Pisagua, 1948. Anticomunismo y militarización política en Chile. Verónica Valdivia Ortiz de Zárate. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Verónica Valdivia Ortiz de Zárate
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789560014153
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participante de cuanta organización existiera, ya fuera sindical, social, cultural, política o deportiva. Mi interés por la historia política proviene de esas largas y controvertidas sobremesas de día sábado, en nuestra niñez y adolescencia, cuando traía a colación la actualidad del país y de América Latina. Mis primeras preguntas sobre política ocurrieron en esas sobremesas. Junto a mi madre nos heredaron el respeto por el ser humano y por la diversidad. No tengo dudas que María Elena, mi hermana, Macarena y Jorge son plenos herederos suyos.

      Como siempre, una palabra para mi compañero, el historiador Julio Pinto, que me acompaña en mis aventuras historiográficas con un compañerismo a toda prueba. Tuvo el placer de compartir algunas tardes en los archivos, disfrutando el descubrimiento de documentos e información inimaginadas. Hacer historia ha sido una experiencia conjunta apasionante.

      «“¡Pantalón dentro de la bota! ¡Casco de guerra! Bala pasada! ¡A matar! La ley los ampara”. ¿Qué había pasado? Nada, eran los micreros en huelga, que amenazaron con dar vuelta las micros». Testimonio del exconscripto Ernesto Valdivia

       Introducción

      Crecí escuchando la historia relatada por mi padre, Ernesto Valdivia Araya, durante su servicio militar en 1950, que sirve de epígrafe a este libro. Como explico en el capítulo III, el Comandante* del Regimiento Buin, Green Baquedano, en una madrugada les ordenó: «¡Pantalón dentro de la bota! ¡Casco de guerra! ¡Bala pasada! ¡A matar! La ley los ampara». Tras esta orden, mi padre, en tanto conscripto, subió al transporte público armado de un fusil, encargado de asegurar que la micro realizara su recorrido, sin interrupciones. Ante un evento impreciso, estaba autorizado para disparar a matar. Su pasada por el Regimiento Buin era parte de su historial de vida que recordaba continuamente y que nosotros, sus hijas/os, nieta/o y yernos, memorizamos de tanto escuchar, pero sin comprender. Una tarde de sábado de 2014 –año uno de este proyecto Fondecyt– comenzó a recordar, nuevamente, ese episodio y por primera vez pude instalar esa memoria en la historia del país. El relato de mi padre aludía a la facultad legal de las fuerzas armadas, en caso de decretarse Zona de Emergencia, de controlar parte del territorio del país, sacando contingente a las calles para «reimponer» un orden conmocionado. El establecimiento de Zonas de Emergencia fue autorizado por el Congreso Nacional en julio de 1942, siendo parte de los numerosos decretos-leyes y leyes que, a lo largo del siglo XX chileno, se dictaron para neutralizar lo que se considerara amenaza a la Seguridad Interior Del Estado1, es decir, todo aquello que pusiera en cuestión el orden existente, especialmente las ideologías y partidos con idearios anticapitalistas2.

      Como explicamos en un trabajo anterior3, esas normativas de seguridad interior del estado surgieron en el contexto del proceso de reforma estatal, tras la crisis del orden oligárquico, ocurrida al termino de la Primera Guerra Mundial, marcada por el desafío del movimiento obrero y las clases medias. Como es sabido, dicha crisis dio lugar a un período de reformas socio-laborales, pero también a golpes militares, dictaduras y redefinición del estado en materia de intervencionismo económico y social. Cuando se aborda dicho período se suele destacar su carácter reformista y el empujón democratizador que supuso. En el trabajo antes mencionado, sin embargo, relativizamos esa tesis, pues si la Constitución de 1925, que sintetizó el proceso de cambio, alcanzaba consenso entre los actores del momento y el conflicto fue institucionalizado4, resultan incomprensibles los sucesivos conatos de represión ocurridos en las décadas siguientes, entre los cuales podemos mencionar a modo de ilustración los más emblemáticos como la «masacre de la Plaza Bulnes» en 1946, el campamento de Pisagua en 1948 o los muertos en el mineral de El Salvador en 1966. Por ello, propusimos vincular la reforma socio-política y económica de los años veinte con la reformulación de los dispositivos represivos del estado.

