Empezamos a ser plenamente conscientes de que la realidad se degrada por momentos, de que es un valor claramente a la baja en el ámbito social, donde domina lo financiero como lenguaje de un entramado político-militar-empresarial que delimita los ejes de la nueva realidad virtual. No sucede así con el arte, que se hace, por contraste, cada vez más realista, si bien es un realismo que seguramente Debord no hubiera reconocido como tal. Hace años, cuando surgió en televisión el fenómeno sintomático de «Gran Hermano» podía parecer que habíamos tocado fondo en este proceso de desgate de lo real por un uso indebido de su vigor: haberle dado ese nombre a un programa de televisión ya indica hasta qué punto la desmemoria, el cinismo y también la incultura se mezclan en la sociedad contemporánea, aunque ahora, pasados los años, el fenómeno apenas si nos llama la atención. Pero faltaba quizá el efecto rebote que pondría las cosas en su sitio, y este se produjo tras el 11 de septiembre de 2001, cuando, en medio de un tormenta de mentiras generalizadas, aparecieron noticias en los periódicos sobre la intención del Pentágono de crear una agencia especializada en la difusión de noticias falsas, información que sorprendía no tanto por su contenido, como por el hecho de que ese organismo se decidiera a hacerlo público: el suceso se asemejaba a un argumento de Chesterton.
Han pasado ya bastantes años desde esa línea de demarcación que supuso el 11 de septiembre y de la pesadilla americana que se extendió sobre el mundo a través de la administración del presidente Bush. Pero esos años no han cambiado prácticamente nada, si acaso ha oscurecido unas prácticas que antes eran tan cristalinas que parecían ridículas. Ahí están los casos de Snowden, de Manning, de Assange para probar hasta qué punto la democracia se va apagando poco a poco por consunción del espíritu libre de los sujetos en el régimen suprarreal del capitalismo financiero provocador de lo que Bernard Stigler denomina miseria simbólica. Los gobernantes y las maneras parecen haber cambiado, pero lo cierto es que las transformaciones de entonces no tenían tanto que ver con los gobiernos, a pesar de que fuera un determinado gobierno neoconservador el que las impulsara, como con una tendencia de nuestra cultura que, lejos de interrumpirse con la presidencia de Obama, ha continuado modificando las formas de relacionarse con lo real, incidiendo especialmente en el hecho de que lo real se ha convertido en una moneda de cambio, en una mercancía. Como es lógico, esta cualidad objetual de la realidad lo transfigura todo. Modifica incluso a aquellos que se consideran rectores de las maniobras destinadas a gestionar los intercambios con lo real, quienes finalmente no pueden dejar de creer en la verdad de sus propias mentiras. En este momento resulta complicado aplicar a los conceptos de verdad y falsedad los mismos parámetros que antes del cambio. Se impone, por tanto, una reconsideración de la ética para regenerar sus funciones fundamentales y para impedir el intento de amoldarla a un paisaje que, siendo un simulacro, debería considerarse ontológicamente falso pero que es el único existente. La nueva situación demanda una visión crítica verdaderamente operativa en un estado de cosas que ha transfigurado la realidad.
Indica Zizek que la idea de que vivimos en un mundo postideológico puede interpretarse de dos maneras: como una liberación de la carga que suponían las grandes narrativas ideológicas, lo cual nos permitiría dedicarnos, por fin, a resolver pragmáticamente los problemas reales, o bien como la constatación de un cinismo contemporáneo, según el cual ya no es necesario enmascarar ideológicamente los sistemas de dominio que ahora pueden mostrarse, sin problemas, en su desnuda brutalidad.12 Me inclino a considerar que esta segunda opción es la efectiva, pero que ello no implica descartar la anterior. La primera opción, la que indica que ahora es posible dedicarse a lo que verdaderamente importa, supone la coartada ideológica de la segunda, la que es realmente operativa. La función ideológica no habría, pues, desaparecido sino que se habría transformado en un realismo pragmáticocínico. Así lo constata el mismo Zizek cuando afirma que «debajo de la engañosa franqueza del cinismo post-ideológico, se detectan los contornos del fetichismo».13 Este fetichismo es el fetichismo de lo real, de lo real convertido en mercancía.
