Ya no quedaban trazas políticas del Frente Popular que encabezó Pedro Aguirre Cerda, y que, con apoyo de la izquierda, le había dado al periodo de “desarrollo hacia adentro” de la economía chilena un rostro progresista, industrializador y de mayores derechos sociales, logrando así una cierta recuperación de los efectos de la caída económica que venían de la Gran Depresión de 1929 y un cierto ambiente de paz social.
La sociología llamaría años después a ese período el “Estado de Compromiso”, durante el cual se desarrolló un Chile más urbano con un Estado conciliador y desarrollista, en el que la derecha, si bien estaba fuera del gobierno, estaba muy presente en el Parlamento y dominaba el espacio rural que en aquel entonces era decisivo. La estructura patrimonialista y hacendal permanecía impertérrita en el campo.
Después de la Segunda Guerra Mundial, a América Latina le fue bien económicamente; durante casi treinta años dio un gran paso, dobló su producto aun cuando al mismo tiempo dobló su población, y lo hizo manteniendo su marca histórica todavía presente de inestabilidad política, desigualdad social y altos niveles de pobreza.
Chile, que alcanzaba cada vez más prestigio por su continuidad democrática, progresaba muy lentamente en lo económico. Durante el periodo comprendido entre 1950 y 1970, su PIB per cápita aumentó con un promedio anual de 1,6 %, el proteccionismo que caracterizaba de manera transversal el manejo económico seguía dependiendo en buena parte de las exportaciones del cobre, pero su economía no lograba tomar altura y la inflación era un fenómeno estructural instalado de manera crónica desde 1880, que perjudicaba sobre todo a los asalariados y a los más débiles.
En la década del cincuenta, la inflación alcanzó un promedio de 36%, ningún programa para morigerarla dio resultados, provocando más bien un fuerte rechazo social.
En la medida en que el país se adentraba en los años sesenta fue creciendo la sensación de que se requerían cambios más profundos, particularmente en la estructura agraria, la que era percibida como anticuada, injusta e ineficiente.
A este país, en el año 1953, mi padre trajo a vivir a mis abuelos italianos, quienes no se acostumbraron, se aburrían sin su entorno de tierra adentro y sin sus amigos. La brisa marina le causó reumatismo a mi abuelo, y a mi abuela la mandaban a pasear conmigo, lo que era latoso para mí y para ella sobre todo, porque yo le hacía dar vueltas por horas a la manzana. Ella comentaba que todo le parecía idéntico.
Acostumbrado mi abuelo a andar en bicicleta, el cerro no se la ponía fácil, para peor me puso el sobrenombre ridículo de “Titin”, que venía de Ernestín; me duró algunos años hasta que afortunadamente murió de muerte natural.
Los abuelos se devolvieron después de un año a su pueblo y preferían que los fuéramos a ver allá, con justa razón.
Ese mismo año empecé a ir al jardín infantil de la señorita Consuelo, un jardín infantil casi familiar que quedaba muy cerca de nuestra casa; de él guardo recuerdos borrosos y amables. También comencé a estudiar italiano con la señora Firminia Burlando, quien vivía en la esquina de nuestra calle; ella había sido una de las primeras profesoras de la Scuola Italiana en la era fascista, cuando se fundó.
Tenía muchos gatos y un marido con aire distraído, que era lo único sin olor a gato en esa casa y a quien le daba órdenes continuamente.
La señora Burlando tenía un chichón sebáceo en la frente que me provocaba una fuerte obsesión. Cuando ya de grande visité Corea del Norte me pasó lo mismo con Kim Il-sung, el gran timonel de cuarenta millones de coreanos, quien tenía un cototo bastante parecido pero más grande en la parte de atrás de su cabeza donde normalmente está el cuello; no podía despegar los ojos del chichón, quedaba como hipnotizado, lo que me dificultaba seguir las clases o la conversación. Era buena gente, digo, doña Firminia…
De la elección de Carlos Ibáñez del Campo no tengo ningún recuerdo, salvo el de los comentarios desilusionados de mis padres a mediados de su mandato, cuando la inflación llegó al 84% en1955.
