Pedid, llamad, tocad las puertas. Se os abrirán las puertas, encontraréis lo que buscáis, recibiréis lo que pedís. Vuestro único problema consiste en dejaros envolver y amar por el Padre. ¡Si supierais cuánto os ama, si conocierais al Padre..., nunca sabríais de tristezas ni de miedos! Y ahora comportaos con los demás como el Padre procede con vosotros.
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Desde hace mucho tiempo me asiste la más fuerte convicción en el sentido de que vivir el Evangelio consiste originalmente en experimentar el amor del Padre, precisamente del Padre. Cuando se siente eso, surge en el corazón humano un deseo incontenible de tratar a los demás como el Padre me trata a mí. A partir de esa experiencia el otro se transforma para mí en hermano.
Íntimamente me asiste también la más completa seguridad de que eso mismo sucedió a Jesús: experimentó intensamente el amor del Padre cuando era un joven. Y al impulso del dinamismo de ese amor, Jesús salió al mundo para tratar a todos como el Padre lo había tratado a Él. «Como mi Padre me amó, así yo os he amado a vosotros».
Este es el programa que Jesús propone a los hombres. Aquí está la revolución, la «novedad» profunda y radical del Evangelio. Jesús es su Hijo amado. Nosotros somos sus hijos amados.
Así comprendemos la motivación o sentido profundo de las actitudes evangélicas de Jesús. Cuando el Señor Jesús a sus doce años responde a su Madre que el Padre es su única ocupación y preocupación, quiere indicar con otras palabras: mi Padre es mi madre, queriendo decir que toda la ternura que podía darle su Madre, ya se la había dado su Padre.
Cuando Jesús dice que la voluntad del Padre nos constituye en padre, madre, esposa... (Mt 12,50), quiere decir esto: que el amor del Padre nos da a sentir una ternura mucho más profunda que la de una esposa; causa más dulzura que la de una madre muy querida y mayor satisfacción que miles de propiedades y hectáreas.
Y así surge la comunidad, como una necesidad de amor, como un espacio vital donde poder derramar las energías y el calor que hemos almacenado, provenientes del sol del Padre.
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El modelo de conducta para el trato mutuo en una comunidad es el Padre mismo. El programa de Jesús se resume en esto: sed como el Padre.
Si amáis al que os ama, ¿cuál es vuestro mérito? Hasta los publicanos actúan así. Si queréis convivir tan sólo con los que son de vuestro agrado o mentalidad, ¿en qué está la novedad? Es una reacción instintiva. Mirad a vuestro Padre. ¿Creéis que ese sol calienta y fecunda solamente los campos de los justos? También los campos de los injustos y de los traidores. El Padre es así. Los hombres le disparan blasfemias y Él les envía un sol fecundante. Sed como Él.
Si sois cariñosos y saludáis tan sólo a vuestros parientes y amigos, ¿en qué os diferenciáis de los demás? Hasta los ateos proceden así.
Mirad esa lluvia. ¿Acaso el Padre hace discriminación, regando los campos de los buenos y dejando áridos los campos de los blasfemos e ingratos? Él no guarda rencor ni toma venganza. Devuelve bien por mal, y envía indistintamente la lluvia benéfica sobre los unos y los otros. Sed como Él y os llamaréis hijos benditos del Padre celestial.
Familia itinerante
Más que colegio apostólico o escuela de perfección, el grupo de los Doce fue una familia sin morada, caminando bajo todos los cielos y durmiendo bajo las estrellas; familia dentro de la cual Jesús fue el Hermano que los trató a ellos como el Padre lo había tratado a Él.
Igual que en una familia, fue sincero y veraz para con ellos. Les abrió su corazón y les manifestó que lo iban a crucificar y matar, pero que al tercer día resucitaría. Les previno de los peligros, los alentó en las dificultades, se alegró de sus éxitos.