Junto al problema de lo real se abre el profundo abismo del sujeto, un agujero negro que amenaza con tragarse toda la realidad. ¿Cómo vencer los temores del objetivismo ante esta amenaza, sin convertir la realidad en un desierto? La respuesta puede encontrarse quizá en la utilización de la forma ensayo como mediadora entre una voluntad de saber ciega y la pulsión subjetiva que resurge una y otra vez de las cenizas como el ave fénix. Pero no es una relación fácil cuando se plantea en el panorama de la compleja sociedad contemporánea.
Mientras el sujeto actual se diluye en el cuerpo, un cuerpo desorbitado por los deportes, por la cirugía estética y por un expansivo narcisismo, la actividad reflexiva se transforma en un acto potencial que puede ser a la vez de resistencia y de aceptación. La razón práctica, forjada tenazmente a lo largo de más de un siglo, ha desecado el magma del pensamiento tradicional pero a la vez ha producido un sedimento del que es posible hacer brotar una nueva forma de comprensión apoyada en la tecnología. A través de los dispositivos tecnológicos, la mente se aposenta de nuevo en el cuerpo pero para ir más allá del cuerpo: regresa del destierro para habitar un cuerpo que está superando ese narcisismo privativo de la expansión capitalista y se dispone a existir en el flujo de un pensar entendido como acción trascendental. Es quizá el gran legado que la modernidad deja a la posmodernidad.
Montaigne, en el siglo XVI, se refugiaba en su castillo para pensar a solas, para enfrascarse en sí mismo, voluntariamente alejado de la hostilidad social que lo había consumido hasta entonces. Pero no podía evitar que la novedad de su gesto y del pensamiento que la nueva situación destilaba tuviera sus raíces en ese paisaje social que estaba al mismo tiempo rechazando, precisamente ese paisaje adverso que provoca su extrañamiento. Sloterdijk explicita claramente el estado de la cuestión cuando dice que «para comprender mejor la dinámica de la Edad Moderna hay que aceptar la idea, poco confortable, de que “espíritu” y “acción” no pueden ser anotados en diferentes asientos contables».14 El film-ensayo es el subproducto, prescindible para el capitalismo desaforado, de esta contabilidad moderna. Un subproducto que ha sido incansablemente generado desde el siglo de Montaigne y que se ha ido plasmando en esos ejercicios liminares de escritura que son los diarios personales, los autorretratos, los ejercicios epistolares, los diarios íntimos, las autobiografías, los ensayos. Todo este submundo literario traza furtivamente el camino del sujeto moderno al margen del escenario de la gran literatura que, poco a poco, se va plegando más y más a la imagen cartesiana de la subjetividad, a la que por lo tanto acompaña hasta su gran bancarrota freudiana. Es en ese momento cuando el sujeto moderno pierde el sostén de su racionalidad y desaparece tragado por su propio subconsciente, el momento en que el sendero secretamente seguido se revela como la verdadera senda. El sujeto cartesiano era un señuelo para atrapar la subjetividad y aniquilarla con el fin de instaurar el imperio de un cuerpo decapitado: el éxito de las modernas técnicas de persuasión, inventadas por Edward Berneys, sobrino perverso de Freud instalado en Estados Unidos, no parecen indicar que el sujeto perezca pasto de lo irracional, sino todo lo contrario: cae abatido por su propia racionalidad conectada a la máquina capitalista. Lo sabían Artaud y Bataille. Y es una conclusión lógica si nos atenemos a la historia de la racionalidad que según Foucault nacía obliterando ontológicamente la locura de su seno: «Si el hombre puede siempre estar loco, el pensamiento, como ejercicio de la soberanía de un sujeto que se considera con el deber de percibir lo cierto, no puede ser insensato».15 Esta idea de que el pensamiento racional es necesariamente justo y verdadero oculta el hecho de que el tejido de este pensamiento está confeccionado «en parte igualmente grande aunque más secreta, por ese movimiento por el cual la sinrazón se ha internado en el mismo suelo, para allí desaparecer, sin duda, pero también para enraizarse».16 Las grandes instituciones carcelarias y de control que nacen en ese momento que estudia Foucault son la contrapartida arquitectónica de ese ocultamiento, la imagen de una locura racionalizada que en el siglo XX devendrá miseria moral,