Para empezar, no se debe asumir, como se hace a menudo (véanse por ejemplo, las columnas de Beachcomber,1 passim), que el novelista disfrute e incluso sea en cierto modo responsable de las críticas que reciben sus novelas. A nadie le gusta que le digan que ha escrito un relato de pasión palpitante que está llamado a perdurar tanto como perdure la lengua inglesa, aun cuando, ciertamente, sea una decepción que no se lo digan, ya que a todos los novelistas se les dice lo mismo, y verse privado de tales alabanzas posiblemente signifique que sus libros no se vendan nada bien. El reseñista que trabaja a destajo es de hecho una suerte de necesidad comercial, como lo es la cita incluida en la sobrecubierta del libro, de la cual termina por ser una mera prolongación. Pero ni siquiera el desdichado destajista de las reseñas ha de cargar con la culpa por las tonterías que escribe. En sus circunstancias particulares, es imposible que escriba ninguna otra cosa. Y es que aun cuando no mediara la cuestión del soborno, directo o indirecto, sería imposible que hubiera buena crítica de novelas, al menos mientras se dé por sentado que toda novela bien merece una reseña.
Un periódico recibe la consabida pila semanal de libros, de los que remite una docena a X, el reseñista a destajo, que tiene esposa e hijos y tiene que ganarse esa guinea, por no hablar de la media corona por volumen que conseguirá vendiendo a un librero de segunda mano sus ejemplares de cortesía. Hay dos razones por las cuales a X le resulta totalmente imposible decir la verdad acerca del libro que recibe. Para empezar, lo más probable es que once de cada doce libros no consigan prender en él ni la más mínima chispa de interés. No serán más que consabidamente malos, meramente neutros, inertes, sin demasiado sentido. Si no se le pagase por hacerlo, jamás leería ni un solo párrafo de esos libros, y prácticamente en todos los casos la única reseña verdadera y fiel a la realidad que podría escribir sería más bien ésta: “Este libro no me inspira pensamientos de ninguna clase”. ¿Le pagaría alguien por escribir una cosa así? Obviamente, no. De entrada, por lo tanto, X se encuentra en la falsa posición de tener que producir, digamos, trescientas palabras acerca de un libro que para él no ha significado nada. Por lo común, lo hace mediante un breve resumen de la trama (lo cual, a la sazón, ante el autor le delata: pone de manifiesto que no ha leído el libro) y unos cuantos halagos de cortesía, que a pesar de su empalago o exageración tienen el mismo valor que la sonrisa de una prostituta.
Pero hay un mal mucho peor que éste. De X se espera no sólo que diga de qué trata un libro, sino también que pronuncie su opinión y dictamine si es bueno o malo. Dado que X puede sostener una pluma con la mano, probablemente no es tonto, o no tanto como para imaginar que La ninfa constante2 sea la tragedia más sensacional que jamás se haya escrito. Muy probablemente, su novelista preferido, si es que las novelas le importan, sea Stendhal, o Dickens, o Jane Austen, o D. H. Lawrence, o Dostoievski, o, en cualquier caso, alguien inconmensurablemente mejor que cualquiera de los novelistas contemporáneos del montón. Tiene que empezar, de entrada, por rebajar de un modo abismal sus propios criterios. Como ya he señalado en otra parte, aplicar un criterio decente a las novelas ordinarias, del montón, es como ponerse a pesar una mosca en una báscula de muelles preparada para pesar elefantes. En semejante báscula, sencillamente no se registra el peso de las moscas; hay que empezar por construir otra báscula que sirva para poner de relieve que existen moscas grandes y moscas chicas. Y esto es aproximadamente lo que hace X. De nada sirve decir monótonamente, un libro tras otro, “este libro es una paparrucha”, porque, una vez más, nadie pagará nada por escribir una cosa así. X tiene que descubrir algo que no sea una paparrucha, y tiene que descubrirlo con una frecuencia relativamente alta, o arriesgarse al despido. Esto significa rebajar sus criterios a una profundidad a la que, digamos, El vuelo de un águila, de Ethel M. Dell, pase por ser un libro bastante bueno. Pero en una escala de valores en la que El vuelo de un águila pasa por