Un día corrió la voz de que habría una concentración de Alessandri en la avenida Playa Ancha y que asistiría el candidato; para allá nos fuimos un grupo de amigos a ver qué onda.
Un tipo con voz picuda anunciaba: “Traemos ahora al hijo del León…”. Pero no pasó nada porque antes de que el cachorro comenzara a hablar desde un local electoral de Frei, que quedaba al frente, empezó a sonar estentóreamente un merecumbé.
Un tipo patilludo con el rostro congestionado gritó: “Juventud conservadora al ataque…” y se armó una gresca de proporciones.
Mis amigos y yo, valientes pero no temerarios, salimos corriendo y no supimos más. Fue mi primera participación en un evento político.
Para la elección de Frei Montalva en 1964 tenía quince años y era cadete de la Escuela Militar, por lo tanto debíamos observar una conducta imparcial como nos decía el teniente López, aunque cuando ganó Frei, en la formación de desayuno, nos dijo: “Los quiero bien formados y con cara de triunfo”.
Me había ido a la Escuela Militar no por una particular vocación castrense, sino porque quería tener más autonomía de mi padre quien poseía un carácter muy severo y controlador.
Transcurrido dos días en la Escuela me di cuenta de que no había sido la mejor decisión al menos para escapar de ese tipo de problemas, pues, en verdad, me daban más órdenes que en mi casa y al menos mi padre no me dejaba sin salir el fin de semana por tener el pelo ligeramente largo.
Digamos que el Chile de mi infancia y adolescencia era un país bastante ordenado, aun cuando el año 57 hubo una huelga que, aunque no fue larga, fue muy violenta y dejó varios muertos; también aconteció el terremoto más grande del mundo en el año 1960, sobre todo en el sur del país.
El año 65 hubo un terremoto en Valparaíso, menos fuerte, pero que también tuvo lo suyo y dejó algunos muertos y destrozos.
Chile era un país pobretón, orgulloso de su democracia y hacía gala de una cierta dignidad austera.
El año 62 se organizó con pocos recursos y mucho empeño un mundial de futbol. Para mí fue una fiesta y vi algunos partidos preparatorios que recuerdo como esos momentos de perfecta felicidad que suceden muy de cuando en cuando en la vida de las personas.
En Playa Ancha se presentó la selección de Chile B en la que jugaban varios futbolistas del Wanderers; le ganó una noche de verano 4-2 a Paraguay. Después vi un partido del Chile mundialista con Raúl Sánchez y Armando Tobar (ambos del Wanderers) en el estadio Sausalito en Viña, contra un equipo alemán llamado Karlsruhe, en verdad bastante tronco al que creo se le ganó 3-0. También vi a las selecciones que jugaron en Viña: Brasil, España, México, Checoeslovaquia, y en los cuartos de final, a Inglaterra.
O sea, vi al campeón, al vicecampeón y a la España de Puskas y Di Stéfano; no era poco para un niño de provincia.
Claro que la felicidad completa fue por el tercer puesto de Chile.
Era un espectáculo raro ver a los chilenos tan contentos, en ese tiempo no había barras bravas, más bien era una alegría recatada y modesta. Como modesto era el país, modestos eran sus servicios públicos de los que se hablaba mal pero que funcionaban por lo menos en las zonas urbanas. Por otra parte, nuestra burguesía era poco estridente, era de muy mal gusto hacer ostentación del dinero y había pocos automóviles elegantes.
El que tenía un coche este era pequeño, y los más baratos eran las citronetas. Adicionalmente, el que tenía una casa DFL2 y perseguidora (jubilación indexada a la inflación) era alguien a quien en la vida le había ido muy bien, qué más pedir.
La pequeña cantidad de jóvenes que llegaba a la universidad lo hacía en su mayoría para ser más bien un profesional —funcionario o de profesión liberal—. Se aspiraba más a un buen pasar que a convertirse en hombre de dinero o un emprendedor.
Los profesores, de salarios modestos, eran mirados con respeto y los médicos, venerados.
