3. Transformaciones de la pintura y transformaciones de la visión
Estamos hablando de imágenes como objetos sólidos e inalterables que se incorporan al discurso sin modificar su materialidad visual, a pesar de que, al interpretarlas, podemos encontrar otros significados y vislumbrar detalles que nos habían pasado por alto: detalles aislados o conexiones entre ellos. Ahora bien, las imágenes cada vez mantienen menos este hermetismo. Por medio de los encadenados, las superposiciones y, en algunos casos, el collage siempre han sido susceptibles de modificaciones estructurales, aunque no siempre se haya dado la debida importancia a esas transformaciones. Pero ahora, con la imagen digital, la posibilidad de modificar las imágenes a través de dispositivos similares a estos pero más potentes está a la orden del día y, por lo tanto, debe incorporarse a la hermenéutica visual. Los límites de la imagen se amplían así nuevamente, después de considerar el potencial del contexto y la intención en estas. Ahora se trata de observar que el montaje, la formación del discurso, ya no viene dado únicamente por la concatenación de bloques visuales (imágenes) o bloques estructurales (escenas, secuencias o segmentos de otros films), sino por la fusión de imágenes, por el proceso de mezcla de sus visualidades con el fin de proponer nuevos campos de visión donde convergen todo los elementos indicados para proceder a su reconfiguración y resignificación.
Quizá haya que recurrir a las transformaciones de la pintura para comprender el proceso que experimenta la imagen fotográfica en este contexto. La obra de Francis Bacon puede ser en este sentido paradigmática, puesto que en ella se muestra la posibilidad de una alternativa a la dicotomía entre figuración y abstracción en la que había desembocado la pintura, dicotomía que corresponde a la que existiría en el cine entre cine de ficción y cine experimental o de vanguardia: en el sentido de que uno sería realista y el otro no. Proponer que la alternativa es, en este contexto, el cine documental nos llevaría por un camino equivocado, ya que el cine documental corresponde a una destilación de la fotografía que, en sí misma, apareció como alternativa plenamente realista a la pintura en general e impulsó consecuentemente la aparición de lo abstracto en su ámbito. Por lo tanto, la línea que componen la fotografía y el documental es una novedad que configura un ámbito sin parangón estricto en la pintura, excepto por su proverbial realismo. De modo que, de la misma forma que, desde esta perspectiva, un tipo de pintura expresamente documental o incluso hiperrealista debería seguir siendo incluida en el capítulo de la figuración pictórica, el documental debe ser considerado, desde el punto de vista de la representación figurativa, como perteneciente al ámbito del cine realista en general, al que el cine de ficción pertenece por derecho propio. La pregunta de si existe una alternativa a la dicotomía entre el cine figurativo (de ficción o documental) y el cine abstracto (experimental o de vanguardia) sigue en pie, y la respuesta es afirmativa: la encontramos en el ámbito de las modificaciones de la imagen que impulsa la edición digital. Para comprender el alcance de tales transformaciones debemos regresar, como digo, a la pintura, esencialmente a la de Bacon, con el fin de aprovechar su fenomenología para comprender el alcance de la propiamente cinematográfica, que tiene su punto álgido en el ensayo.
