Lo peor de la ansiedad es que ella surge desde profundidades tan remotas y tan ignotas, que el ansioso es una víctima infeliz que no sabe cómo luchar, contra quién luchar, qué estrategia escoger y cuáles son las armas de combate, y él queda ahí, inerte, atrapado entre fuerzas cruzadas, y vive tenso, con una tensión que no es la de la angustia, pero es más profunda y más permanente que la angustia.
Si, al atravesar una calle, te das cuenta de que se te viene encima un coche a gran velocidad, sientes miedo, pero ese miedo pone tus pies en movimiento para colocarte en lugar seguro. Pero si de repente te encuentras en medio de coches que vienen sobre ti desde todas las direcciones, seguramente vas a sentirte paralizado por la ansiedad.
Es –la ansiedad– una sensación tensa y latente, en que se juntan la parálisis de la catalepsia con la angustia del parto, el pánico del vértigo con el presentimiento de un temblor de tierra.
Se dan diferentes grados y formas de ansiedad.
Una es la ansiedad del individuo a quien le comunican que tiene pocos días de vida o constata que ha sido calumniado. Y otra, cuando presiente la amenaza de quedar marginado en el seno de la comunidad, o de que ya no es querido, o de que su «imagen» ha quedado notablemente deteriorada. Cuando, en una comunidad, cada cual busca su propio rumbo y sólo se preocupa de sus propios intereses, ¡están tan juntos y tan distantes!, todos ellos sufrirán el asalto de la ansiedad, a no ser que la supriman a base de fuertes compensaciones.
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La fuente fecunda de la ansiedad es la falta de sentido en la vida, es decir, el vacío. Tanto los fugitivos, como los solitarios sobre todo, son ramas desprendidas del árbol de la vida y muertas. El árbol es su propio misterio. ¿Quién soy? ¿Cuál es el proyecto fundamental de mi vida? ¿Cuáles son los compromisos que mantienen en pie ese proyecto? ¿Soy consecuente con esos compromisos y conmigo mismo?
Al hecho de ser uno mismo llaman autenticidad. Cualquiera que caiga por la pendiente de la incoherencia vital se verá poblado por las sombras de la ansiedad, tanto en el matrimonio como en la fraternidad.
El peor de los sufrimientos –la ansiedad– deriva del peor de los males: no saber para qué se está en este mundo. Por eso hemos dicho que la ansiedad se parece a un lento suicidio y a la región de la muerte. Decía Nietzsche que quien tiene un objetivo en la vida es capaz de soportar cualquier cosa. Y yo agregaría que aquella vida que sea poseedora de un sentido jamás conocerá la ansiedad, al menos la ansiedad profunda y permanente.
Una comunidad religiosa sin calor fraterno, sin vida de oración, dudando de la validez de su trabajo ministerial, sabiendo que se vive una sola vez y no sabiendo si esa sola vez nos equivocamos o no, preguntándose cada día si ese proyecto de vida tiene todavía sentido o si ya caducó, viendo que los años pasan y que la juventud ya se fue y Dios llegó a ser una palabra vacía..., esa comunidad, ese hermano va a ser asaltado y dominado por la ansiedad permanente.
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La ansiedad generalizada es un fenómeno típico de las épocas de transición, de las vísperas de caída de las grandes hegemonías y, sobre todo, de todo aquello que signifique agonía o desaparición.
En las épocas de transición el individuo queda sin suelo firme bajo sus pies, no sabe en qué dirección caminar, un velo cubre el futuro y la niebla de la ansiedad penetra y ocupa todo su interior.
Nunca se vio tanta ansiedad en el rostro de los hermanos, y sobre todo de las hermanas, como en nuestra época. Derribaron a golpes la muralla de los valores de la institución religiosa. Los «teóricos» pusieron en jaque los valores de los tres votos. Se anunció con tanto desparpajo como superficialidad que la vida religiosa, como institución, ya caducó. Metieron de contrabando a los nuevos «profetas», como elemento de reflexión dialéctica: Freud, Marx y Nietzsche. Llegó la desorientación, el vacío, se les movió el suelo y muchísima gente quedó presa de pánico y ansiedad. No se puede generalizar. Pero mucho de esto sucedió.
