¡Tal era aquel corazón que se había creído con fuerzas para recorrer el mundo sin recibir más que impresiones de esas que nacen y mueren a impulsos de la voluntad…!
Su compañero, que le había observado hasta entonces con inteligente y escudriñadora mirada, le arrancó de su éxtasis.
—¿Qué os parece esto? —le dijo con un acento particular, que pasó desapercibido para Flavio.
—Enloquece —le respondió aquel, cediendo a la fuerza de sus impresiones.
En los labios del joven se dibujó una vaga sonrisa indefinible que tampoco vio Flavio.
—¡Oh!, sí —le contestó—; ya os lo había dicho; todo esto es encantador; es una de esas escenas que solo pueden contemplarse en nuestras deliciosas campiñas, porque no en todas partes se hallan robles tan corpulentos y frondosos, noches tan claras, mujeres tan hermosas, música y danzas tan enloquecedoras.
—Robles como estos —replicó Flavio—, mayores quizá, los hay en mi parque; lo que nunca he visto tan bello son esas criaturas —y señaló a las mujeres—, que parecen ángeles. ¿No creéis, como yo, que los ángeles no deben de ser más hermosos que ellas?
—¡Los ángeles…! —murmuró el joven con voz pausada—. Yo no voy tan lejos como vos, y es, sin duda —añadió con cierta galantería que tenía algo de irónica—, porque mi modo de sentir es menos delicado, menos sublime que el vuestro.
Flavio le miró de un modo particular, y respondió después, haciendo un gesto de indiferencia:
—¡Puede ser!
—Os lo digo —repuso el joven en el mismo tono galante, aunque más suave— porque me he figurado que debéis de ser hombre de sensaciones profundas. Vuestra espaciosa y alta frente, vuestro modo de mirar, audaz y tímido al mismo tiempo; todo vuestro aspecto, en fin, revela una extraña fuerza que os hace diferenciar de los tipos vulgares.
—¡También puede ser! —volvió a contestar Flavio, algo pensativo y siguiendo con sus miradas a las mujeres que pasaban ante él.
—Por lo demás, os pido perdón por haberme atrevido a hacer esta ligera disertación sobre algunas cualidades notables que he creído adivinar en vos. Soy algo fisonomista, y la inclinación me arrastra, aun contra mi voluntad.
—Podéis hablar lo que gustéis respecto a mis cualidades —dijo Flavio con ingenua indiferencia—. Estad seguro de que os escucharé como si os oyese hacer el retrato de un hombre a quien hubiese visto muy rara vez.
—¿Tan poco os conocéis? —preguntó el joven en tono de chanza.
—Caballero —repuso Flavio volviéndose hacia él—, me parece recordar haber leído que el conocerse uno a sí propio es empresa difícil…
—Lo será —dijo el joven, dibujándose en sus labios una risa burlona—. ¡Los libros dicen tantas cosas…! Mas yo, por mi parte, os aseguro que el día que me propusiera hacer una definición de mí mismo, sin mentir, no me ganaría a ello el sabio más grande del universo.
Flavio no oyó estas últimas palabras, absorto en contemplar lo que pasaba en torno suyo. El joven, notándolo, llamó de nuevo su atención.
—Amigo mío —le dijo—, tengo que retirarme, y no quiero hacerlo sin ofreceros antes mis respetos, pues lo conceptúo un deber, siendo como sois forastero; podéis, pues, contar con un amigo.
Flavio, dándole las gracias, le tendió la mano y se separaron; él, satisfecho de que le dejasen solo, y su nuevo amigo, contento de haber conocido a un hombre como Flavio.
— VIII —
Cuando Flavio quedó solo, las miradas que echó en torno suyo, llenas de vida y ardiente curiosidad, bastaron para mostrarle de lleno todo el encanto que encerraban aquellas fiestas nocturnas, en medio del campo, y cuya idea jamás, ni en sueños, se había presentado a su imaginación de poeta.
