Nada hay tan engañoso como esos escritores soi-disant fieles que sólo se dedican a decir a los cuatro vientos lo que han visto. Orwell ha sabido contarnos lo que está en todo momento por debajo de lo que cualquiera debería ver, la ley oculta que rige lo que está aconteciendo, aunque el cuerpo y el espíritu y la sociedad misma hagan todo lo posible para que no lo percibamos.
Miguel Martínez-Lage, septiembre de 2006
Recuerdos de un librero
Cuando trabajaba en una librería de lance –tan fácil de imaginar, cuando no trabaja uno en una de ellas, como una suerte de paraíso donde unos caballeros encantadores hojean eternamente volúmenes en folio encuadernados en piel–, lo que más me llamaba la atención era la escasez de clientes realmente librescos. La librería contaba con unos fondos de un interés excepcional, si bien dudo mucho que siquiera el diez por ciento de nuestros clientes supiera distinguir un buen libro de uno malo. Los esnobs aficionados a las primeras ediciones eran mucho más corrientes que los amantes de la literatura, aunque más corrientes aún eran los estudiantes de origen oriental que regateaban por libros de texto baratos de por sí, y algunas mujeres de mentalidad más bien difusa, que andaban en busca de un regalo de cumpleaños para sus sobrinos. Éstas eran, de largo, las más corrientes de todas.
Muchas de las personas que venían a vernos eran de esas que serían una molestia en cualquier parte, si bien gozan de una oportunidad especial para serlo en una librería. Por ejemplo, la anciana adorable que “busca un libro para un inválido” (petición de lo más corriente), y la otra anciana adorable que leyó un libro maravilloso en 1897 y se pregunta de repente si podrá uno localizarle un ejemplar. Por desgracia, eso sí, no recuerda ni el título, ni el nombre del autor, ni de qué trataba el libro, aunque sabe a ciencia cierta que llevaba una cubierta de color rojo. Al margen de estas dos, hay otros dos tipos muy conocidos de incordio que asedian toda librería de segunda mano. Una es la persona más bien decrépita, que huele a miga de pan revenida y que acude a diario, e incluso varias veces al día, y que trata de colocarle al librero ejemplares que no valen un comino. La otra es la persona que encarga enormes cantidades de libros que no tiene ni la más remota intención de pagar. En aquella librería no se vendía nada a crédito, aunque sí reservábamos libros, e incluso los encargábamos si era preciso, para personas que habían dicho que pasarían más adelante a recogerlos. Apenas la mitad de las personas que nos encargaban libros volvían alguna vez a la librería. Era algo que al principio me desconcertaba. ¿Por qué motivos lo hacían? Se presentaban allí y encargaban algún libro difícil de encontrar, caro; nos obligaban a prometer una y mil veces que se lo reservaríamos, y acto seguido se desvanecían para nunca más volver. Muchos de ellos, por descontado, eran paranoicos inconfundibles. Hablaban de un modo grandilocuente casi siempre sobre sí mismos, y contaban ingeniosas anécdotas para explicar cómo era posible que hubieran salido a la calle sin dinero en el bolsillo; estoy persuadido de que en muchos casos ellos mismos se creían a pie juntillas su versión. En una ciudad como Londres siempre hay abundantes lunáticos no del todo merecedores de que se les interne en un manicomio, que tienden a gravitar hacia las librerías, porque una librería es uno de los pocos lugares en los que se puede pasar un buen rato sin gastar un penique. Al final, uno termina por reconocer a estos individuos casi a primera vista. Y es que, a pesar de su grandilocuencia, tienen algo apolillado e insensato en su persona. Es muy frecuente que, cuando tratamos con un paranoico evidente, dejemos a un lado los libros que haya pedido y los coloquemos de nuevo en los anaqueles en el mismo instante en que se marcha. Ni uno solo de todos ellos, me di cuenta, intentó jamás llevarse libros sin pagarlos. Les bastaba con encargarlos; les daba, imagino, la ilusión de que estaban gastando dinero de verdad.
