La escritura es una forma de posicionarse en el mundo, de oponerse a la alienación; es una forma de resistencia ante la sociedad y ante la desaparición. Hablar, escribir, obtener voz pública a través de la palabra escrita constituye un ejercicio de poder a cuyo margen la sociedad patriarcal ha mantenido a la mujer hasta tal punto que, como indica Mary Beard, «no es fácil encajar a las mujeres en una estructura que, de entrada, está codificada como masculina, por tanto, lo que hay que cambiar no es a la mujer, sino la estructura».3
Afirmaba la escritora, historiadora e intelectual, Iris M. Zavala, que «el enfoque de nuestra mirada le pregunta a un texto no solo qué significa, sino qué formas de vida proyecta, qué epistemologías o conocimientos construye, y cómo y cuándo y quién los proyecta o reproduce».4
Siguiendo a la poeta puertorriqueña, en esta obra he interpelado a la autora gallega sobre qué nos quiere contar con Flavio y, en mi opinión, lo que busca Rosalía de Castro es dejar patente su reflexión personal en torno a la falsedad que encierra el denominado amor romántico. Y lo hace utilizando el marco de una obra literaria que sigue los cánones de la tragedia clásica, en la que los sentimientos humanos más profundos —como la pasión, los celos, el rencor o el deseo de venganza— movilizan a sus personajes para, tras otorgarles un punto de giro dramático, hacerles aprender de lo vivido.
En Flavio, la enseñanza final es la muerte de cualquier atisbo de amor idealizado. El fin del amor romántico.
Josefa Molina
Flavio
— I —
La verdadera patria del hombre es el mundo entero.
Allí donde respire aire y libertad, allí donde pose con seguridad su planta, allí es el reino de un alma libre, allí su amada patria, el lugar bendecido, la tierra santa, que puede regar con el sudor de su frente.
¿Por qué detenerme un instante más?
Un mismo sol ¿no da vida y calor a todo el universo?
Adiós, pues, lugares a quien no amo.
Casa que me ha visto nacer.
Jardín en donde por primera vez aspiré el aroma de las flores.
Fuentes cristalinas, bosque umbroso, en donde gemía el viento en las tardes del invierno, prado sonriente bañado por el primer rayo del sol, ¡adiós!
Adiós, tranquilo hogar, techo amigo, sobre el cual han rodado tantos huracanes sin arrancar una sola hierba de esas que nacen solitarias y solitarias mueren, en las grietas que forman una y otra pizarra desunidas.
Yo me ahogo en las blancas paredes de tus habitaciones mudas y sin ruido.
Tu silencio y tu tranquilidad pesan sobre mi alma como la fría losa de un sepulcro.
Y es que no hay nada tan triste y melancólico como el silencio que se sucede al armonioso murmullo de voces queridas, que fueron a apagarse para siempre en los abismos de la eternidad; pues no existe nada más lúgubre que el eco que responde a nuestra voz, bajo las bóvedas desiertas, cuando pronunciamos un nombre querido, que ya está borrado del número de los vivos.
¡Un padre…!
¡Una madre…!
¡Desde el instante en que estas palabras dulcísimas no son ya más que un recuerdo, el espíritu se agita inquieto y temeroso, en los lugares en donde esas palabras han resonado un día, como un reclamo, al cual respondía otro dulce reclamo!
Al atravesar el oscuro salón en donde tantas veces la trémula voz de mis padres interrumpió el silencio en las noches tranquilas del estío, me parecía sentir aún el murmurar suave de sus labios y la tranquila respiración de su seno cariñoso.
Me estremecí.
Las campanas de la vieja capilla que tan tristemente habían doblado el día de sus funerales tocaban a la oración, produciendo ese sonido prolongado que semeja un ¡ay! lanzado al mundo de los vivos desde otro mundo desconocido. La luna brillaba en el cielo como un globo que arde encerrado en un fanal opaco, y los árboles del parque movían blandamente sus ramas a impulso de las ligeras brisas de la noche.
Algunas nubes pasaban de cuando en cuando, velando los rayos pálidos de la casta diosa y dibujando sobre la llanura sombras fantásticas y ligeras.
Nada tenía de lúgubre, en verdad, aquel hermoso cuadro, cuadro apacible que tantas veces había contemplado con la sonrisa de la inocencia en los labios y la alegría en el corazón.
Sin embargo, tan dulce tranquilidad me causaba entonces profunda tristeza, y me sentía conmovido como si presintiese una cercana tormenta.
Aquel estado de temor que se había apoderado de mi espíritu llegó a causarme una inquietud extraña y me arrodillé para alzar a Dios la oración de la tarde, la oración de las melancolías, esperando hallar en ella el reposo que necesitaba mi alma; mas en aquel instante mis oídos zumbaron, mi corazón dejó de latir y, flaqueando mis rodillas, caí sobre el pavimento.
La puerta del salón acababa de abrirse con violencia, impulsada por una fría ráfaga de viento, que pasó azotando mi rostro; las colgaduras, que pendían inmóviles de las altas ventanas, se agitaron; se ocultó la luna tras de una negra nube, y el salón quedó sumido en la más completa oscuridad, apoderándose de mí un temor invencible.
Entonces, el miedo y mi conciencia, sin duda, hicieron resonar en mi oído aquellas voces tan amadas que ya no podían hablarme sino desde el sepulcro y me pareció que lanzaban sobre el hijo que quería abandonar la que fue su morada terribles anatemas y predicciones que me llenaron de espanto.
Despavorido, reuní mis fuerzas y me puse en pie para huir. Las colgaduras se agitaron de nuevo, viniendo a herir mi rostro aquella ráfaga de aire glacial, que me hizo estremecer; el maderaje estalló dolorosamente, y con paso apresurado salí del salón para no volver nunca, resuelto a no escuchar jamás la voz de mis preocupaciones.
Mis padres han muerto, y las cenizas de los muertos no son más que tierra que vuelve a la tierra.
El mundo es mío.
Nada me liga ya a estos lugares sombríos, que han sido por espacio de veinte años la cárcel de mi libertad.
Desde hoy podré recorrer el mundo entero sin escuchar una voz que me detenga, y sin tener que volver los ojos llenos de lágrimas al lugar que dejo tras de mí.
Cenizas de mis padres…, adiós…
Yo os lloro, pero sonrío a la libertad, que me abraza y me saluda.
¡Yo la bendigo!
— II —
¡Ea, pues, postillón! ¡Agita el látigo!
Hieran los fogosos caballos con su duro casco la tierra humedecida por las primeras lluvias del otoño.
Sienta yo sobre mis mejillas el aire de otras montañas, en tanto las ruedas del carruaje se deslizan con sordo rumor por caminos desconocidos y errantes.
Vea yo nuevos campos, nuevas ciudades, que pueda dejar al otro día sin lanzar un solo suspiro, ni derramar una sola lágrima.
Que no pesen sobre mi corazón más que afecciones ligeras, de esas que nacen y mueren a impulsos de la voluntad.
Que las impresiones que reciba