Mi madre había votado por él porque prometió combatir la corrupción. En la peluquería de Don Guillermo, en la avenida Playa Ancha, había un afiche amarillento donde Ibáñez salía con una escoba, al lado había otro que mostraba a una huasita en un tren saludando con un pañuelo a un huaso que decía: “Adiós Dolores con Aliviol”.
Su gobierno fue perdiendo popularidad; no contaba con “hombres de trabajo”, decía mi padre. El amor al trabajo venía inmediatamente después del amor a Dios en mi hogar. Mi padre añoraba al Ibáñez del primer gobierno, el de la dictadura y la mano dura, pero en esta vuelta era solo un león herbívoro que rugía muy de cuando en cuando y terminó aislado de la izquierda y la derecha.
Dicen que Ibáñez tenía un sentido del humor un tanto negro. Durante su gobierno encarceló catorce veces a don Clotario Blest, entonces presidente de la Central Única de Trabajadores, en un período de muchas huelgas; después de un tiempo a la sombra “don Clota”, como llamaban al líder sindical austero, católico de izquierda radical y mesiánico, quedaba en libertad y volvía a la carga.
Después de uno de esos períodos llegó a La Moneda con una delegación para conversar con Ibáñez. Este lo recibió muy cordialmente, diciéndole: “¿Cómo está don Clotario, qué gusto de verlo, tanto tiempo, donde se había metido?”.
De la elección de 1958 me recuerdo perfectamente, tenía nueve años durante la campaña. Aunque mis revistas preferidas eran Estadio, Barrabases y El Peneca también leía Topaze, una revista de sátira política y cada vez que llegaba a mis manos no entendía mucho, pero me hacían gracia las caricaturas.
El Pingüino que era una revista pícara, que hoy la encontraría inocente hasta un supernumerario del Opus Dei, estaba estrictamente prohibida en mi casa, pero la leía en casa de amigos. Tampoco eran bien recibidas la revista Okay y Simbad por razones que nunca logré comprender, y cuando recibíamos El Billiken de Argentina y el Corriere dei piccoli de Italia era fiesta.
Mi padre era alessandrista aunque no le disgustaba el lado moderno y europeo de Eduardo Frei Montalva. Por su parte, mi madre decía que no pasaría nada si ganaba Allende porque era de buena familia y no quería que volvieran los radicales con Bossay, a quien le atribuía ser masón; seguramente no sabía que Allende también lo era —los masones en mi casa no gustaban, se los consideraba enemigos de la Iglesia—, y a Bossay también se le atribuía un “negociado con el té”.
Para entender esto del rechazo a los masones, es necesario saber que en mi casa había un libro muy antiguo, de 1875, escrito por don Manuel Carbonero y Sol y Merás, quien era Parmenide Anfrisio entre los Arcades de Roma, camarero secreto de capa y espada de S.S. Pío IX, que se llamaba Fin funesto de los perseguidores y enemigos de la Iglesia, desde Herodes el Grande hasta nuestros días.
Entre ellos había muchos personajes históricos de los cuales uno inocentemente tenía buena opinión. La parte más escabrosa e interesante para un niño que, como yo, no estaba autorizado a leerlo, por ser lectura para mayores, eran las muertes aterradoras y los dolores por los que pasaban los protagonistas antes de su descenso a los infiernos. Entre las cosas que más me impresionaron era que Ana Bolena tenía seis dedos, y parece que algo tenía que ver eso con Belcebú.
En todo caso, Don Manuel, pese a ser muy piadoso, carecía de rigurosidad, pues Herodes el Grande reinó en Judea, Galilea, Samaria e Idumea entre el 37 y el 4 antes de Cristo, y si bien el hombre era malvado, disoluto, paranoico y servil con la dominación romana, mal pudo haber atacado a una Iglesia que por entonces no existía.
El papá de mi vecino y amigo Rolando Fuentes era jubilado de la Aduana y radical “de cogote colorado”, como dicen los mexicanos, quien tenía un gran cartel de Bossay en su casa.
De él