Hay, sin embargo, una zona de misterio en toda conversión. Es verdad que el entorno familiar (su mujer, sobre todo) y otras alianzas (la alianza con el pueblo sencillo) le facilitaron el camino: su camino de Damasco[23].
Y, sin embargo, la fe siempre seguirá siendo un misterio de amor: Dios que llama a las puertas del hombre y el hombre que responde, y abre o no las puertas del alma. Él no lo tuvo fácil. Perdería a su hija más pequeña, Gioconda, a la que escribía versos, siendo niña. Rodó por muchos desengaños y fracasos. Palpó muy de cerca el sufrimiento propio y ajeno.
Sí, lo salvaron Dios y los pobres. La fe sencilla del pueblo, además de la gracia divina, salvaron a Papini, y le ayudaron a dar el paso hacia Cristo.
Sabemos que, cuando en agosto de 1919 escribía Rapporto sugli uomini (libro que no aparecería hasta después de su muerte) experimentó ya un vivo deseo de manifestarse como católico.
Comenzó por entonces a redactar su Historia de Cristo (1921): obra fogosa, apasionada y apasionante, que le costaría escribir dos años: precisamente a él, que escribía deprisa. Obra testimonial: «un juego no interrumpido de comparaciones eruditas y humanas»[24]. A nadie comunicó que estaba escribiendo el libro de su vida. Ni siquiera a su familia. Pero lo cierto es que, con esta publicación, Papini irrumpió en el mundo como una centella, y su fama de escritor y creyente se propagó enseguida como un incendio en todo el mundo católico. La Historia de Cristo ha sido, sin duda, su libro más conocido y traducido: la obra que le dio renombre y dinero[25].
Primero fue un grito ahogado por el pudor. Algo así: ¡Te necesito, Cristo! Pero después fue un desahogo largo, sincero, una conmovedora plegaria que sitúa al final de su obra. Merece la pena recoger, aunque sólo sea un fragmento:
«Jesús, Tú ves cuán grande es nuestra pobreza; no puedes dejar de conocer cuán improrrogable es nuestra necesidad, cuán dura y verdadera nuestra angustia, nuestra indigencia, nuestra esperanza; sabes cuánto necesitamos de una extraordinaria intervención tuya, cuán necesario nos es tu retorno (...).
Tenemos necesidad de ti, de ti sólo y de nadie más. Solamente Tú, que nos amas, puedes sentir hacia todos nosotros, los que padecemos, la compasión que cada uno siente de sí mismo. Tú sólo puedes medir cuán grande, inconmensurablemente grande, es la necesidad que hay de ti en este mundo, en esta hora del mundo.
Ningún otro, ninguno de tantos como viven, ninguno de los que duermen en el fango de la gloria, puede darnos a los necesitados, a los que estamos sumidos en atroz penuria, en la miseria más grande de todas, la del alma, el bien que salva.
Todos tienen necesidad de ti, incluso los que no lo saben, y los que no lo saben mucho más que aquellos que lo saben. El hambriento se imagina que busca pan, y es que tiene hambre de ti, el sediento cree desear agua, y tiene sed de ti; el enfermo se figura ansiar la salud, y su mal está en no poseerte a ti. El que busca la belleza del mundo, sin percatarse te busca a ti, que eres la belleza entera y perfecta; el que persigue con el pensamiento la verdad, sin querer te desea a ti, que eres la única verdad digna de ser sabida, y quien se afana tras la paz, a ti te busca, única paz en que pueden descansar los corazones, aun los más inquietos. Esos te llaman sin saber que te llaman, y su grito es inefablemente más doloroso que el nuestro.
No clamamos a Ti por la vanidad de poderte ver como te vieron galileos y judíos, por el placer de contemplar una vez tus ojos, ni por el loco orgullo de vencerte con nuestra súplica. No pedimos el gran descendimiento en la gloria de los cielos, ni el fulgor de la Transfiguración, ni los clarines de los ángeles y toda la sublime liturgia del último advenimiento.
¡Hay tanta humildad, Tú lo sabes, en nuestra desbordada presunción! Te queremos a ti únicamente, tu persona, tu pobre cuerpo taladrado y herido, con su pobre túnica de obrero pobre; queremos ver esos ojos que traspasan la pared del pecho y la carne del corazón, y curan cuando hieren con ira, y hacen sangre cuando miran con ternura. Y queremos oír tu voz, tan suave que espanta a los demonios, y tan fuerte que encanta a los niños.