      A nuestro entender, el período transcurrido entre 1918 y 1938 correspondió a un parteaguas, en el cual se discutió el proyecto país, programa en el cual no hubo consenso, sino profundas discrepancias. Aun cuando nadie dudaba de la necesidad de legislación social, nunca hubo acuerdo respecto de sus alcances y límites, pues la presión de los trabajadores y sus portavoces partidarios/políticos fueron definidos como subversión, impulsada por agitadores. Considerando que las leyes sociales y los derechos políticos suponían alterar la institucionalidad, la evaluación oligárquica –trasmutando en derecha– fue que la subversión se filtraba por esa institucionalidad, extremadamente garantista, «liberrísima», en su expresión, por lo que ella debía cercenar las libertades que la hacían posible: de opinión y de reunión, ampliamente utilizadas por el movimiento obrero. Por eso, la reforma socio-política estuvo vinculada a la discusión acerca del Estado de Derecho, no solo en temas de ampliación ciudadana, sino referida a los instrumentos coercitivos del estado que permitieran dominar el cambio. Nuestro planteamiento es que la transición entre un orden plenamente oligárquico y otro más plural implicó el paso entre la masacre como modo de resolución del conflicto y formas coercitivas estatales, que ampliaron sus capacidades de vigilancia y de información respecto de la población en general y también de represión física y legal contra los elementos más disruptivos, los «agitadores» y «subversivos». Ello supuso la organización y centralización de las funciones policiales y de inteligencia, y la sanción de normas que tipificaron como delitos garantías consagradas por la Constitución: los decretos-leyes y leyes de Seguridad Interior del Estado, como las Zonas de Emergencia, donde las libertades de opinión y de reunión, garantizadas por la Constitución, fueron puestas en tela de juicio y susceptibles de suspender. El período de supuesto restablecimiento democrático bajo el segundo gobierno de Arturo Alessandri Palma (1932-1938) estuvo plagado de detenciones de dirigentes de izquierda y sindicales, a quienes se aplicaba reiteradamente el DL 50, que suspendía los derechos civiles y políticos, y que definió como enemigos de la República a quienes propagaran doctrinas que tendieran, por medio de la violencia, a destruir el orden social, la organización política del estado o sus instituciones. En la práctica, su aplicación no requería de actos de violencia reales ni de propuestas en tal sentido. La militancia se volvió una experiencia empapada de coerción. El avance de la izquierda fue producto de su éxito electoral y su capacidad, a pesar de todo, de fortalecerse en las bases laborales y de unirse, a mediados de la década, en una alianza sindical y política que tenía como uno de sus núcleos más importantes el respeto a las garantías constitucionales, las libertades de opinión y de reunión y organización5.

      Quienes finalmente impusieron la reforma social –las fuerzas armadas, con Carlos Ibáñez del Campo a la cabeza– pensaban que ella neutralizaría la subversión, la que, además, estaría estrechamente vigilada por los organismos policiales. Pero, para quienes fueran resistentes a ambos tipos de disciplinamiento –los «irreformables», los agitadores, los cabecillas– estaba reservado algún tipo de represión física: la tortura, por parte de Investigaciones6, el confinamiento, la relegación o el exilio. Durante la dictadura ibañista, la isla Más Afuera, en el archipiélago de Juan Fernández, sirvió de lugar de confinamiento/reclusión de dirigentes comunistas y anarquistas, denominados «irreformables». Bajo Alessandri, la tónica fue la relegación7.

      Este libro analiza el período en el que, supuestamente, esa trayectoria autoritaria fue desviada hacia una ruta pluralista y respetuosa de la diferencia, cuando por primera vez en la historia del país una coalición no oligárquica de centro-izquierda logró ganar el Ejecutivo y reforzarlo con atribuciones en favor del mundo popular y del desarrollo industrial y urbano del país; cuando el mundo obrero logró representación política, sus líderes ocuparon posiciones en el aparato estatal e influyeron sobre la agenda política nacional8. Sin embargo, como es de público conocimiento, bajo esa misma coalición política se dictó una ley que renegó del pluralismo y excluyó a los comunistas del sistema político en consideración a sus ideas y sus vínculos internacionales –la denominada Ley de Defensa Permanente de la Democracia o Ley Maldita–, y creó un campo de prisioneros en el lejano puerto salitrero de Pisagua, donde miles de militantes suyos y de dirigentes sindicales fueron recluidos durante dos años, quedando bajo la autoridad militar, del Jefe de la Zona de Emergencia, y personal de Carabineros. Es decir, de algún modo, hubo una resurrección de la forma represiva empleada por la dictadura ibañista en la isla