Para Bert Klandermans (1997 y 2000) los costes percibidos son un importante motivo que modula y explica la ausencia/presencia de acción colectiva. Entiende este autor que estar motivado para intervenir en acciones colectivas está vinculado a la percepción de los costes y beneficios que ocasiona y/o reporta la participación y que se deben tener en cuenta tanto los costes personales (tiempo, dinero, problemas con las autoridades, económicos, etc.), como los costes «normativos», aquellos derivados de la presión ejercida por familiares, amigos y vecinos.
Por tanto, las formas que adoptan los conflictos responden a una multitud de condicionantes. Entre ellos, el escenario que el sistema político de cada momento impone. Seguimos a Tarrow (1997) y a Tilly (1986) cuando señalan que la acción colectiva se desarrolla a partir de las disponibilidades de participación que aporta el Estado. Es el poder y sus normas quienes definen qué es considerado conflicto en cada régimen y en cada momento. La manera en que las formas de protesta son perseguidas, sancionadas y reprimidas, en función de la coyuntura política, aporta un claro indicio del margen de tolerancia existente y de qué es considerado «desviado» e incluso «subversivo» por parte del Estado. La visión que este tiene de las diversas acciones y sus reacciones ante estas contribuyen a definir su significado, a falta de poder inferir las motivaciones de los que las protagonizan. El Estado ocupa así un papel central en el análisis de la conflictividad y la resistencia civil.
En el caso del Estado franquista, todo aquello que iba en detrimento de sus presupuestos era reprimido y conceptualizado como delito y muestra de un potencial antifranquismo. En la efectividad de sus medidas de represión descansa, en buena medida, la configuración de las formas de protesta social, ya que es su validez la que obstaculiza severamente unas formas, mientras que su ineficacia potencia otras.2
En la Galicia rural de los años cuarenta y cincuenta, como en el conjunto del país, la vida cotidiana se vio criminalizada, dado que su control, y en muchos sentidos su desarticulación, constituía un interés supremo para el régimen. La esfera de las relaciones acabó por estar sometida a un especial escrutinio y los desvíos cometidos con respecto a sus normativas eran vistos como muestra de hostilidad. El franquismo convirtió en un delito muchos comportamientos propios de la costumbre, con lo que consiguió reforzar los principios de jerarquía y subordinación social de los que hacía gala. Y para controlar los comportamientos de la población y criminalizar sus actos cotidianos se primó la presencia de lo que Ramón García Piñeiro denomina con acierto una «tupida red de uniformados» (García Piñeiro, 2002), compuesta por policías, falangistas, curas y militares.
El similar carácter represivo de los regímenes fascistas es, evidentemente, junto con la existencia de una legislación pareja en lo referido a las políticas que se han de implantar en el medio rural, uno de los motivos de la similitud de las formas de protesta en el mundo rural europeo en el periodo de vigencia de tales sistemas. Debe reconocerse que la diversidad y la naturaleza de las formas de conflictividad guardan una estrecha relación con las características del Estado en cuestión. Así, por ejemplo, el horizonte de las protestas en los países ocupados por los nazis dependió del nivel de imposición ideológica implantada sobre la población autóctona, que variaba de acuerdo con la visión que el ocupante tenía de la población en cuestión y de la libertad concedida para actuar.3 Y, al igual que en la era pos-Stalin en los países del este de Europa, el franquismo y sus fuerzas represoras tenían un efecto profiláctico tan importante como punitivo, es decir, existía una fuerza disuasoria general. El régimen se encargaba de hacer patente lo temible, que podía verse envuelto en «indeseables» actividades potencialmente conflictivas, aspecto que se debe tener presente a la hora de hacer consideraciones sobre las acciones de protesta existentes.4
Como hemos señalado, un fenómeno como la conflictividad rural está muy condicionado por la evolución del escenario histórico global, de forma que sus motivaciones, objetivos y estrategias varían, al tiempo que lo hacen estas condiciones generales. Pero, pese a la innovación de las fórmulas que se detectan en un proceso histórico, los modos en los que esta se manifiesta son deudores del acervo cultural de la población que los protagoniza y, por lo tanto, tienen mucho de estructural. En este sentido, entendemos que analizar la conflictividad desarrollada en el rural gallego en etapas anteriores al periodo franquista es un paso necesario para reflexionar sobre las líneas de continuidad y de ruptura que esta presenta en esa etapa concreta.
Las formas de protesta que adquieren los conflictos con la Administración franquista denotan una ruptura evidente con la etapa inmediatamente precedente (1900-1936), consecuencia de la destrucción de anteriores instrumentos de organización. Pero si por algo se caracterizan en su conjunto es por suponer una reactivación de las formas que históricamente habían definido la conflictividad campesina. Hablamos de reactivación y no de recuperación, ya que en ningún momento como durante la Segunda República, ni cuando existían otras opciones para canalizar la protesta, fueron abandonadas estas formas propias de las comunidades campesinas.5
No se trata, como hacían los líderes agraristas del primer tercio del siglo XX, de retrotraerse a la invocación de las revueltas irmandiñas del siglo XV para seguir las pautas definitorias de ese repertorio. El referente histórico se sitúa en el siglo XIX, más concretamente en la segunda mitad de la centuria, pues es en ese momento cuando la conflictividad rural empieza a hacer frente a la presencia de un Estado en constante consolidación y, por lo tanto, cada vez más presente y controlador de la vida cotidiana. En ese periodo se encuentra el germen de la actuación llevada a cabo durante la dictadura franquista, en tanto que el objeto de conflicto es un Estado que es sentido como opresor. Hasta el ochocientos la conflictividad se caracterizó por la abundancia de estrategias de bajo riesgo, a la manera de «resistencia cotidiana» scottiana –robos menores, boicots, falsa ignorancia, trabajo lento, pequeños incendios, etc.– (Scott, 1976 y 2003), con momentos puntuales en que se accionaron formas abiertas de protesta, como la presentación de pleitos o la realización de motines. Todos los episodios de conflictividad que tomaron la forma de acción colectiva estuvieron motivados por las injerencias de la nobleza y la Iglesia, interpretadas como agresión por las comunidades rurales. Los principales motivos de conflicto fueron las amenazas a la seguridad de la tenencia de tierra, las trabas al aprovechamiento de los montes, los derechos jurisdiccionales de los señores y las crecientes exigencias económicas de los diezmos y otros impuestos señoriales, como bien ha documentado Pegerto Saavedra (2003).
Anxo Fernández (2000), Carlos Velasco (19995) y otros autores se han encargado de demostrar con sus estudios empíricos la falsedad histórica de la imagen tópica de un campesinado gallego decimonónico carente de conciencia social y de recursos culturales para movilizarse contra las formas de dominación ejercidas por las élites y el Estado. Una imagen ficticia, construida a consecuencia del tremendo impacto de la crisis de 1853 –cólera, plagas, hambruna, etc.– y de la consiguiente sangría poblacional, que llevó a la emigración masiva hacia Latinoamérica.
Cuando en el siglo XIX los liberales asumieron el rol que tradicionalmente ostentaban nobles y eclesiásticos, las formas de conflictividad se dirigieron contra la legislación que aquellos trataban de imponer. Hasta la década de los cincuenta la debilidad mostrada por el régimen propició que los campesinos gallegos incrementaran su conflictividad, maximizando formas como el fraude fiscal, el impago de rentas y los amotinamientos contra los aparatos fiscales y judiciales de las élites tradicionales. Como señala Sidney Tarrow (1997), la percepción de debilidad o de vacío de poder hace vislumbrar en los colectivos sociales posibilidades de radicalizar sus acciones de presión y protesta. Buena