sean verdaderamente unidad y santidad.
Como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Ti, también ellos sean consumados en lo uno nuestro.
«Mis hermanos»
Después de vivir durante tres años en el seno de aquella familia itinerante, poniendo en práctica todas las exigencias del amor, al final, antes de levantar el vuelo para subir al Padre, Jesús dio la razón profunda de aquella singular convivencia:
«Anda y diles a mis hermanos que subo a mi Padre que es vuestro Padre, a mi Dios que es vuestro Dios» (Jn 20,17).
¡Extraño! Antes de morir, cuando la semejanza de Jesús con los suyos era total, los llama como gran privilegio amigos, porque les había abierto su intimidad y manifestado los secretos arcanos de su interioridad.
Pero ahora, una vez muerto y resucitado, cuando ya Jesús no pertenecía a la esfera humana, sorpresiva y repentinamente comienza a llamarlos mis hermanos. Aquí está el secreto: Jesús, durante aquellos años, los cuidó con tanto cariño y luchó para formar con ellos una familia unida, porque el Padre de Jesús era también el Padre de los Apóstoles, y el Dios de aquellos pescadores era también el Dios de Jesús.
Existía, pues, una raíz subterránea que mantenía en pie todos aquellos árboles. Más allá de las diferencias temperamentales o sociales, una corriente elemental unificaba, en un proceso identifícate, a todos aquellos que tenían un Padre común.
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El misterio existencial de la vida fraterna consistirá siempre en imponer las convicciones de fe sobre las emociones espontáneas.
Este tipo no me gusta, el instinto me impulsa a separarme de él. Este otro mantiene respecto de mí no sé qué reticencia o ceño fruncido; mi reacción espontánea es ofrecerle la misma actitud. Sé que aquel otro habló mal de mí; desde ese momento no puedo evitar mirarlo como enemigo y tratarlo como tal...
Será necesario imponer, por encima de esas reacciones naturales, las convicciones de fe: el Padre de ese hermano es mi Padre. El Dios que me amó y me acogió es el Dios de ese hermano. Será necesario abrirme, aceptarlo y acogerlo como al hijo de «mi Padre».
Signo y meta
Hubo, pues, en los últimos tiempos una explosión de la benignidad y amor de nuestro Salvador a los hombres (Tit 3,4). Los redimidos por el amor, sintiéndose admirados, emocionados y agradecidos por tanta predilección, pasan decididamente a esta conclusión:
«Si Dios nos ha amado
de esta manera,
nosotros
debemos amarnos unos a otros» (1Jn 4,7).
Cuando el hermano haya experimentado previamente ese amor primero, no habrá dificultades especiales en la vivencia de amor diariamente; todo queda solucionado o en vías de solución: problemas de adaptación, tensiones y crisis, dificultades de perdón o de aceptación.
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Al desaparecer la fraternidad itinerante de Jesús, con la dispersión de los Apóstoles en el mundo, surge en Jerusalén una copia de aquella familia apostólica. Y Los Hechos nos presentan la comunidad de Jerusalén como el ideal de la existencia cristiana.
Vivían unidos. Tenían todo común. Se los veía alegres. Nunca hablaban con adjetivos posesivos: «mío», «tuyo». Acudían diariamente y con fervor al templo. Gozaban de la simpatía de todos. En una palabra, tenían un solo corazón y una sola alma. Y todo esto causaba una enorme impresión en el pueblo.
La fraternidad evangélica tiene en sí misma su razón de ser: la de ser un ambiente en el cual los hermanos tratan de establecer verdaderas relaciones interpersonales y fraternas.
Fraternidad no significa tan sólo que vivamos juntos, unos y otros, ayudándonos y completándonos en una tarea común, como en un equipo pastoral, sino que sobre todo tenemos la mirada fija los unos en los otros para amarnos mutuamente. Y más que eso, quiere indicar que vivimos unos-con-los-otros, así como el Señor nos dio el ejemplo y el precepto.
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Este amor, vivido por los hermanos en medio del mundo, constituirá el toque de atención y argumento palpable de que Jesús es el Enviado del Padre y de que está vivo entre nosotros. Cuando las gentes observen a un grupo de hermanos vivir unidos, en una feliz armonía, acabarán pensando que Cristo tiene que estar vivo. De otra manera no se podría explicar tanta belleza fraterna. Así, la fraternidad se torna sacramento, señal indiscutible y profética de la potencia libertadora de Dios.
El pueblo posee una gran sensibilidad. Percibe con certeza cuándo entre los hermanos reina la envidia, cuándo la indiferencia y cuándo la armonía.
La gente sabe por propia experiencia cuánto cuesta amar a los difíciles, cuánta generosidad presupone el amor oblativo. Una comunidad unida se transforma rápidamente para el Pueblo de Dios en un signo de admiración, y también en un signo de interrogación que lo cuestiona –a ese Pueblo– y lo obliga a preguntarse por la acción redentora de Jesús cuyos frutos quedan a la vista.
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Muchas tareas señaló Jesús a los suyos. Les dijo que se preocuparan de los necesitados y que lo que hicieran por ellos lo habían hecho por Jesús mismo.