En efecto, es por la reflexión, subjetivamente, que están primero presentes en el pensamiento, diría: como síntesis posibles sentidas por el pensamiento «antes» que ella los vuelva hacia el conocimiento de los objetos. Y es todavía la sola reflexión que asegurará su determinación exacta domiciliando su uso junto a una o a la otra facultad. Pues la reflexión es, escribe Kant: «La conciencia de la relación de representaciones dadas en nuestras diferentes fuentes de conocimiento» (ibid., 232; 309). El término «conciencia» recubre en general, en el texto kantiano, el de reflexión, ya que el pensamiento es conciencia en tanto que está advertido de su estado, es decir, en tanto que se siente. La reflexión, entonces, no sólo siente que el pensamiento sintetiza espontáneamente de tal o cual manera –cuatro en total–, ella siente también que tal manera, o tal «título» de síntesis, experimentada subjetivamente, pertenece a la sensibilidad, mientras que la otra, al entendimiento. Así es que «nos preparamos primero para descubrir las condiciones subjetivas que nos permiten llegar a conceptos» (ibid.), como se lo ha leído. Es así que opera la «tópica trascendental», confiando a la reflexión la determinación de las facultades en que cada síntesis, cualquiera sea el «título», encontrará su domicilio legítimo: «Una reflexión trascendental es en primer lugar necesaria para demostrar para qué facultad de conocimiento ellos [los objetos de estos «títulos»] deben ser objetos, si es para el entendimiento puro o para la sensibilidad» (ibid., 237; 316).
Un ejemplo: bajo el «título» de la identidad/diversidad, dos objetos de los que todos los predicados son idénticos, son lógicamente indiscernibles, como piensa Leibniz. Pero si además son intuidos, según las formas del espacio o del tiempo, en regiones diferentes, esto sería en el mismo instante, será necesario pensarlos como dos objetos distintos. «Si conozco según todas sus determinaciones
internas una gota de agua como una cosa en sí, no puedo admitir que una gota de agua es diferente de otra mientras todo su concepto es idéntico al del otro. Pero si la gota es un fenómeno en el espacio, tiene su lugar no simplemente en el entendimiento (bajo conceptos), sino en la intuición exterior sensible (en el espacio)» (ibid., 238; 318). El principio leibniziano de los indiscernibles no es entonces sino «una regla analítica de la comparación de las cosas por simples conceptos» (ibid., 239; 318).
Vemos que no es sólo la crítica del intelectualismo lo que está en juego en el texto del Apéndice, es ya la detección, plenamente expuesta algunas páginas más adelante, de la «apariencia trascendental» que hace creer que la determinación puramente conceptual de una relación entre los fenómenos (su identidad) es la única válida, mientras que, dados en la intuición espacio-temporal (eso por lo que son fenómenos, precisamente), estos admiten otras relaciones, que pueden estar en contradicción con los primeros. Lógicamente indiscernibles, dos objetos pueden ser discernibles estéticamente (en el sentido de la Crítica).
En el Apéndice de los principios, esta confusión no es todavía más que una «anfibología trascendental» (ibid., 237; 316), es decir una confusión de dirección: las gotas de agua son idénticas si se las domicilia en el entendimiento, pero diferentes si están domiciliadas en la sensibilidad. Es que el pensamiento tiene una intuición sensible de las gotas de agua. No se trata, por tanto, como en la «apariencia» trascendental (KRV, 251 sq., 334 sq.), de una finitud de la facultad de presentar que se olvida en el uso de los conceptos, sino de una negligencia en la reflexión tópica de las condiciones del conocimiento de los objetos efectivamente cognoscibles. No será lo mismo para el objeto de una Idea de la razón.
Frente a la «ilusión» que impulsa al pensamiento a otorgar a los conceptos de la razón (sin intuición correspondiente) el mismo valor cognitivo que a aquellos del entendimiento que están legítimamente asociados con las intuiciones sensibles, la reflexión tratará con una parte mucho más fuerte que con la ignorancia de la «anfibología» señalada en el Apéndice. Pues esta «prescripción puramente lógica que nos impulsa, en la ascensión hacia condiciones siempre más elevadas, a acercarnos a la totalidad de estas condiciones […]» (ibid., 260; 346), depende de una «dialéctica natural e inevitable de la razón pura» (ibid., 254; 337). La apariencia lógica, esa que da lugar a la anfibología, por ejemplo, puede ser disipada, y el intelectualismo, que de eso es la víctima y el representante, refutado. Pero la apariencia trascendental no puede ser evitada (ibid., 252-254; 335-337). La dialéctica trascendental podrá solamente impedir la «dialéctica natural» de la razón para abusar de nosotros, sin poderla suprimir. En efecto, son «principios reales, wirkliche Grundsätze, los que nos mueven a derribar todas estas barreras» (ibid., 253; 336) que «la crítica» va a oponer al uso de conceptos fuera de la experiencia.
Sin embargo, el problema planteado en estas condiciones por la apariencia y la ilusión a la dialéctica trascendental no puede ser, si no resuelto, menos elaborado sólo por el trabajo reflexivo. Meditando sobre la noción de apariencia, y tomando por modelo la apariencia sensorial, Kant asimila el juicio erróneo que ella contiene a una «diagonal», «la diagonal entre dos fuerzas que determinan el juicio siguiendo dos direcciones diferentes que forman juntas como un ángulo» (ibid., 252; 355). Descomponer este efecto complejo en los efectos respectivamente propios de dos fuerzas en juego, la sensibilidad y el entendimiento, lo que permitirá disipar la ilusión, es lo que debe hacer «en el juicio a priori [y no ya en los juicios perceptivos empíricos] la reflexión trascendental» (ibid). Su función, entonces recordada, («como se lo ha mostrado ya» (ibid.), es decir en el Apéndice, es la de «asignar a cada representación su lugar en la facultad de conocimiento que le corresponde» (ibid.). Así, la pesada tarea, la tarea infinita, de distinguir las síntesis especulativas de las síntesis cognitivas, que es uno de los compromisos mayores de la Dialéctica de la primera Crítica, también pertenece a la reflexión.
Es necesario, ciertamente, concluir esto: es en el sentimiento que este experimenta, mientras procede a las síntesis elementales llamadas «títulos» o «conceptos de la reflexión», que el pensamiento se guía «primero, zuerst» (ibid., 232; 309), se orienta para determinar el o los domicilios de las facultades que autorizan cada una de estas síntesis. En tal dominio solamente, tal síntesis podrá tener lugar legítimamente porque habrá sido localizada y circunscrita a las condiciones de posibilidad de su facultad de tutela. Pero esta domiciliación exige del pensamiento una facultad de orientarse. La indeterminación relativa, la anfibología, de los títulos reflexivos deja espacio para la vacilación en cuanto a la buena dirección, mientras que la determinación de síntesis bajo las categorías del entendimiento supone, al contrario, el domicilio legítimo ya conocido y ocupado.
Habría que dar testimonio de esta conclusión en otros momentos notables de la crítica, esos momentos en que ella circunscribe los «territorios» y los «dominios» de validez de los juicios. En particular para el juicio ético y evidentemente para los juicios estéticos. Aportaremos sólo una parte de estos testimonios. Pero, juzgando sólo del Apéndice a la Analítica y de