Los restaurantes eran pocos y la gastronomía casi inexistente, el vino era menos bueno de lo que creíamos, incluso el embotellado. Viajar al extranjero era un acontecimiento reservado a unos pocos; cuando alguien del sector medio incluso acomodado viajaba, lo hacía vestido de punta en blanco, iba la familia al aeropuerto Los Cerrillos y se despedían con abrazos y lágrimas aunque fueran a Buenos Aires.
Buenos Aires parecía una gran urbe elegante e interminable y Caracas, una película de ciencia ficción.
Sin embargo, la fama de la estabilidad de Chile y el contar con universidades prestigiosas le generaban respeto en la región.
Muchos intelectuales latinoamericanos cuyos países atravesaban situaciones políticas turbulentas vinieron en esos años a Chile.
Chile era el fin del mundo, cierto, pero un fin del mundo organizado y sensato, un lugar donde vivir, donde estudiar, donde enseñar.
Fue en Valparaíso, el 22 de agosto de 1959, en la Universidad Católica de Valparaíso que a las 19:20 horas se inauguró la planta transmisora y se dio el vamos a la televisión en Chile.
En 1960 comenzarían a existir los canales de la Católica de Santiago y de Valparaíso. Así, desde la Scuola Italiana pude ver el momento mágico en vivo y en directo.
La televisión en Chile llegaba décadas después de su aparición en el mundo. El mundial del 62 fue su primer estreno más o menos masivo en sociedad.
En los años 50, recién comenzaba a extenderse en sectores más acomodados el uso de lavadoras automáticas, los refrigeradores y los teléfonos en los hogares. Para obtener un teléfono instalado había que inscribirse y tener un buen amigo que fuera amigo de un amigo y que trabajara en la Compañía de Teléfonos de Chile; en caso contrario, la espera era eterna.
Los instrumentos domésticos que habíamos empezado a ver en las películas de Hollywood marcaban la frontera definitiva entre las clases medias acomodadas y aquellas que no lo eran; por supuesto, el mundo popular aún no actuaba en esta obra.
En Chile no solo había muchos pobres, sino que además la pobreza era una pobreza distinta, que iba mucho más allá de los niveles de ingreso. Tenía que ver con la cantidad de proteínas que se ingerían, las marcas que dejaban en el rostro las enfermedades infecciosas, con usar zapatos o andar a “pies pelados”, vestirse con harapos y usar una “pita” en vez de correa para sujetarse los pantalones.
La pobreza de esos años tenía que ver con poseer o no alcantarillado, agua potable, pasar frío en invierno y a veces hambre en cualquier estación del año. La frontera entre la pobreza y la indigencia era borrosa.
Llegados a una cierta edad, no tener todos los dientes era lo común entre los pobres e incluso en el mundo popular en su conjunto. Revisando unas viejas revistas “Estadio”, se puede ver a jugadores profesionales de fútbol enfrentando orgullosos la cámara con aquello que llamaban antes sonrisa de proverbio: “ojo por ojo y diente por medio”.
De acuerdo al Censo del año 1960, los estudiantes universitarios eran 22.284, de los cuales 13.687 eran hombres y 8.597, mujeres, de una población de casi siete millones y medio de chilenos. El número era bajo incluso para esa población.
La movilidad social era muy limitada, muchos nacían con un destino marcado en la frente.
Los mejores momentos de Valparaíso estaban en el pasado, pero, tal como esas familias semiarruinadas, de ese pasado la ciudad solo conservaba parte de la platería y un cierto atractivo algo ajado al modo de los viejos amores que narran los tangos, que con razón era la música más querida de la bohemia porteña, a la que le venía bien su melancolía y sus aires de nostalgia.
Osvaldo Rodríguez, el “Gitano”, era algunos años mayor que yo, cosa que se nota mucho en los años jóvenes; además era playanchino al igual que otro notable y divertido cantautor como era el Payo Grondona, ambos de familias de clase media acomodada, que habitaban en torno a la avenida Gran Bretaña. Formaron