Observó la facilidad con que se mezclaban en aquella confusa Babel suspiros y sonrisas, palabras rápidas y significativas; cómo al sentir el roce ligero de los vestidos de aquellas mujeres, cuando en deliciosa confusión cruzaban con la volubilidad del pájaro las alamedas, llenas de animada multitud, se sentían gratos estremecimientos, que causaban vértigos y sensaciones que jamás, hasta entonces, había experimentado.
—¡Y yo que he permanecido tanto tiempo lejos de esta vida, lejos de esta animación embriagadora…! —murmuraba con una especie de fiero remordimiento—. ¡Ah! ¡Mi palacio, mi viejo palacio…; maldita tu soledad, que por tan largos años me privó de los goces que otros han obtenido a manos llenas!
Y se sentía celoso de todos aquellos hombres, que parecían tan familiarizados con aquellos placeres, en los cuales él no podía pensar sin sentir una emoción profunda.
Cuando los que pasaban a su lado fijaban indiferentes aquellas miradas frías y burlonas en él, creía que adivinaban su impaciencia y le decía: «Pobre ignorante, acércate con la timidez del niño a nuestras fiestas, y cuida de que tu pie trémulo y tu lengua balbuciente no se deslicen en medio de tantas sendas que desconoces».
Todos estos pensamientos, que pasaban por su imaginación con la velocidad de un relámpago, iban formando, sin embargo, en su corazón una tormenta amenazadora.
Violento e irascible por la naturaleza, no en vano había vivido Flavio, hasta los veinte años, apartado del mundo y en medio de la soledad, en la cual era su voluntad reina imperiosa a quien nadie podía detener en su vuelo.
Sentía, pues, agolparse a su frente, como las aguas de un torrente impetuoso, mil imágenes seductoras, y otros tantos rencores insensatos contra los hombres y contra los días serenos y apacibles de su pasada juventud. Se complacía, pues, en pensar que las cadenas que le habían ligado a aquellos días aborrecibles se hallaban ya rotas, y que, como el humo, se habían disipado ya tantos lazos de inútil sujeción con que pretendieran retenerle para siempre en el aislamiento más cruel.
Gozar en un solo día, en una sola hora, si fuese posible, todos los placeres que hasta entonces le fueron negados; he aquí el único pensamiento que le sonreía desde el fondo de su corazón, la idea que, apoderándose de su espíritu, se agitaba en torno suyo, desplegaba sus alas de fuego ante sus ojos y no le dejaban ver más que sus resplandores brillantes inflamados. A orillas del abismo, el menor empuje bastaría para hacerle rodar hasta su fondo invisible.
De nuevo, los sonidos de la música, llenando el bosque, se extendieron hasta las vecinas praderas, y la multitud, agitándose como un mar que se agolpa y que ruge, pareció responder al llamamiento de los armoniosos acordes. Todo fue confusión y algazara en aquellos momentos en que la alegría parecía ser la reina y señora de aquella multitud. Los grupos se dispersaban, las madres abandonaban con cierta satisfacción respetable el torneado brazo de sus hijas, y ellas, las hermosas, desaparecían bien presto a sus ojos, cuidadosos pero ya cansados, después de haber sujetado con coquetería la rosa medio desprendida del cabello y compuesto los graciosos pliegues de sus vestidos. Todos corrían, todos parecían ir en busca de un objeto que temiesen que les hubiera sido arrebatado ya. Tan solo Flavio, ajeno a lo que causaba tanta animación, tan loco júbilo, se dejaba arrastrar sin voluntad por aquellas oleadas, que, insensiblemente, le fueron conduciendo al lugar del baile.
Flavio no pudo resistir entonces cierto movimiento de disgusto que, como una nube ligera, se extendió por su pensamiento. Vio las pálidas y enfermizas figuras de las pobres niñas que cantaban un coro, y las robustas y un tanto groseras de los músicos, que, hinchando gravemente los carrillos, hacían resonar los heridos instrumentos. Hubiera, sin embargo, preferido que los instrumentos produjesen por sí solos los armoniosos sonidos y que las voces argentinas que tan honda impresión habían hecho en su espíritu saliesen de las gargantas de aquellas mujeres que, radiantes de hermosura y juventud, pasaban a su lado como enloquecedoras visiones, y le hablaban de otro mundo y de otros placeres para él desconocidos.
Volviose,