Contaba él que una cruz negra, de madera, clavada en una roca, una cruz ni rica, ni bella, plantada delante de su casa de Bulciano, largamente contemplada en sus paseos, constituyó para él toda una revelación, un argumento, una apología. Era una cruz de madera; la cruz de los pobres y sencillos.
Un día de Semana Santa, el inquieto Papini llegó a Setignano, cerca de Florencia. Allí se encontró con una procesión. Soldados romanos, con corazas relucientes, cabalgaban a lomos de fuertes caballos. Un campesino de barba negra portaba la cruz sobre sus hombros. Las gentes se arrodillaban a su paso y hacían la señal de la cruz.
Papini quedó inmóvil, fascinado por la escena:
«Por primera vez la pasión, leída en los libros como una leyenda célebre, se me había convertido en carne, sangre y dolor; drama no recitado por comparsas enmascarados, sino por seres que iban verdaderamente a morir. Por primera vez supe que Cristo había muerto sobre una cruz de verdad»[31].
Bulciano presumía de tener dos iglesias. No eran muchas. En Italia se ven iglesias por todas partes. Un día don Rufino, el párroco (sin duda apoyado en sus buenas razones), dejó de subir a la iglesia de arriba, la que estaba fuera del pueblo, y sólo celebraba la misa en la que estaba en el centro de la villa. Esto no gustó a los que estaban acostumbrados a reunirse en la iglesia del extrarradio, y, como Papini –según creían aquellas buenas gentes– era un personaje importante e influyente, acudieron a él para que mediara en el familiar conflicto. Ni siquiera se preguntaron si Papini era creyente o no.
El escritor no tuvo más remedio que acceder, y se dirigió al buen párroco. Pero don Rufino tiró del Derecho Canónico y no se dejó convencer. Sólo si el obispo le ordenaba otra cosa, accedería; eso sí, accedería de buen grado. Papini, perseverante y conciliador, se dirigió a Arezzo a visitar al obispo, que finalmente se doblegó a los ruegos de los campesinos. La iglesia se abrió de nuevo, y los tozudos cristianos tuvieron otra vez su Eucaristía.
Comentaba Papini: «Dos domingos después, don Rufino volvió a Bulciano para decir misa. Ese domingo, allí estaba yo también»[32].
Una noche, estando en el campo, le despertó una mujer del pueblo. Venía agitada, nerviosa. El niño de una vecina suya había nacido agonizante. Debían bautizarlo enseguida...
—Pero..., ¡si yo no soy sacerdote!
—Usted puede hacerlo. ¡Venga pronto!
Papini no sabía por dónde empezar. Pidió un libro de misa, y ni siquiera sabía por dónde abrirlo. Recitó el Credo y el Padrenuestro. Luego tomó el agua que le trajeron en un recipiente pequeño, y la derramó sobre el niño que se moría. Dijo: «Ego te baptizo in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti». Conocía el latín y sabía lo que hacía la Iglesia en estas ocasiones.
—¡Dios os bendiga! –respondió una señora mayor, al concluir el sacramento–. ¡Habéis hecho un ángel!
Aquellas buenas gentes, en su simplicidad, opinaban que, ausente el cura, quien mejor podía hacer una tarea sacramental, como aquella, era el intelectual, «sin pensar –comentaba Papini– en el vacío de su corazón».
Y continuaba diciendo: «De la sombra de aquella habitación salí al sol, espantado, sin saber bien lo que había hecho, como si me hubiera despertado de un sueño extravagante. Y, a pesar de todo, si esas mujeres no mentían, acababa de ser el actor de un milagro: ¡yo, el ateo, había dado un ángel nuevo al paraíso!»[33].
En la Iglesia de la Santa Croce de Florencia, panteón de hombres ilustres, rodeado de las tumbas de Miguel Ángel, de Maquiavelo, de Galileo y del monumento fúnebre a Dante Alighieri (su tumba está en Ravena), Giovanni Papini tuvo otra experiencia religiosa, que le empujó por el camino de la fe: camino que, sin duda, estaba ya recorriendo:
Fueron las vidrieras del templo las que, en aquella tarde de otoño, atrajeron su atención. Clavó en ellas su mirada y la paseaba, pensativo, de unas a otras. En un momento dado, se sintió invitado a «nacer de nuevo»: a volver a la infancia.
