Mientras tanto el siglo xx se caracteriza por un desarrollo tecnológico que requirió la formación especializada de gran parte de la población femenina. Al mismo tiempo, muchas mujeres, deseosas de un desarrollo personal que no se limitara a las satisfacciones hogareñas, han ganado la calle, accediendo al trabajo remunerado y al dinero.
Y volveremos al dinero, el famoso dinero; ese dinero que antes, en relación a la mujer, era solamente patrimonio de prostitutas.
Ahora las mujeres también ofrecen sus servicios en el ámbito público, servicios por los cuales reciben dinero. Son médicas, arquitectas, ingenieras, psicólogas, matemáticas, enfermeras, maestras, profesoras, comerciantes, empleadas, obreras, etc. Y a pesar de la preparación, experiencia y desempeño laboral sufren una serie de «contratiempos», difíciles de explicar, con el dinero.
Contratiempos de muy variado tipo (como se explicitan en detalle en el cap. III) se presentan en situaciones laborales, familiares, afectivas, sociales, comerciales, etc. Por ello vamos a intentar indagar sobre esas situaciones aparentemente inexplicables e incoherentes de muchas mujeres en relación al dinero. Y en este sentido incluimos aquí la hipótesis de la existencia de un fantasma: el fantasma de la prostitución.
Este fantasma es totalmente inconsciente. Ha sido alimentado durante siglos de discriminación, oscurantismo y terrorismo religioso. Sirve para perpetuar el poder de unos sobre otros, infiltrándose en las conciencias y en la estructura del psiquismo.
Dinero y sexo: una «transgresión fundamental» (pudor, vergüenza y culpa)
El fantasma de la prostitución está presente de manera encubierta en la vergüenza y la culpa que muchas mujeres sienten en sus prácticas con el dinero. Cuando prestamos atención al discurso de las mujeres y reflexionamos sobre lo que dicen, es sorprendente la abundancia de referencias que es posible encontrar en relación a la vergüenza que sienten cuando se descubren a sí mismas gozosas por ganar dinero y con deseos de ambición económica.
La vivencia de culpa también es harto frecuente y la encontramos preferentemente asociada con el hecho de trabajar fuera del hogar utilizando sus energías en el ámbito público en detrimento de la tarea hogareña.
Es frecuente encontrar entre las mujeres que se desempeñan en el ámbito público y que han tenido la fortuna de trabajar en algo que les gusta, la tendencia a ocultar y disimular su placer por trabajar fuera del hogar.
Los siguientes son comentarios textuales de mujeres que participaron en los grupos de reflexión:
«Yo podría trabajar medio día y sería suficiente, pero no trabajo sólo por el dinero, sino por el placer que me da trabajar… Pero me da vergüenza decirlo y entonces invento que es imprescindible mi aporte económico o genero necesidades para luego tener que cubrirlas… Eso no lo hago conscientemente, pero cuando me pongo a pensar me doy cuenta… Cuando no me da vergüenza, me da culpa, y entonces cuando vuelvo a casa me reviento haciendo cosas mientras mi marido lee el diario y los chicos juegan… Pero la verdad es que me divierto y disfruto con mi trabajo. Me excita y me mantiene en forma…»
«Yo de chica tenía una gran desvalorización del dinero. Mi padre era un bohemio que no le daba valor al dinero y las tres hijas somos no interesadas pero no nos gusta la miseria. Es difícil asumir que una quiere cosas que cuestan dinero y que gustan. Me da cierta vergüenza que esto se vea y que los demás se den cuenta».
Son casi interminables los relatos que es posible encontrar con sólo prestar atención a lo que generalmente no oímos: el discurso de las mujeres. Discurso que, previo prejuicio, es convertido en cháchara y no tomado en cuenta, o ignorado tanto por hombres como por las demás mujeres. Generalmente las palabras en boca de mujeres son consideradas como un simple ruido o como una transmisión intrascendente. El prejuicio sexista generalizado, inserto en el lenguaje y utilizado para avalar y perpetuar la discriminación, se hace presente con toda su magnitud cuando «todo el mundo» considera «obvio» que, por ejemplo, «palabra de hombre es firma de escribano» mientras que «quien prende la anguila por la cola y a la mujer por la palabra bien puede decir que no tiene nada»19.
