En el caso de Chile, la tesis del Estado de Compromiso, que habría existido a partir de 1938, ha sostenido el reconocimiento por parte de todos los actores políticos y sociales a la Constitución de 1925 y lo que ella representaba: la democracia política –en su sentido procedimental– y el capitalismo con intervención estatal. Por ello, se hace hincapié en la perspectiva etapista de la revolución, asumida por la izquierda, y una derecha que se habría flexibilizado, desarrollando un compromiso con la institucionalidad, pudiendo convivir con la izquierda marxista, mediada por un centro laico que oscilaba entre los polos11. Las numerosas Zonas de Emergencia decretadas entre enero de 1943 y 1958, la Ley Maldita y el Campo de Pisagua son incomprensibles en esa versión de la historia política de Chile.
La Ley Maldita, en general, ha sido asociada al estallido de la Guerra Fría, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos inició una ofensiva contra los comunistas y su influencia sobre los trabajadores, impulsando su expulsión de los sistemas políticos12. En el caso de Chile, las urgentes necesidades crediticias y la ola de huelgas estallada con la presencia comunista en el gabinete de Gabriel González Videla fueron utilizadas por la potencia del norte para exigir su salida del gobierno. La ley habría buscado detener la agitación comunista entre los trabajadores13, especialmente entre los obreros carboníferos, acusándolos de promover huelgas revolucionarias en esa zona, para imponer un régimen totalitario, subordinado a la Unión Soviética14. Contrariamente, el politólogo Carlos Huneeus ha relativizado la influencia estadounidense en la «guerra al comunismo» y la Ley Maldita, poniendo especial interés en su impacto sobre la democracia chilena. Según dicho autor, esta ley produjo quiebres importantes en los partidos y, en particular, afectó la noción de derechos de los trabajadores en el sentir del empresariado. La ley parecía justificar un desconocimiento de ellos15. En general, los estudios existentes abordan el origen de esa ley, su discusión parlamentaria y su efecto político inmediato con la emergencia del «populismo» de Ibáñez en 1952. No obstante, la herencia de la ley, y su vivencia histórica, pareciera diluirse en los años sesenta, sin efecto alguno, poniendo el énfasis solo en el avance democratizador.
A diferencia de la proliferación de trabajos sobre la ley y su relación con el movimiento obrero, respecto del Campo de Pisagua no ha existido el mismo interés. La mayoría de quienes analizan el período mencionan su existencia, pero se detienen más en la Ley Maldita, sin que se explique el por qué de la creación del Campo, las condiciones de los reclusos y su proyección a la política chilena, salvo la excepción de la tesis doctoral de Alfonso Salgado, quien, desde la subjetividad comunista, observa el impacto personal y sobre las familias de las/os perseguidos16. Una reconstrucción fue elaborada desde la literatura por Volodia Teitelboim décadas más tarde, en el marco de su propio confinamiento en 195617.
El libro que presentamos pretende analizar la historia política de Chile de mediados del siglo XX, entre 1938 y 1958, teniendo como eje articulador el Campo de Pisagua.
Desde nuestro punto de vista, Pisagua fue un Campo de prisioneros políticos que recogió una serie de procesos que estaban sedimentando desde diez años antes y expresó la naturaleza del conflicto político del país, el que se extendería hasta fines de los años cincuenta. En concreto, Pisagua y la Ley Maldita condensaban, por una parte, la evolución que habían experimentado los distintos anticomunismos, de origen católico-conservador, liberal y castrense, todos de carácter doctrinario y militante. A ellos se sumó el de origen socialista, de corte más coyuntural. Estos anticomunismos eran un reflejo de las tensiones que aquejaban a un sistema político en que participaban colectividades con dificultades profundas de convivencia, pero también expresión de los conflictos estructurales en torno a las atribuciones económico-sociales del estado. Ello era producto de discrepancias de fondo respecto del derrotero al que la Constitución de 1925 conducía al país, por lo cual era objeto de disputas. En este sentido, el anticomunismo se ligaba a la existencia de cosmovisiones antagónicas, pero, de modo especial, a la lucha contra el estatismo, representado por la izquierda y la eventual amenaza al derecho de propiedad. Tanto la ley de 1948 como la creación de un «Campo de prisioneros políticos» tuvieron relación con el conflicto interno del país. La forma política, administrativa y legal que asumió la exclusión tenía una impronta oligárquica-castrense con una larga trayectoria, mientras que el Campo de Pisagua recogió el legado ibañista y, especialmente, la experiencia de la Segunda Guerra Mundial.
En segundo lugar, el Campo de Pisagua fue una expresión de la militarización del conflicto político que se había estado produciendo desde los años cuarenta, esto es, la incorporación de las fuerzas armadas a tareas de orden interno, de control social. Ello contradecía el sentido de la reformulación estatal de los años veinte, que buscaba apartar a esas instituciones de esas labores. Su reintegro se vinculó a factores externos –la Segunda Guerra Mundial–, pero fue utilizado por los distintos gobiernos para enfrentar un conflicto socio-político que no encontraba vías de solución dentro de la institucionalidad existente. El decreto de Zonas de Emergencia, que daba amplias atribuciones a los jefes de Zona, se convirtió en una práctica habitual y permanente para enfrentar a un movimiento obrero fortalecido con su institucionalización. Esta interpretación del accionar militar pone en cuestión la tesis del «constitucionalismo formal» y la ausencia total de una doctrina, antes de la Seguridad Nacional y la contrainsurgencia.
La expansión del anticomunismo y la militarización del conflicto, sintetizado en el Campo de Pisagua, tuvo efectos importantes en el sistema político. Respecto de las fuerzas armadas favoreció un proceso de autonomización castrense, aunque no desarrollado en toda su potencialidad, pues todavía el mando civil lograba imponer su autoridad, pero abrió una vía a su socavamiento. Los años sesenta profundizarían ambos fenómenos. En relación a las derechas, y tal como plantea Huneeus, la Ley Maldita y el Campo de Pisagua las distanciaron más de la legitimidad de las demandas sindicales, observando en el anticomunismo estatal y en sus dispositivos represivos, un eficaz instrumento de domesticación del movimiento obrero. La derecha política confirmó su diagnóstico acerca de la necesidad de limitar las garantías constitucionales, en materia de libertad de expresión y de reunión. A su entender, la institucionalidad liberal-capitalista debía ser protegida, a través de una redefinición del Estado de Derecho, menos garantista. La alternativa de una extirpación a través de la reclusión en un Campo no fue desconocida por este sector. Al contrario, la izquierda, especialmente los comunistas, abogó por respetar y ampliar las libertades públicas, ya que el crecimiento y potencialidad de la izquierda estaban ligadas a la democracia representativa, a las libertades de asociación (sindicatos, organizaciones culturales, deportivas),