«Si todo era verdad, si Jesús era Dios (...). Y si él existía verdaderamente, ¿no podía escuchar a aquel que le hablaba en ese instante? ¿Darle una señal? ¿No debería Él saber que mi corazón quería pertenecerle por completo y que, en secreto, este corazón era más naturalmente cristiano que lo que decían mis palabras orgullosas?»[34].
Una de las últimas vivencias que Papini nos cuenta, en su libro La seconda nascita, se refiere a un episodio conmovedor, que él titula así: La muerte de Midio.
Midio era el hijo de un amigo de Papini. Había regresado de la guerra (del frente de los Alpes) gravemente enfermo, y ahora se encontraba en un hospital de Florencia. El escritor lo visitaba con frecuencia e intentaba llevarle un poco de consuelo. Con la medicación de entonces resultaba muy difícil frenar el mal que aquejaba a Midio.
Poco a poco, Papini se fue dando cuenta de que aquel joven no era un personaje literario, extraído de alguna obra de ficción (de entre las muchas que él había devorado). Midio era de carne y hueso. Cada vez menos carne y más hueso. Midio se moría. ¿Qué respuesta tenía el escritor para Midio? ¿Qué podía aportarle él? Ninguna filosofía salvaría a Midio de su angustia, del miedo que experimentaba frente al inevitable final.
¿Qué es la vida? –se preguntaba Papini–. ¿Para qué nos preparamos mientras vivimos? ¿Y qué es la muerte? ¿El muro negro contra el que se estrellan todos nuestros proyectos? ¿Qué es la muerte? ¿La otra cara, la más sombría, de nuestra existencia? ¿Un nuevo nacimiento?
Aquel día se celebraba, precisamente, la Pascua del Señor resucitado. Como otros muchos días, Papini se dirigió al hospital a visitar a Midio.
—¿Cómo te encuentras?
—Más o menos igual. Tal vez, peor. Pero no debieras de haber venido. Hoy es una fiesta especial. ¿No deberías estar con tu familia?
—Tú también eres mi familia. Por otro lado, hoy debemos estar alegres. ¡Cristo ha resucitado!
¿Dijo esto como una frase hecha? ¿Lo dijo para aportar un poco de aliento a aquel creyente que era Midio? El caso es que Papini lo dijo, y no pensaba desdecirlo.
Midio hizo un esfuerzo por sonreír. Lo que se proclamaba en las iglesias con alborozo, acompañado del aleluya, allí sonaba de otro modo: más fuerte y contundente.
Clavó su mirada en Papini:
—¡Es verdad: Jesús ha resucitado! También nosotros resucitaremos, ¿verdad?
Entonces el escritor cayó en la cuenta de la hondura de lo que Midio acababa de decir. «Yo no sabía, yo (el ciego), que también resucitaría con Cristo». «Yo resucitaría gracias a Midio, gracias al que estaba a punto de morir y sonreía».
El día que Midio murió, Giovanni Papini se encontraba allí, en el hospital, a su cabecera. El joven abrió los ojos y reconoció al escritor. Lo miró con ternura y dijo:
—¡Oh, Giovanni!
Falleció enseguida. Nunca olvidaría Papini la última mirada del amigo muerto. Fueron aquellos ojos parecidos a los del «hermano eterno» que siempre acompañaron a Virata en su peregrinaje terreno –según cuenta, en su espléndido relato, el austriaco Stefan Zweig[35].
Comentaría más tarde Papini:
«Han pasado, después, años; se han producido cambios en mí, pero jamás he podido olvidar el rostro inocente de Midio, ni aquella voz que pronunció mi nombre con tanto amor. Ese nombre pronunciado por él en sus últimos momentos y de esa manera, resonó en mí más tarde como un llamamiento, como una invitación. Desde aquel día mi corazón fue menos malo, menos agrio que antes. Y hasta hoy rezo por él, a fin de que me perdone no haberle amado bastante»[36].
El día que las hijas de Papini hicieron la Primera Comunión, el proceso de