Tú sabes cuán grande es, precisamente en estos tiempos, la necesidad de tu mirada y de tu palabra. Tú sabes bien que una mirada tuya puede conmover y cambiar nuestras almas; que tu voz puede sacarnos del estiércol de nuestra infinita miseria; tú sabes mejor que nosotros, mucho más profundamente que nosotros, que tu presencia es urgente, inaplazable en esta edad que te conoce.
(...) Viniste la primera vez para salvar; para salvar naciste; para salvar hablaste; para salvar quisiste ser crucificado; tu arte, tu obra, tu misión, tu vida es de salvación. Y nosotros tenemos hoy, en estos días grises y calamitosos, en estos años que son una condenación, un acrecentamiento insoportable de horror y dolor; tenemos necesidad, sin tardanza, de ser salvados...»[26].
Pienso que a esta entusiasta profesión de fe no llegó Giovanni Papini, si no es después de todo un largo proceso, que quién sabe si no tuvo sus orígenes en la rebeldía contra el dogmatismo ateo de su padre[27].
L´abbé Alphonse David, en el libro colectivo (ya clásico) Convertis du XXème siècle, dice que, cuando Papini publicaba el epílogo a su Historia de Cristo, su adhesión al Evangelio era ya un hecho realizado. David Strauus en Alemania y André Gide en Francia habían planteado el problema: Hoy día, en conjunto, ¿somos cristianos? Papini en general se mostraba más bien pesimista. Pensaba que el cristianismo no es un bien que se busca «en esta hora de la gran agonía de Occidente». Por el contrario, «es un bien que nunca hemos querido aceptar». Y añadía: «El cristianismo no pertenece al pasado; puede ser al mañana al que pertenezca (...) Más que una nostalgia, es con mucho una esperanza»[28].
4.2. Un «segundo nacimiento»
Contaba el propio Papini que, siendo niño, se sentía como desterrado. Su padre le había prohibido asistir al catecismo. Cuando el sacerdote católico llegaba a su escuela para la hora preceptiva de la catequesis, él salía inmediatamente al pasillo. Allí se encontraba, también, con un niño judío. Un día su compañero de destierro le preguntó:
—¿Eres protestante? ¿Tal vez un excomulgado? ¿Quién eres?
Papini no sabía bien qué responder. Por fin le dijo:
—Mi padre es ateo.
—¿Qué quiere decir ateo? –preguntó, extrañado, el pequeño judío.
Y el también pequeño Giovanni le contestó «para confundirle»:
—Un ateo es un hombre que no cree en nada.
El niño hebreo le miró «con toda la fuerza aguda de sus ojos húmedos y negros». Después le volvió la espalda y nunca más le hizo preguntas.
Pero Giovanni pensaba hacia dentro:
—Mi padre es inteligente, lee libros; por tanto lo sabe todo. ¡Debe tener sus buenas razones para prohibirme el contacto con la religión!
Su curiosidad le empujó a escuchar, detrás de la puerta, lo que el sacerdote explicaba a los niños católicos. Un día le oyó decir:
—¡Honrarás a tu padre y a tu madre!
Y el pequeño Giovanni se pasó todo el día dando vueltas a lo mismo:
—¿Y por qué a mi padre no le gusta que yo aprenda a «honrarle»?[29].
Y así, de pregunta en pregunta, aquel niño continuaba creciendo, devorando libros, intentando ser obediente a su padre al margen del Decálogo.
Menos mal que en el rostro de su mujer, y, más tarde, en el de los curtidos campesinos de Bulciano, Giovanni pudo descubrir, como en un espejo, no sólo el rostro de Dios, sino también el rostro de otra humanidad.
«Únicamente al lado de los hombres de ese pueblo mínimo y pobre es donde he vuelto a tener conciencia de mi naturaleza y de mi destino de hombre, de mi humanidad entera (...) No los siento inferiores a mí. Al contrario. Ante todo, tienen un alma igual a la mía, un alma salida del soplo de Dios y para la que Cristo ha sufrido como para todas las otras almas. Y si su alma