Y volviendo a la vergüenza por el placer que da el dinero y por el deseo de ambición económica debemos considerar que está ciertamente influenciado por una tradición cultural acerca de los roles sexuales en relación al dinero.
Decía Amelia: «En mi casa, cuando era chica, el mundo de la feminidad estaba reñido con ganar dinero.» Y Susana: «Mis padres le daban más dinero a mi hermano porque decían que era varón y debía pagarles a las chicas cuando salía. Era vergonzoso que no lo hiciera. Como lo era también que se dejara pagar por una chica.»
En efecto, tradicionalmente, dinero y ambición debían ser distintivos masculinos. Con sólo volver la memoria sobre el pasado y encuestar a nuestras amigas recogeremos, sin duda alguna, una enorme cantidad de estas anécdotas. Las generaciones que en estos momentos atraviesan por la mitad de la vida difícilmente han escapado a esta tradición sexual del dinero.
Ciertamente las tradiciones socio-culturales y político-económicas tienen mucho peso. Sin embargo, es necesario reconocer que no alcanzan por sí solas para explicar por qué la vergüenza y la culpa en relación al dinero se perpetúan en mujeres que pertenecen a una sociedad que lo valora. En mujeres que han sido preparadas para ganarlo, en mujeres a quienes se les reclama su participación en el área productiva. Esto no alcanza a ser explicado exclusivamente a nivel de los prejuicios sociales sexistas.
Es necesario incluir otro nivel de análisis, de orden psicológico, para intentar comprender por ejemplo qué inquietudes se ocultan detrás de esa vergüenza. ¿Cuál es el hecho real o imaginario que la provoca?
En los discursos femeninos la vergüenza y la culpa frente al dinero aparecen relacionadas a temores, expectativas y fantasías íntimamente ligadas a la sexualidad. A esa sexualidad exaltada en los medios de comunicación y publicidad, enarbolada como baluarte del éxito, añorada como fuente inagotable de satisfacción y placer, excluida de la imagen y concepto de familia, censurada para el sexo femenino, inhibida por las tradiciones fundamentalmente religiosas y reprimidas por aquellas instituciones y grupos que suponen que el ejercicio de la violencia y de la autoridad despótica es el mejor instrumento pedagógico.
La vergüenza y la culpa frente al dinero, tan frecuente en las mujeres y tan ocasional en los hombres, condensa, encubre y expresa toda una gama de vivencias, pensamientos, deseos, temores y expectativas de orden sexual.
Estas vivencias no son conscientes. Son vivencias asociadas a la sexualidad y desplazadas a las prácticas con el dinero.
Gusto, placer, excitación y vergüenza surgen en los discursos femeninos entrelazados y conectados. La vergüenza, generalmente ligada a una desnudez culpable. La desnudez, que la cultura occidental judeocristiana colmó con atributos pecaminosos, asociada fundamentalmente al goce sexual.
Podría decirse que para una mujer occidental judeocristiana esta desnudez es hacer ostentación de «deseos satánicos», encarnando con ello la tentación de la carne (nada nuevo desde Eva). Por lo tanto, llega a ser responsable —al igual que Eva— de las tragedias supuestamente desencadenadas por ella, en tanto se trata de una mujer desnuda que con su desnudez excita y provoca. Una desnudez pecaminosa que se transforma en fatídica cuando se hace ostensible, es decir cuando se ve y se muestra. Por lo tanto, se espera y exige que una mujer cuide a los otros y se defienda de ella misma de una ostentación que condensaría tanto los deseos exhibicionistas como la posibilidad de una acción «pecaminosa» y «fatídica».
Asimismo,