Reclamar una deuda, precisar un contrato, adquirir un bien material significativo, defender un honorario, establecer con mi marido las áreas de competencia económica, plantear qué consideraba «mío» y qué «nuestro», establecer criterios económicos en la relación con mis hijos, y todas esas «pequeñeces» de la vida cotidiana no surgían con espontaneidad.
Lejos de ello, dolores de estómago, cuestionamientos éticos («el dinero es denigrante»), malestares estéticos («es sucio y feo»), postergaciones indefinidas («mañana lo planteo»), me asaltaban sin pedir permiso.
Me paralizaban o me condicionaban a adoptar actitudes revanchistas y/o «a mí que me importa».
Evidentemente yo era, y no era, una mujer independiente.
Mi autonomía tenía patas cortas (como se dice de las mentiras).
Y no tuve más remedio que rendirme a la evidencia de que, en cuestiones de dinero, las cosas no eran como parecían, ni como muchos creían.
Fue grande mi sorpresa, mezcla de alivio y de susto, cuando, mirando a mi alrededor, me vi más que acompañada.
Éramos muchas las mujeres con independencia económica o sin ella, que transitábamos por el mundo cargando una lucha interna, sin nombre, en la que nos creíamos, además, exclusivas.
Y allí empezó todo.
Decidí darle a mis indagaciones un marco teórico que me permitiera reflexionar, comparar y extraer hipótesis para contribuir a esclarecer este misterio de la independencia sin autonomía1.
Elegí como metodología de trabajo la de los grupos de reflexión2, introduciendo algunas modificaciones pertinentes al tema y al hecho de ser grupos exclusivos de mujeres3.
Elaboré algunas hipótesis y escribí artículos que fueron expuestos en el país y en el extranjero sobre la problemática que llamé, en sus comienzos, «mujer y dinero».
Y, finalmente —como había sospechado y previsto desde un principio— realicé grupos de reflexión exclusivamente con hombres para agregar a este complejo mosaico de las prácticas del dinero en nuestra cultura algunas de las vicisitudes que también los hombres deben enfrentar. Y además, porque «como todo el mundo sabe» (y si no, esta es la oportunidad de enterarse) lo que afecta a la mitad de la humanidad afecta necesariamente a la otra mitad4.
Por último comencé la angustiante y excitante tarea de volver a escribir y corregir reiteradamente los artículos y notas que durante los últimos cinco años había acumulado con la intención de difundir estas ideas en forma de libro.
Los marcos referenciales
Nuestras incursiones en la vida y en la ciencia no son ingenuas. Detrás de cada pregunta hay una respuesta prevista (aunque no conocida), en cada mirada una selección perceptiva, en cada apreciación una cantidad de prejuicios.
Todo un bagaje de vivencias, pensamientos y creencias que condensan nuestra historia personal, el marco histórico en que nos tocó vivir y los condicionamientos socioculturales, políticos, económicos y religiosos a los que consciente o inconscientemente adherimos.
Es por ello que cuando hablamos de «objetividad» debemos saber que es relativa, y que las conclusiones a las que arribemos distan mucho de ser «la única explicación posible». En el mejor de los casos será un aporte más que ofrezca, desde una perspectiva nueva, otros elementos de juicio para comprender el complejo mundo que nos rodea.
Este es el modo en que desearía que se tomaran mis contribuciones sobre la problemática del dinero. No son nada más, ni nada menos, que un buceo tenaz y perseverante en un tema irritativo y considerado con frecuencia un tema tabú.
Consciente de su complejidad, he puesto todo mi empeño en presentar las ideas con la mayor honestidad posible, incluyendo reflexiones que pueden aparecer contradictorias entre si o divergentes de las hipótesis formuladas.
El dinero, omnipresente en la vida cotidiana e inevitable en la interacción social —en nuestra cultura— es, sin embargo, silenciado y omitido en muchos aspectos. Y estos silenciamientos no son ingenuos y tampoco inocuos. Responden, por el contrario, a profundas y arraigadas creencias e intereses que considero necesario y conveniente explicitar.
Intentaré, así, poner de manifiesto algunos de estos intereses y creencias, comenzado por explicitar los marcos teóricos referenciales que delimitaron y condicionaron mis búsquedas, percepciones, reflexiones y conclusiones en relación al tema «dinero».
Mi enfoque intenta articular ciertas variables psicológicas y socioculturales.
Confluyen en el análisis e interpretación de los hechos conocimientos provenientes de mi formación psicoanalítica, de las teorías y prácticas referidas a los grupos operativos y de lo que se conoce como los Estudios de la Mujer (Women Studies)5.
Quiero remarcar expresamente que el eje centralizador de esta problemática, tanto para las mujeres como para los hombres, es el cuestionamiento de la ideología patriarcal. Ideología que se relaciona estrechamente con la cultura occidental6 judeocristiana7. Asimismo, esta ideología presenta puntos de unión con el modelo económico capitalista.
Expondré muy brevemente los lineamientos principales de la ideología patriarcal sólo con el fin de orientar al lector. Este tema ya ha sido estudiado y remito para su conocimiento a los autores que lo desarrollaron en profundidad. Entre ellos, Hamilton, Fidges, Oakley, Mitchell, Zaretsky, Groult, Astelarra y Borneman (VI).
La ideología patriarcal es un ideología en el sentido en que lo plantea Schilder: «las ideologías son sistemas de ideas y connotaciones que los hombres disponen para mejor orientar su acción. Son pensamientos más o menos conscientes o inconscientes, con gran carga emocional, considerados por sus portadores como el resultado de un puro raciocinio, pero que, sin embargo, con frecuencia no difieren en mucho de las creencias religiosas, con las que comparten un alto grado de evidencia interna en contraste con una escasez de pruebas empíricas» (VII).
Las ideas predominantes de la ideología patriarcal giran alrededor de la suposición básica de la inferioridad de la mujer y la superioridad del varón. Esta suposición básica lleva a plantear las diferencias entre los sexos como una diferencia jerárquica. En esta jerarquía los varones se instalan en el nivel superior y desde allí detentan el poder, ejercen el control y perpetúan un orden que contribuye a consolidar la opresión de las mujeres. Esta jerarquización de las diferencias justifica y avala la dominación de la mujer por parte del varón.
La suposición básica de la superioridad masculina se apoya en teorías biologistas, naturalistas y esencialistas. Explica las diferencias jerárquicas entre los sexos como el resultado de factores exclusivamente biológicos y, por lo tanto, los considera inmutables. Identifica sexo con género sexual, omitiendo los factores culturales que entran en juego en el aprendizaje y adjudicación del género sexual. Al mismo tiempo sostiene que las maneras de ser femeninas y masculinas responden a una esencia y, por lo tanto, los roles sociales serían expresión de dicha esencia.
Esta ideología está presente en religiones monoteístas como, por ejemplo, el judaísmo y el cristianismo. No sólo en la figura de su máximo exponente, Dios-Padre, sino también —y fundamentalmente— en las aseveraciones de los profetas y apóstoles que resaltaron la inferioridad de la mujer como resultado de un designio divino.
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