El fuego
de la montaña
Siete conversos para nuestro tiempo
Eduardo de la Hera
Versión electrónica
SAN PABLO 2012
(Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)
Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723
E-mail: [email protected]
ISBN: 9788428565011
Realizado por
Editorial San Pablo España
Departamento Página Web
«Trashumando por el desierto, Moisés llegó al Horeb, el monte de Dios, y allí se le apareció un ángel del Señor, como una llama que ardía en medio de una zarza. Al fijarse, vio que la zarza estaba ardiendo pero no se consumía» (Éx 3,1-2).
Para mis sobrinos,
Luis Miguel, Raúl, Álvaro y Claudia.
Introducción
Romano Guardini, en el prólogo de una de sus obras más importantes, El Señor (Der Herr), nos dejó dicho que, aunque es difícil hablar de ese mundo en el que Dios irrumpe en el corazón de la persona y transforma su vida, es posible hacerlo, siempre que se sepa de qué hablamos y de los límites que el tema nos impone. Refiriéndose a san Francisco de Asís como converso, Guardini dice: «Nuestras indagaciones no llegarán nunca a dilucidar el misterio de su renacer espiritual y de los caminos de la gracia. Con todo, puede pretenderse ver cómo se encuadra en su época, cómo la moldea y es moldeado por ella...»[1].
Sin pretender dilucidar el misterio que encierra toda conversión en lo que tiene de personalísimo encuentro con Jesucristo, sí podemos aproximarnos al converso, describir trayectorias antes y después de su encuentro con el misterio de Dios, y subrayar lo más significativo del personaje para hoy, para nuestras búsquedas personales y nuestros actuales recorridos dentro o fuera de la comunidad cristina. Podemos, también, estudiar el contexto social y el momento histórico en que acontece toda conversión o encuentro con Dios. Cada converso constituye una historia distinta, y es un regalo gozoso aproximarse a ella para intentar narrarla...
¿Qué he intentado hacer en este libro?
En las páginas de este libro he procurado acercarme, con temblor y pudor, a algunas personas que dicen haber experimentado la irrupción de Dios en sus vidas. Ellos lo expresarían, más o menos, así: «Es Dios el que nos ha buscado primero; nosotros sólo le hemos abierto la puerta». Esta es la experiencia más profunda del amor de Dios. Lo que la teología llama «gracia». Aunque todo hay que decirlo: ellos, los «encontrados por Dios», ya estaban en camino. Ellos ya buscaban, cuando encontraron al que es la suma Felicidad. Como dice S. Agustín, andaban desparramados, como perdidos hacia fuera, hasta que lo encontraron en lo más cercano y profundo de su ser[2].
Me he aproximado al corazón y he sondeado algunos retazos de vidas apasionadas y apasionantes. Ninguna vida es igual a otra. Este libro pueden ustedes empezar a leerlo por el capítulo que deseen, aunque todas estas vidas tienen un común denominador: se encontraron con Aquel que buscaban y que les buscaba a ellos, y esta experiencia no les defraudó.
Es como si algunos hombres y mujeres, al venir a este mundo, después de haber transitado por desiertos y estepas estériles, descubrieran de pronto un oasis verde, con agua abundante para apagar su sed. Es como si hubieran vivido ciegos y de repente se encontraran con un incendio de luz, parecido al de la bíblica zarza de la montaña del Horeb.
El título de este libro hace referencia al fuego que «ardía, pero no se consumía» (Éx 3,2): aquel incendio que fascinó a Moisés, cuando en la montaña se sintió empujado a quitarse las sandalias porque el suelo que pisaba era sagrado (cf Ex 3,5). Aquella voz irrumpió con fuerza en su vida, invadió su espíritu: «¡Moisés! ¡Moisés!» (Éx 3,4). La respuesta a la llamada de Dios no se hizo esperar. El elegido empeñó toda su existencia en esta respuesta. Dios lo enviaba. No tenía escapatoria. Y continuó su camino, pero de otro modo. Nada en adelante fue igual ni para Moisés, ni para el pueblo de Israel. Una conversión repercute siempre en la sociedad en la que vive el converso.
