Finalmente, un último fundamento que congrega y hace convivir a los seres humanos son los intereses comunes. Estos cinco hombres se juntan todos los días, durante veinte años, y conviven durante ocho horas diarias. ¿Quiénes son? Son los componentes del Directorio de una gran industria. El interés común de una buena producción hace que los cinco se acepten, se comprendan y superen sus conflictos personales.
Nueva Comunidad
Llega Jesús. Pasa por encima de todas estas motivaciones, y planta otro fundamento, absolutamente diferente de los anteriores, sobre el que, por el que y en el que los hombres, desde ahora en adelante, podrán juntarse y convivir hasta la muerte: el Padre.
Jesús, sin decirlo, declara que ya caducaron aquellos tiempos en que decían: somos hijos de Abraham.
La carne (consanguinidad) no vale para nada, dice Jesús. Dios es nuestro Padre y, por consiguiente, todos nosotros somos hermanos. Los que experimentaron vivamente que Dios es «mi Padre», experimentarán también que el prójimo que está al lado es «mi hermano». Se rompieron todos los cercos estrechos de la carne, y todo queda abierto a la universalidad del espíritu.
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Estaba Jesús en una casita de Cafarnaúm, dedicado a la formación de un grupo de discípulos. Llegó su Madre con unos parientes, golpeó la puerta, salió alguien y este comunicó a Jesús: Maestro, aquí está tu Madre que quiere hablar contigo.
Jesús quedó por un instante como sorprendido. Luego, alzando la voz y levantando el vuelo por encima de las realidades humanas, preguntó: ¿Mi madre? ¿Quién es mi madre? Y sin esperar respuesta extendió los brazos y la mirada por encima de los que lo rodeaban, y afirmó: «Estos son mi madre y mis hermanos. Y no solamente estos. Todo el que tome a Dios por Padre y cumpla su voluntad, ese es para mí hermano, hermana y madre» (Mc 3,33-35).
Palabras sobresalientes. Ya tenemos un nuevo fundamento para una nueva comunidad: Dios Padre. Seducidos por Dios, hombres que nunca se conocieron, provenientes de diferentes continentes o razas, eventualmente sin afinidad temperamental, podrán a partir de ahora reunirse para amarse, respetarse, perdonarse, comprenderse, abrirse y comunicarse. Nació la Comunidad bajo la Palabra.
Aquella unión que origina y consuma la consanguinidad en otros grupos humanos, en esta nueva comunidad la consumará la presencia viva del Padre.
¿Escuelas de mediocridad?
En nuestras comunidades religiosas, los lazos que unen unos a otros no son espontáneos o connaturales. No nos ha arrastrado a esta convivencia ni el atractivo sexual, ni la afinidad de viejos amigos, ni el parentesco, ni el lazo de la patria, ni cualquier otro interés extrínseco al grupo.
Nosotros llegamos a la vida religiosa y nos hemos encontrado con unos hombres, digamos así, unos «compañeros». No llegamos buscando a esos hombres. Hasta me atrevería a decir que, en principio, no nos interesaban, podían ser cualesquiera otros, nos eran indiferentes.
Lo único que teníamos y tenemos en común con esos hombres es que ellos fueron seducidos por Jesús y yo también. Ellos quieren vivir con Jesús y yo también. Ellos quieren pertenecer exclusivamente a Jesús y yo también. Ellos renunciaron al matrimonio para vivir en virginidad en y por Jesús y yo también.
Conclusión: el único elemento común entre todos nosotros es Jesús. A unos «compañeros» que no ligaba ninguna conexión humana, la experiencia en Jesús los ha transformado en hermanos. Nació la fraternidad evangélica, diferente en su raíz a todas las demás comunidades humanas.
Así, pues, la diferencia intrínseca, formal y definitiva entre un grupo humano y una comunidad evangélica es Jesús. Es la experiencia religiosa, el encuentro personal con el Señor Jesucristo el que nos ha juntado. Nosotros nos hemos juntado sin conocernos, sin consanguinidad y posiblemente sin afinidad. Nos hemos juntado porque creemos y amamos a Jesucristo, y convivimos porque Él nos dio el ejemplo y el precepto del amor mutuo. Dios mismo es el misterio final de la fraternidad evangélica.
