Papini fue expulsado del Sindicato de periodistas. Un diario comunista proponía que sólo se le dejara vivir si no volvía a escribir más. Su casa fue hipotecada, para responder, así, de sus «responsabilidades políticas». Su respuesta a la persecución sería el desprecio por el mundo materialista que –según él– se avecinaba y su reafirmación ideológica.
Aquejado de una extraña parálisis progresiva, continuó su labor literaria. Fue su nieta, Anna Paszkowski, la que heredó y publicó, después de la muerte del abuelo, algunas de las mejores páginas de toda la vastísima producción de Papini. Ciego e impedido, dictaba a su nieta, Anna, artículos y escritos múltiples. Sus schegge (fragmentos literarios) fueron apareciendo en el Corriere della Sera, y, después, se recogieron en La spia del mondo (1955) y en La felicità dell’ infelice (1956). Más tarde otros fragmentos de sus schegge se publicarían, como escritos póstumos, en el volumen Le schegge (1971).
Il giudizio universale apareció en 1957 y La seconda nascita, importante obra para adentrarnos en su evolución cristiana, vio la luz en 1958. Aún aparecería más tarde, en 1962, su Diario. Y, finalmente, su Rapporto sugli uomini saldría en 1977[18].
3. Antes de su conversión
Dijimos ya que en su juventud se entusiasmó con Nietzsche y se alineó con los nacionalistas más exaltados. Papini era un entusiasta de la gran patria y cultura italianas. Pertenecía a la generación del prefascismo. No le convencían los «valores modernos», a los que criticaba sin piedad. Ironizaba contra la pintura abstracta o la cubista. No le gustaba Picasso.
En 1912, con poco más de treinta años, escribió un libro autobiográfico muy sincero, Un uomo finito (Un hombre acabado), en el que expresaba bien su pensamiento. Un libro que en cuarenta años tuvo más de veinte ediciones (fue una especie de Biblia para muchos jóvenes). Se trataba de un libro clave para entender el cambio intelectual y, en general, la transformación que se efectuó en toda su persona, sobre todo a partir de esta obra. Para no pocos, su obra maestra[19].
El propio Papini decía de sí mismo en Un hombre acabado: «Nací con la enfermedad de la grandeza». Mi vida ha sido «una breve historia de tentativas pueriles». Este ha sido «el secreto de mi vida». Y en otro pasaje comentaba: «No acepto la realidad. No hay palabras que expresen mi disgusto con el mundo físico, humano, racional que me suprime y que no me deja espacio ni aire suficientes para mis alas inquietas».
¿Qué ocurrió realmente en la vida de Papini por entonces?
Son, hoy, muchos los que están de acuerdo en considerar Un uomo finito como un momento fuerte en el devenir de aquel insatisfecho y apasionado buscador. Había llegado la hora de revisar posturas, creencias y hasta el propio tren de su existencia. Hay un antes y un después de esta especie de revisión de vida que es Un uomo finito. Dice Papini: «Aquí dentro hay un hombre dispuesto a vender cara su piel y que quiere terminar lo más tarde que sea posible».
Así, pues, no se trataba de un momento bajo, en el que Papini se considerara «brucciato» (quemado), sino que pensaba que había sonado la hora de emprender una vida nueva. La fe en el Dios de Jesucristo le iba a servir de guía. Lo que no quería decir que, en adelante, quedara vacunado o inmunizado contra errores ideológicos, alianzas políticas o cualquier tipo de exceso. Sólo quería decir que Un uomo finito surgía de una honda insatisfacción, de un dolor por sus pecados literarios e ideológicos, y probablemente también de un propósito de la enmienda. Este momento de su vida todavía no señalaba la hora de su conversión católica; pero podemos decir que era una preparación remota.
Un uomo finito se divide en seis partes. Cada una de ellas, como en una composición musical, parece corresponder a un estado de ánimo distinto, según las épocas que el autor nos narra: andante, appassionato, tempestoso, solenne, lentissimo, allegretto. Ya dije más arriba que por entonces Papini andaba aquejado por una enfermedad de altura: la enfermedad de la grandeza.