El fuego de la zarza que envolvió con su incendio al Patriarca de Israel, es el mismo que se apodera de los conversos. Podría calificarse de irresistible, aunque la teología nos dice que uno puede resistir a la gracia o llamada de Dios. Es un fuego que tiene mucho de atractivo, de envolvente, de imán misterioso. Pero es también un fuego que quema. Y en este sentido es peligroso. El Dios de Jesucristo pide al converso «cambiar de vida». Lo cual siempre encierra un riesgo, implica y hasta complica la vida.
Juan Bautista Metz, en su libro, Memoria Passionis (Una evocación provocadora en una sociedad pluralista), dice: «Permanecer cerca de Jesús resulta peligroso: hay riesgo de fuego, de incendio y sólo a la vista del peligro resplandece la visión del reino de Dios que en Jesús se hace cercano»[3].
Metz recoge un dicho o apotegma extra-canónico que nos ha llegado a través de Orígenes, en el que Jesús dice: «Quien está cerca de mi, está cerca del fuego». Juan Bautista Metz entiende esta sentencia como un comentario abreviado al Apocalipsis neo-testamentario, un libro en el que se pone en evidencia lo que arriesga quien abraza el don de la fe[4]. Y es que todos los conversos han vivido su fe como riesgo, como lucha, pero también con el gozo inmenso de quienes se han reconocido encontrados por Dios.
¿Quiénes son, en definitiva, los conversos?
Los conversos son esas personas que, después de haber vivido al margen de toda fe religiosa, un día inolvidable dieron un viraje tan intenso a la trayectoria de su vida que cambiaron de rumbo. Y comenzaron, si se me permite la expresión, a «tomarse en serio a Dios». Dios trastocó sus vidas. En cierto sentido, se las complicó.
Alguien pudo ver en ellos a seres sugestionados, alucinados o alienados. Pero no, ellos no se salieron de este mundo: el suyo y el de todos, el único que tenemos. Fueron (y son, porque sigue habiendo conversos) fieles a Dios y al mundo en que vivieron. Tampoco se transformaron en fanáticos de lo religioso. Supieron, simplemente, mostrarse coherentes con su verdad y respetuosos con la verdad de los otros.
No, no se mostraron intransigentes. Un fanático es un convencido que puede morir matando. Ellos, no. Ellos vivieron compartiendo y repartiendo la vida y la luz que tenían (o, más bien, que los tenía y sostenía a ellos). Ellos empezaron a ver el mundo desde otras coordenadas: las que inspira la fe. Pero no anduvieron navegando por las nubes de sus sueños, sino que se abrazaron a la realidad cotidiana de sus vidas. Siempre, desde la fidelidad a sus convicciones. Siempre, desde su fe que supieron mantener y defender contra viento y marea. Y en ocasiones hasta sufrieron marginación por ponerla alta, en el candelero de su vida.
Los conversos supieron ser coherentes. Aunaron en sí mismos el misterio de la gracia, como don recibido de Otro, con el quehacer diario. Es así como supieron afrontar, con un sentido cristiano, todo lo que les sobrevino: alegrías y sufrimientos, vida y muerte.
Los conversos vivieron, pues, con los pies sobre esta tierra. Alguien pudo decir de ellos: «Fueron unos exagerados». Son muchos los que, hoy, en tiempos de medianías light, califican de «exagerada» toda conversión. No tienen razón. Confunden lo «exagerado» con la «radicalidad». Jesús invitó a un seguimiento radical, dejándolo todo, es decir sin vivir atados a nada. La radicalidad es hermosa y hace a las personas libres. Más libres que las mediocridades por las que navegan muchos de los que viven lejos de Dios.
¿Qué me ha impulsado a abordar este recorrido?
Lo que invita a acercarse a la vida de los conversos es algo que casi da vergüenza decirlo. Algo difícil de expresar, y que tiene que ver con la grandeza de ellos y con la mediocridad de muchos de los que se dicen (o nos decimos) seguidores de Jesucristo. Es admirable constatar cómo han existido hombres y mujeres agraciados, que han sido capaces de eliminar el polvo de sus zapatos, la costra de la rutina, para vivir de