Si olvidamos esta raíz original y aglutinante, nuestras comunidades degenerarán en cualquier cosa. Y si en este momento la marcha de una comunidad no está presidida por la experiencia en Jesús, nuestras comunidades acabarán por ser escuelas de egoísmo y mediocridad.
Un largo camino
Por aquellos días, Pablo se sentía ansioso al contemplar tanta división y tanta idolatría en Atenas. Lo tomaron unos académicos, lo llevaron al paraninfo de la Universidad y le dijeron: «Queremos escucharte, habla». Pablo, puesto en pie, dijo: «De un solo hombre, Dios hizo brotar toda la estirpe humana» (He 17,26).
Sólo con este hecho, Dios, al principio, depositó en el corazón humano la simiente y la aspiración a la fraternidad universal.
Sin embargo, la palabra hermano designa, en los primeros libros de la Biblia, a los nacidos de un mismo seno materno. En algunos pasajes designa también por excepción a los pertenecientes a una misma tribu (Dt 25,3). Más tarde designa también a todos los hijos de Abraham. Pero de ahí no pasó.
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Sin embargo, muy pronto, en la aurora misma de la humanidad, esa primitiva fraternidad la encontramos ensangrentada.
¿Qué había sucedido? Como preludio de todos los odios y asesinatos, Caín había ejecutado a Abel por envidia. Y, peor que eso, la indiferencia y el desprecio extendieron sus alas negras sobre el paraíso. A la pregunta ¿dónde está tu hermano? resonó, entre las lomas del paraíso, una respuesta brutal: «¡Qué sé yo!; ¿quién me encargó cuidar de mi hermano?» (Gén 4,9).
Y así nos encontramos con el hecho de que el egoísmo, la envidia y el desprecio proyectaron su sombra maldita sobre las primeras páginas de la Biblia.
Desde este momento hasta el fin del mundo, el egoísmo levantará sus altas murallas entre hermano y hermano. ¡Qué tremenda carga psicoanalítica contienen las palabras de Dios a Caín!: «¿Por qué andas sombrío y cabizbajo? Si procedieras con rectitud, ciertamente caminarías con la cabeza erguida. Pero sucede que el egoísmo se esconde, agazapado, detrás de tu puerta. Él te acecha como una fiera. Pero tú tienes que dominarlo» (Gén 4,7).
He ahí el programa: controlar todos los ímpetus agresivos que se levantan desde el egoísmo, suavizarlos, transformándolos en energía de amor, y relacionarlos unos con otros en forma de apertura, comprensión y acogida.
Pero, ¿quién es capaz de derrotar el egoísmo y hacer esa milagrosa transformación? El llamado inconsciente es una fuerza primitiva, salvaje y amenazadora. ¿Quién podría dominarlo? El Concilio responde que ya hubo Alguien que lo derrotó: Jesucristo (GS 22).
Prosiguiendo esta larga historia, veamos, pues, cómo ella continúa y desemboca en la historia personal de Jesús.
2. Jesús en la fraternidad de los Doce
Dejarse amar
Jesús salta al combate del espíritu después de experimentar el amor del Padre.
En el crecimiento evolutivo de sus experiencias humanas y también divinas (Lc 2,52), Jesús, siendo un joven de veinte o veinticinco años, fue experimentando progresivamente que Dios no es sobre todo el Inaccesible o el Innominado, aquel con quien había tratado desde las rodillas de su Madre[3].
Poco a poco Jesús, dejándose llevar por los impulsos de intimidad y ternura para con su Padre, llegó a sentir progresivamente algo inconfundible: que Dios es como un Padre muy querido; que el Padre no es primeramente temor sino Amor; que no es primeramente justicia sino Misericordia; que el primer mandamiento no consiste en amar al Padre sino en dejarse amar por Él.
La intimidad entre Jesús y el Padre fue avanzando mucho más lejos. Y cuando la confianza –de Jesús para con su Padre– perdió fronteras y controles, un día (no sé si era de noche) salió de la boca de Jesús la palabra de máxima emotividad e intimidad: ¡Abbá, querido Papá!
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