Señalaba, a este propósito, nuestro autor que creía ser el único espíritu sin prejuicios y sin anteojos, sin falsedad ni necedades en la cabeza; el único capaz de deshacer engaños y de arrojar lejos a los usurpadores, de desnudar toda cosa, toda idea de los velos de la rutina y del convencionalismo, de liberar la humanidad de todas las oprobiosas servidumbres mentales que la empastan.
Para Papini, «liberar» era tanto como ayudar a recuperar la libertad a aquellos que él mismo despreciaba por su situación opresiva y opresora. Así que, llegado a este punto de su vida, nuestro autor hizo como un balance de su existencia, que él calificaba de «errante del saber».
Dicen algunos comentaristas que la segunda parte de su libro probablemente recoge lo mejor de su reflexión: la parte más auténtica de su indagación interior. Papini había sufrido grandes y torturantes ambiciones, precipitadas renuncias, y no estaba dispuesto a seguir por este camino. Decía, citando a Miguel Ángel, que no surgía en él pensamiento alguno que no le trajera esculpida la muerte. No había tenido tiempo para el amor. O había sufrido desengaños, porque en aquel momento hablaba con desprecio de la donna. Mujeres se habían cruzado en su vida, pero no había surgido ninguna Beatriz. Pensaba que no tenía por qué lamentarse. Sus energías las había encauzado por otros caminos. Pero se sentía solo y desanimado.
Hoy este libro (Un uomo finito) puede ser leído como un importante testimonio de la cultura italiana en los años que coincidieron con la llegada del fascismo. Puede dar idea «de un cierto tipo de intelectual de la época, enfermo del espíritu de D´Anunzzio, turbado por la filosofía irracionalista del primer Novecento y animado por un ansia de rebelión a la que cuesta encontrar los canales adecuados para expresarse»[20].
Sin duda, en su etapa de juventud, el Papini ateo quería ser como Dios: un dios con pies de barro. Ya Nietzsche (en una de sus melopeas antiteístas) había dicho aquello de «si Dios existe, ¿por qué no puedo yo ser un dios?».
Estamos, pues, ante un romántico exaltado, con afanes de grandeza. Soñó con igualar a Miguel Ángel, del que escribiría, en 1949, una biografía (Vida de Miguel Ángel en la vida de su tiempo). Se trataba de una visión muy personal del genio italiano. Cuando escribió su Juicio final (1957), obra póstuma e inconclusa, pienso que estaba intentando medirse con el genio del Renacimiento. Lo que Miguel Ángel había hecho con los pinceles (recuérdense los frescos de la Sixtina), Papini intentaba hacerlo con la pluma en su libro Juicio final. No es que fuera fatuo o soberbio, no. Es que él se sentía obligado a rendir pleitesía a los grandes de su patria y a medirse o codearse con ellos. Era para él un problema de fidelidad y de conciencia.
Lo mismo había hecho, en 1933, con otro grande de la literatura italiana, del cual también hizo biografía: Dante Alighieri, gran creyente y grande entre los grandes por su Divina Comedia. De este libro decía Papini que quería ser «el libro de un hombre vivo sobre un hombre que, después de la muerte, no ha cesado jamás de vivir»[21].
Sin duda, Papini ayudó y seguirá ayudando a muchos a descubrir facetas personalísimas de los grandes escritores italianos y no italianos, muchos de ellos, ya clásicos[22].
4. Itinerario y encuentro con Cristo
La inquietud artística y su búsqueda religiosa le condujeron a las puertas de la fe. Y pienso que, también, su insatisfacción existencial. En el aspecto religioso, Papini supo evolucionar, buscar y encontrar. Sin embargo, no evolucionó tanto en cuanto a su ideología política, sobre todo después del gran fracaso del fascismo italiano.
4.1. «¡Te necesito, Cristo!»
Entre 1918 y 1919 ocurrió algo insólito: Papini se encontró con Cristo. Son los años de su conversión a la fe cristiana.
¿Cómo ocurrió?
Él, que había sido educado en el ateísmo puro y duro y que había vivido lejos de la fe, dio un salto al catolicismo. Fue todo un proceso que duró –como veremos enseguida– algunos años. No hay que pensar, en el caso de Papini,