ser un libro bastante bueno, La ninfa constante será un libro soberbio, y El propietario…3 ¿qué será? Un relato de pasión palpitante, una obra maestra sensacional, capaz de estremecer el alma misma del lector, una épica inolvidable, llamada a perdurar tanto como perdure la lengua inglesa, etcétera. (En cuanto a cualquier libro verdaderamente bueno, haría reventar el termómetro.) Tras comenzar por la suposición de que todas las novelas son buenas, el reseñista se ve impelido a seguir subiendo por una escalera de adjetivos a la que se le acaban pronto los peldaños. Y sic itur ad Gould.4 Se ve a un reseñista tras otro, todos por el mismo camino. En menos de dos años desde que empezó, con intenciones en cualquier caso moderadas, proclama entre histéricos chillidos que Crimson Night [Noche carmesí], de Barbara Bedworthy,5 es la obra maestra más sensacional, incisiva, conmovedora, inolvidable de cuantas han sido en la tierra terrenal, etc., etc., etc. No hay salida de semejante laberinto cuando uno ha cometido el pecado inicial de fingir que un libro malo es bueno. Pero tampoco es posible ganarse la vida reseñando novelas sin cometer ese pecado. Entretanto, cualquier lector inteligente se da la vuelta y se larga, asqueado, y despreciar las novelas pasa a ser una suerte de deber irrenunciable entre los entendidos. De ahí ese extraño hecho de que sea posible que una novela de verdadero mérito pase sin pena ni gloria, meramente porque se haya alabado en los mismos términos que cualquier paparrucha.
Son diversas las personas que han sugerido que sería mejor para todos si no se hicieran reseñas de novelas. De ninguna clase. Es posible, pero la sugerencia es inservible, puesto que eso es algo que no va a suceder. Ningún periódico que dependa en mayor o menor grado de los anuncios de los editores puede permitirse el lujo de prescindir de las reseñas, y aunque los editores más inteligentes probablemente se hayan percatado de que no estarían mucho peor si la redacción de textos promocionales para cubiertas y contracubiertas estuviera abolida por ley, no pueden ponerle fin por la misma razón por la que no es posible un desarme completo de las naciones: porque nadie quiere ser el primero en empezar tal proceso. Así pues, durante mucho tiempo seguirán haciéndose y publicándose textos promocionales y reseñas muy similares, y seguirán yendo a peor: el único remedio consiste en ingeniar algún modo de que no se les preste atención y no se les tenga el menor respeto. Pero esto sólo puede suceder si en alguna parte se hiciera una crítica decente de novelas que sirviera como punto de comparación para todas las reseñas de medio pelo. Dicho de otro modo, existe la necesidad de un periódico (uno solo sería suficiente para empezar) que se especialice en la crítica de novelas, pero que se niegue a publicar paparruchas de ninguna clase, es decir, un periódico en el que los críticos, o reseñistas, lo sean de verdad, en vez de ser meros muñecos de ventrílocuo que baten la mandíbula cuando el editor tira de los hilos correspondientes.
Se podría aducir que esos periódicos ya existen. Hay unas cuantas revistas cultas, por ejemplo, en las que la crítica de novelas, o lo que de ella se publique, es inteligente y no se pliega a sobornos. Así es, pero lo que cuenta es que las publicaciones de esa clase no se especializan en la crítica de novelas, y desde luego no intentan siquiera mantenerse al corriente de la actual producción de obras de ficción. Pertenecen al mundo de la alta cultura, el mundo en el que ya se da por sentado que las novelas, en cuanto tales, son despreciables. Pero la novela es una forma artística popular, y de nada sirve abordarla con los presupuestos del Criterion, o del Scrutiny, según los cuales la literatura es un juego de puro amiguismo y compadreo (con guante de terciopelo o con garras afiladas, según sea el caso) entre camarillas cultas diversas. El novelista es ante todo un narrador, y un hombre puede ser un muy buen narrador (véanse, por ejemplo, Trollope, Charles Reade, Somerset Maugham) sin ser estrictamente un “intelectual”. Se publican cada año cinco mil nuevas novelas, y Ralph Strauss6 nos implora que las leamos todas, o lo haría desde luego si tuviera que