Al igual que casi todas las librerías de lance, nos dedicábamos a algunas actividades suplementarias. Por ejemplo, vendíamos máquinas de escribir de segunda mano, y también sellos, sellos usados, quiero decir. Los filatélicos son gente extraña, callada, como los peces; son de todas las edades, pero sólo de género masculino; las mujeres, a lo que se ve, no han logrado captar el peculiar encanto que tiene el engomar unos pedacitos de papel coloreado para pegarlos en un álbum. También vendíamos unos horóscopos a seis peniques compilados, por lo visto, por alguien que, al parecer, había predicho el terremoto de Japón. Venían en sobres sellados. Yo nunca abrí uno, pero los que los compraban a menudo volvían a la librería a decirnos qué “certeros” eran los horóscopos en cuestión. (A buen seguro, cualquier horóscopo parece “certero” si a uno le dice que es sumamente atractivo para el sexo opuesto, y si hace hincapié en que su peor defecto es la generosidad.) Hacíamos un buen negocio con los libros para niños, sobre todo “saldos”. Los libros modernos para niños son algo bastante horrible, en especial cuando uno los ve en masa. Yo personalmente preferiría dar a un niño un ejemplar de Petronio antes que Peter Pan, pero es que hasta el propio Barrie parece viril e íntegro comparado con alguno de sus imitadores posteriores. Por Navidad pasábamos diez días enfebrecidos, de lucha incesante con las tarjetas de felicitación y los calendarios, que son fatigosos de vender, aunque siempre salen a cuenta mientras dura la temporada. En aquel entonces, presenciar el cinismo brutal con que se explota el sentimiento cristiano me resultaba interesante. Los representantes de las imprentas que hacían tarjetas navideñas venían con sus catálogos nada menos que en junio. Hay una frase de sus facturas que se me ha quedado clavada en la memoria. Decía así: “Niño Jesús con conejitos, dos docenas”.
Ahora bien, nuestra principal actividad suplementaria era una biblioteca de préstamo, la habitual biblioteca de “dos peniques, sin depósito previo”, compuesta por quinientos, seiscientos volúmenes a lo sumo. ¡Cómo tenían que gustar aquellas bibliotecas a los ladrones de libros! Tomar prestado un libro en una librería por sólo dos peniques, quitarle la etiqueta y venderlo en otra por un chelín debe de ser el delito más fácil de cometer que existe. No obstante, los libreros por lo común descubren que sale a cuenta dejar que les roben un determinado número de libros (nosotros perdíamos una docena al mes) en vez de espantar a los clientes pidiéndoles una cantidad en depósito.
Nuestra librería se encontraba exactamente en la frontera entre Hampstead y Camden Town. La frecuentaba toda clase de personas, desde aristócratas hasta revisores de autobús. Es probable que los suscriptores de nuestra biblioteca fueran una significativa sección transversal del público lector londinense. Por eso mismo vale la pena reseñar que, de todos los autores de nuestra biblioteca, el más solicitado era ¿quién? ¿Priestley? ¿Hemingway? ¿Walpole? ¿Wodehouse? No: Ethel M. Dell, con Warwick Deeping de segundo y yo diría que Jeffrey Farnol en tercer lugar. Las novelas de Dell, es obvio decirlo, las leen solamente las mujeres, mujeres de toda edad y condición, y no sólo, como cabría suponer, las solteronas melancólicas y las gordas mujeres de los estanqueros. No es verdad que los hombres no lean novelas, pero sí es cierto que hay regiones enteras de la ficción que tienden a evitar. En términos generales, lo que cabría considerar la novela al uso –la novela corriente, la buena novela mala, una novela al estilo de Galsworthy, sólo que aguado, es decir, la norma de la novela inglesa– parece existir sólo para mujeres. Los hombres leen o bien esas novelas que a duras penas se pueden respetar o bien las novelas detectivescas. Pero su consumo de novelas detectivescas es asombroso. Que yo sepa, en un año, uno de nuestros suscriptores leía cuatro o cinco novelas detectivescas por semana además de otras que tomaba en préstamo de otra biblioteca. Lo que más me sorprendía es que nunca leía dos veces