Para Deleuze, siguiendo las declaraciones del propio Bacon, la pintura se ha movido siempre entre lo ilustrativo y lo narrativo: «la narración es el correlato de la ilustración. Entre dos figuras, para animar el conjunto ilustrado, siempre se desliza, o tiende a deslizarse, una historia».16 La cuestión es cómo superar esta dicotomía, es decir, lo figurativo, sin recurrir a lo abstracto, a la forma pura. La respuesta está en lo puramente figural, o sea en el aislamiento de la figura, en su extracción de las relaciones que lo llevarían a constituirse en narración figurativa. En este proceso de purificación que conduce a lo figural –sin necesidad de decantarse por las formas puras de lo abstracto, es decir, conservando el anclaje figurativo por lo que tiene de conexión con lo real pero impidiendo que caiga en lo simplemente ilustrativo y, por consiguiente, se deslice inmediatamente hacia lo narrativo–, la pintura está, en principio, más preparada que la imagen fotográfica para llevarlo a cabo, por lo que he dicho antes de que este tipo de imagen, a pesar de que el proceso de alteración de esta es tan antiguo como el mismo medio, tiende a considerarse como un bloque que aparece poseído de una integridad inexorable. Entendemos quizá que la imagen (el conglomerado de elementos que forman una determina unidad visual) puede ser modificada cuanto se quiera durante su proceso de confección (si bien, esto en el documental clásico sería inaceptable), pero que, una vez constituida como unidad, esta debe permanecer y permanece, cualquiera que sea el ámbito en el que se sitúe. Pero observemos lo que dice Deleuze acerca de una supuesta tabula rasa sobre la que actuaría el pintor: «la pintura moderna está invadida, asediada por las fotos y los clichés que se instalan ya en el lienzo antes incluso de que el pintor haya comenzado su trabajo. En efecto sería un gran error considerar que el pintor trabaja sobre una superficie blanca y virgen. La superficie está ya por entero investida virtualmente mediante toda clase de clichés con los que tendrá que romper».17 Hay aquí una cierta prevención hacia la fotografía entendida únicamente como portadora de clichés, lo cual puede ser cierto si tenemos en cuenta la incidencia de la imagen fotográfica (y, por tanto, cinematográfica y también televisiva) en la cultura visual contemporánea. El pintor se ve obligado a romper con esta herencia, se dice, pero no es esta una obligación que tenga, en igual medida, el documentalista y mucho menos el ensayista fílmico, por cuanto su misión no es elaborar una imagen distinta a la de un medio que se impone al suyo hasta el punto de que contamina su visión inicial, sino que la grandeza de su forma consiste en trabajar precisamente con estas visualidades dadas, incluso las más tópicas, con el fin de trascenderlas no hacia otro medio, sino hacia una más profunda significación de estas. De igual manera en que Bacon, por boca de Deleuze, no abjura en la misma medida de las posibles contaminaciones que la pintura clásica, o simplemente anterior a la suya, haya podido instaurar sobre la tela antes de que el pintor actúe en ella, por el simple motivo de que estas interferencias pictóricas, en pintura, no deben ser tanto anuladas como aprovechadas, también el cineasta documental, y en mayor medida el ensayista, debe auparse en las visualidades anteriores para confeccionar las suyas, esencialmente, unas visualidades que deben ser apoyo del discurso más que discurso simplemente estético. En la pintura, se trata de llegar al significado a través de lo estético, de lo figurativo o lo figural; en el cine de ensayo, por el contrario (dejemos ya de lado el documental), se llega a lo estético a través del significado, teniendo en cuenta, eso sí, que el significado del que se parte es eminentemente visual.
Se ha hablado mucho de la pérdida de pureza de la mirada –Wenders lo hace en Tokio-Ga (1985) añorando la mirada de Ozu y lo repite después, a través de un personaje ficticio, en «Lisbon Story» (1996)–, de la incapacidad contemporánea de crear imágenes no contaminadas por toda la basura visual que se forma continuamente a nuestro alrededor y que enturbia forzosamente nuestra mirada (en este fenómeno, Wenders incluye también la incapacidad de crear imágenes nuevas, es decir, imágenes que no estén ni siquiera contaminadas por la tradición visual). Parece esta una preocupación genuina y que, a primera vista, da la impresión de referirse a un verdadero problema. Pero cabe preguntarse si esta polución visual no estaba ya presente, aunque quizá en menor grado, durante el Barroco o en épocas posteriores. Octavio Paz, con relación a la arquitectura de los arcos conmemorativos, repletos de símbolos visuales, que diseñaba Sor Juana Inés de la Cruz, o Frances Yates al describir los festivales preparados por Iñigo Jones para las celebraciones isabelinas, nos describen un panorama de saturación y polución visual en principio no menos alarmante. La misma impresión podemos sacar de los grabados de Hogarth, que un siglo más tarde,