Nunca olvidaré la expresión ansiosa de aquel venerable religioso de 70 años, que me decía: he vivido con alta fidelidad los tres votos religiosos casi durante 50 años. Y ahora, al final... ¿me dicen que eso no vale nada?
«El hombre se halla “arrojado” a un mundo incomprensible. Casi no puede evitar una corriente subterránea de miedo, con remolinos de agudo pánico. Vive en una vorágine de inestabilidad, soledad y sufrimiento, bajo la amenaza del espectro de la muerte y la nada. Querría escapar del agobio de la ansiedad. La falta de sentido es más terrible que la angustia, porque si existe un propósito definido de la vida, es posible soportar la angustia y el terror.
Cuando se pregunta a alguien si tiene designios por los que daría su vida, en la mayoría de los casos se obtiene una respuesta afirmativa. Hasta el hombre más deprimido, si le preguntamos crudamente: “Entonces, ¿por qué no se suicida usted?”, quedará asustado al principio, y luego encontrará razones, que estaban semiocultas, por las que vale la pena seguir viviendo.
Podemos poner en juego nuestra vida por el valor de algún “proyecto personal”, aun cuando no estemos seguros del éxito. Los miembros de la resistencia francesa en la Europa de Hitler sabían que tenían pocas probabilidades de éxito, pero sentían que su objetivo era algo por lo que valía la pena dedicar una vida y hasta sacrificarla. Los sufrimientos y la muerte son superados cuando el hombre tiene un ideal»[1].
El sentido de la vida para un religioso es, sin duda, Dios mismo. En la flor de su juventud, el religioso se dejó seducir por la personalidad de Jesucristo, se convenció de que Cristo era una causa que valía la pena, renunció a otras opciones y dijo: Jesucristo, mi Señor, me embarco contigo; vámonos a alta mar, y sin retorno; ¡hasta la otra orilla!
Desde aquel día, Dios fue para él fortaleza en la debilidad, consuelo en la desolación, todos sus deseos se colmaron, todas sus regiones se cubrieron de Presencia, todas sus capacidades se transformaron en plenitudes y... la ansiedad fue desterrada para siempre.
El único problema del religioso es que Dios sea, en él y para él, verdaderamente vivo. Si esta condición se cumple, podrán amenazar a este hombre los fracasos, las enfermedades y la muerte. Pero nunca la ansiedad. Dios lo liberó del supremo mal: el vacío de la vida.
Desterrados y solitarios
Vamos, de nuevo, a trasponer los umbrales de la conciencia, para enfrentarnos con nuestro propio misterio.
Aquí estoy. Nadie me pidió autorización para lanzarme a esta existencia. Estoy aquí sin permiso mío. La existencia no se me prepuso ni se me propuso: se me impuso. En esto de que yo, ahora, exista y piense, no tengo arte ni parte. Puedo decir que, en cierto sentido, estoy «aquí» en contra de mi voluntad. Estoy abocado a la muerte, igual que el día está abocado a la noche. No opté por esta vida, como tampoco opto por la muerte que me espera.
Estoy hundido en la sustancia del tiempo, igual que las raíces del árbol en la tierra. Yo no soy porque paso; y el verbo ser sólo se puede aplicar a Aquel que nunca pasa. Sólo Dios es.
Montado sobre este potro que es el tiempo –del cual no puedo descolgarme, aunque quisiera–, cada momento que pasa es una pequeña despedida, porque estoy dejando atrás tantas cosas que amo, y en cada momento muero un poco.
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La vida no se nos da hecha y acabada como un traje. La vida yo tengo que vivirla, o tiene que ser vivida por mí, es decir, es un problema. El hombre es el ser más inválido e indigente de la creación. Los demás seres no se hacen problemas. Toda su vida está solucionada por medio de los mecanismos instintivos. Un delfín, una serpiente o un cóndor se sienten «en armonía» con la naturaleza toda, mediante un conjunto de energías instintivas afines a la Vida.
Los animales viven gozosamente sumergidos «en» la naturaleza, como en un hogar, en una profunda «unidad» vital con los