Los trató como «amigos» porque un hombre es amigo de otro hombre cuando le manifiesta toda su intimidad. En una tremenda reacción de sinceridad, les manifestó que sentía tristeza y miedo. Me parece que Jesús llegó casi a mendigar consolación cuando en Getsemaní fue a verlos y los halló durmiendo. Después de muchos años, Pedro recordaba con emoción que en su boca nunca nadie encontró ambigüedad o mentira.
Fue con ellos exigente y comprensivo a la vez. Como en todo grupo humano, también allí nacieron y crecieron las hierbas de la rivalidad y de la envidia. Jesús necesitó un extraordinario tacto y delicadeza para suavizar las tensiones y superar las rivalidades con criterios de eternidad. Con infinita paciencia, en innumerables oportunidades, les corrigió su mentalidad mundana.
Les lavó los pies. Fue delicado con el traidor, tratándolo con una palabra de amistad. Fue comprensivo con Pedro, con una mirada de misericordia. Fue cariñoso con Andrés y Bartolomé. Sobre todo fue un sembrador infatigable de la esperanza. Se manifestó paciente con todos y en todo momento. Sólo en un momento aparece un destello de impaciencia: «¡Hasta cuándo!» (Lc 9,41). Fuera de ese momento, la paz para con ellos fue la tónica general.
Y así nació la primera fraternidad evangélica, modelo de todas las comunidades religiosas.
Ejemplo y precepto
Lo que estamos afirmando en todo momento, a saber, que Jesús trató a los suyos como el Padre lo había tratado a Él, se lo declaró al final en términos explícitos:
«Así como el Padre me amó a mí, de la misma manera yo os amé a vosotros. Ahora haced lo mismo entre vosotros» (Jn 15,9).
Jesús hace ahora una transmisión: yo recibí el amor del Padre y os lo comuniqué a vosotros. Ahora comunicaos mutuamente ese mismo amor y trataos unos a otros como el Padre me trató a mí y como yo os traté a vosotros. Vivid amándoos.
Jesús, sabiendo que había llegado su Hora y la hora de regresar al Hogar del Padre y que disponía de pocos minutos para estar con ellos, abrió para ellos todas las puertas de su intimidad, en una apertura total.
En un gesto dramático se arrodilló ante ellos y les lavó los pies, suprema expresión de la humildad y amor. Y les dijo: ahora haced vosotros lo mismo: trataos con veneración y cariño.
Nunca se vio que un simple obrero ocupara el lugar ni la función del patrón. Nunca se ha visto tampoco que un recadista o enviado tenga mayor categoría que aquel que lo envió. Vosotros me llamáis maestro y señor, y lo soy efectivamente. ¿Visteis alguna vez que el Señor esté sirviendo a la mesa? Sin embargo, yo, a pesar de ser maestro y señor, rompí todos los precedentes y me visteis en el suelo, a vuestros pies, y ahora sirviéndoos la comida. Ya os he dado ejemplo. Tengo autoridad moral para daros ahora el precepto: ¡amaos!
¿Queréis saber quién es el grande? Los hombres de este mundo, para afirmar su personalidad y su autoridad, dan golpes de fuerza, ponen los pies sobre la cabeza de sus súbditos y los oprimen con la fuerza bruta. Así se sienten hombres superiores. Vosotros no. Si alguno de vosotros quiere ser grande, hágase como el que está a los pies de los demás para reverenciarlos, servirlos a la mesa, lavarles y secarles los pies. ¡Amaos!
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¿Sabéis cuál es el distintivo por el que os identificarán como discípulos míos?: el amor fraterno. Si os amáis como yo os amé y el Padre me amó, hasta los más recalcitrantes sacarán la conclusión de que yo soy el Enviado.
No tengáis miedo. No os dejaré huérfanos. Cuando yo llegue a mi Casa, os enviaré un soplo de fortaleza y consolación que os transformará en murallas invencibles frente a cualquier adversidad. Y si, en una suposición