Esto debe hacernos pensar en la posibilidad de un proceso ensayístico concentrado en una sola imagen, un proceso que estaría desarrollado a través de la articulación de los elementos que componen esa imagen o en el desarrollo de las líneas y volúmenes que la forman, siempre que estos no estuvieran confabulados para componer una figura que los absorbiera en su realismo. Estaríamos hablando de una imagen-pensamiento que, según los casos, podrían convertirse en una verdadera imagen-ensayo.
En el concepto de «tipificación» de Eisenstein podemos encontrar un ejemplo de este tipo de procedimiento ensayístico concentrado en la elaboración de una imagen concreta. Cuando Sánchez-Biosca describe esta idea aplicada a un bosquejo del director soviético para la fase preparatoria de Alexander Nevski, se ve impelido a revelar un procedimiento de confección de la imagen que tiene una clara estructura ensayística. El propio Eisenstein la habría desplegando en el momento de confeccionar esa imagen, constituida en el eje de una red semántica:
… (en este caso la) «tipificación» consiste en el dibujo del cuerpo de un hombre, en realidad un héroe. Este cuerpo aparece simétrico o, mejor dicho, se halla concebido según una simetría invertida: la longitud de sus cuatro extremidades es idéntica, sin que sea posible distinguir entre brazos y piernas. Tal reversibilidad queda acentuada por la duplicación de la cabeza, que aparece también en posición invertida en la parte inferior del diseño. En cuanto al tronco, este queda sacrificado de manera grotesca siguiendo las líneas de fuerza de una cruz interior al mismo. Es difícil sustraerse a la idea de que las extremidades estiran el tronco hasta el punto de hacerlo desaparecer. Y si la palabra sacrificio viene a los labios no es por azar, pues esta idea está explícitamente designada por la cruz; una cruz que desgarra el cuerpo y que reproduce en abîme el aspa formada por las extremidades. Doble violencia, pues, ejercida sobre el cuerpo que recuerda los temibles suplicios medievales en que los brazos y piernas eran arrancados por cuatro caballos que tiraban simultáneamente en dirección a los cuatro puntos cardinales. Además, ¿cómo ignorar las huellas de clavos que exhiben las manos y los pies de la figura, asociándola a la crucifixión de Cristo?33
La imagen contiene todo esto y, por lo tanto, piensa en todo esto.
Se trata, por consiguiente, de una imagen que aglutina en sí misma, en sus características formales, una serie de conceptos: es una catalizadora de esos conceptos cuya confluencia determina las condiciones visuales de la figura, la cual se convierte, a su vez, en un dispositivo capaz de reproducir, si es convenientemente interrogado, el discurso inscrito en su composición formal. La descripción de Sánchez-Biosca nos revelan que estas imágenes de Eisenstein son la expresión perfecta de esa dialéctica entre experiencia estética y el pensamiento de la que estábamos hablando:
… la constelación de ideas de sacrificio, éxtasis y patetismo nos remonta por una doble vía a la emoción: vía aristotélica, por una parte, pues fue el Estagirita quien postuló en su Poética el patetismo como esencia de la tragedia conducente a provocar esa enigmática purificación de la pasiones que él denominó catarsis; vía religiosa, por otra, en cuanto el éxtasis entrañaría un desvarío de la conciencia que los místicos denominaron vía unitiva con la divinidad y que pone a prueba los límites del lenguaje y de la expresión al apuntar a la inefabilidad.34
La obra del director soviético sería en este sentido prototípica, como digo, de esta relación entre lo emocional y lo conceptual, por el hecho de que el propio director estaría inscrito en una situación psicosocial apropiada para detectar tal tipo de situaciones:
El itinerario de Eisenstein ilustra cuanto decimos, no tanto por evolución cuanto por simultaneidad y conflicto. Resulta fascinante que esa desgarrada expresión de lo heroico expuesta en clave religiosa conviva con una búsqueda obsesiva del concepto a través de la imagen, como si los conflictos entre la razón y la pasión se expresaran a cielo abierto en sus obras, aspirando el autor a sistematizar a cada instante un programa que inmediatamente se desmorona por el efecto de una fuerza incontrolable, más intensa todavía que la del programa teórico.35
Las imágenes ensayo surgirían del magma propiciado por determinada personalidad capaz de desarrollarse en territorios ambiguos y, por lo tanto, complejos. Montaigne habría sido una de estas personalidades en el siglo XVI, Eisenstein, otra, en la primera mitad del XX, y Godard, otra más, a finales de ese siglo, por citar solo las más prototípicas de estas identidades psicosociales. Picasso también podría entrar en esta nómina, como veremos luego.
Pero no todas las imágenes tendrían la misma capacidad de ser ensayos visuales, a pesar de que todas ellas son el resultado de una composición más o menos compleja y todas ellas pretenden expresar alguna idea. Porque la cuestión no se centra, como se habrá adivinado, en el ámbito de la significación de las imágenes, sino en el pensamiento que puede vehicularse a través de ellas, que es algo muy distinto. Todas las imágenes tienen, en cuanto a signos, un significado u otro y los humanos pensamos engarzando precisamente un significado, un concepto, con otro. En este sentido, podría parecer que sería posible establecer un proceso de pensamiento solo con colocar una imagen al lado de otra. Pero se trata de ver si podemos pensar no a través de la cadena de significados, sino mediante una cadena de significantes extraídos, aunque sea provisionalmente, del marco en el que los mantiene el significado, y ello sin pretensiones de imitar, de forma por otro lado imposible, la prototípica articulación lingüística.
Examinemos una imagen, estudiada también por Sánchez-Biosca, que podría parecer una imagen ensayo pero que no lo es, y veamos por qué no lo es. Se trata del primer plano del puño levantado de uno de los personajes de la película de Pudovkin La madre (1926), que aparece en un contexto espacial de gran realismo al que no puede pertenecer más que a través de un engarce simbólico. El puño, como dice, Sánchez-Biosca, «enfatiza la resistencia del personaje a responder (a un interrogatorio policial)».36 Pero creo que el crítico se equivoca cuando a continuación añade que se trata de un «signo extracinematográfico». Se manifiesta en este aserto una antigua prevención hacia el uso de ciertas figuras retóricas en las películas que ha llevado a incontables teóricos a una posición cada vez más indefendible. Eisenstein ha sido uno de los directores más perjudicados por esta incomprensión y sus metáforas visuales siempre han sido especialmente criticadas por su imposible ubicación en el espacio realista de la diegesis, como si la visualidad de la narración fílmica estuviera compelida por quien sabe qué ley no escrita a mantenerse en el terreno de lo empírico, renunciando así a la posibilidad de expresar ideas o conducir pensamientos a través de su aspecto visual, a menos que este se convierta en simple vehículo, transparente, de esos significados. La tan vilipendiada intromisión de un espacio metafórico en el seno del espacio realista del film que se produce en algunas de las películas de Eisenstein supone, sin embargo, la súbita apertura de un ámbito de reflexión en los mismos, la aparición de un pliegue en la capa empírica de la película que conecta directamente con el flujo de las ideas que lo acompañaba de manera invisible. En momentos como estos, lo invisible se hace visible y viceversa, de manera que la experiencia fílmica adquiere la condición de una epifanía que traslada al espectador al verdadero nivel en el que Eisenstein lo quería situar desde el principio, el nivel ideológico. Las ideas se hacen directamente