El rechazo de Deltoro hacia los jesuitas es coincidente con el programa de reforma educativa institucionista y con la denuncia del elitismo social de la Compañía de Jesús, que cristalizó con A.M.D.G., la novela autobiográfica de Ramón Pérez de Ayala, publicada en 1910. No fue el único estudiante que guardó un recuerdo adverso. Ángel Gaos consideró su educación aberrante y Luis Galán criticó la marginación de los alumnos externos en la concesión de las distinciones escolares, la llamada Promulgación de Dignidades –uno de los motivos de la crítica de Rafael Alberti en el poema «Colegio (S.J.)», escrito en 1934–.3 «Yo si tengo algo de rebelde, que es mucho –afirma Deltoro–, se lo debo precisamente a mi estancia en los Jesuitas». Debió de estudiar entre 1916 y 1920, como Ernesto Alonso Ferrer, que llegaría a ser un reconocido otorrino, con quien mantuvo una larga amistad y de cuyo inicial entorno familiar ofrece un detallado relato. Entre sus compañeros estaban Ángel Gaos y José Carbajosa, que fueron, al igual que Deltoro, tempranos militantes del Partido comunista en Valencia. Fue expulsado por mala conducta al cuarto año.
«Y entonces en vez de llevarme al Instituto de Enseñanza oficial, me llevaron a los Escolapios, que eran más liberales. He de confesar –precisaba a Perujo– que los escolapios tenían una formación pedagógica muy superior a la de los jesuitas». Conservó siempre un agradecido recuerdo de sus profesores de dibujo, Constantino Castellote, y de literatura, el padre Vicente Ten, un hombre con formación musical y literaria que en ocasiones llevaba a algunos alumnos al teatro. Fue una revelación: «Fíjate lo que supone para un muchacho de catorce años ir al camerino de la Josefina Díaz y ver los entresijos del Teatro Eslava. Pues cambió por completo mi mentalidad». En 1924 obtuvo el grado de bachiller; en aquel año están fechadas unas caricaturas que revelan su destreza con el lápiz. Deltoro admite haber sido un estudiante desigual, salvo en las materias de arte, preceptiva literaria e historia de la literatura.
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Antonio Deltoro, Caricatura, 1924. Archivo Ana y Antonio Deltoro Martínez, México.
Tampoco fue un buen estudiante universitario. Por imposición familiar se matriculó en un curso preparatorio de ingreso en las licenciaturas de Ciencias o Medicina. Apenas estudió dos años y tras un enfrentamiento violento con los catedráticos Enrique Castell y Antonio Ipiens en un examen de química, se le abrió, al parecer, un expediente académico y abandonó los estudios médicos.4 Ese incidente, viva aún la expulsión del Colegio de San José, quebró la relación con su familia. «Esto sería largo de contar, algo de tipo barojiano o galdosiano. Primero mi estancia con mi familia, en Valencia, luego la ruptura con mi familia. Independizarme, ser el consabido habitante de las casas de huéspedes. Me llevaría horas contar sobre los tipos que conocí». Una observación cuyos pormenores, por desgracia, no interesaron a Perujo en su entrevista.
No fue un alumno aplicado salvo en las materias literarias, pero fue un atento y apasionado lector –en particular de literatura del Siglo de Oro– y, como todos, algo desordenado. «Todo aquel aluvión de cultura adquirida al modo corso, entrando a saco sin orden ni concierto en los libros que devoraba», afirmó Juanino Renau –también estudiante aquellos años– de sus erráticas lecturas.5 Algunas de ellas fueron las ediciones de la Revista de Occidente y los catálogos de Prometeo o de Sempere –muy completos en la Biblioteca Popular de Valencia, frecuentada por Deltoro–, los autores del hoy discutido marbete de la Generación del 98, en especial Valle-Inclán, Baroja y Unamuno, los ensayos de Ortega –«lo veíamos con cierto recelo, pero contribuyó mucho a mi formación»–, la literatura soviética –bien atendida en la Biblioteca de la FUE–, los libros de Cenit o la edición de El Capital preparada por Manuel Pedroso para la editorial Aguilar; «en fin, conocimientos dispersos que nos fueron formando», admitía. «Estudiante –malo– de leyes (de los que iban “a aprobar” a Murcia), de todas las personas que he conocido de cerca es la más y mejor versada en poesía y literatura españolas de cualquier tiempo y, sin duda alguna, la más culta de nuestra redacción», escribió Josep Renau a propósito de Deltoro y de Nueva Cultura.6
Arthur Schopenhauer: Fundamento de la moral, Valencia, Sempere, ca. 1912.
José Ortega y Gasset: La rebelión de las masas, Madrid, Revista de Occidente, 1930
Con la excepción del marqués de Lozoya y de José Deleito y Piñuela, a quienes elogiaba, el resto del profesorado de Letras era, a su juicio, «un almacén de cachivaches». Particular mordacidad muestra con Pedro María López Martínez, catedrático de Lógica entre 1895 y 1931, de quien recuerda una definición repetida en sus clases: «Lógica es aquella ciencia filosófica, derivada de la psicología, que estudia mediante la razón, apoyada en los datos que le suministra la inteligencia íntima, el conocer la inteligencia conociendo, y el orden que debe poner en su ejercicio para llegar como fin a la verdad y conquistar la ciencia». «Genial», concluye. La figura de López Martínez fue blanco de un buen número de comentarios satíricos de alumnos como Gil-Albert, Vicente Llorens y, sobre todo, José Gaos. Resulta, sin duda, un caso extremo de mediocridad rayana en lo extravagante, pero no debe tomarse como patrón de medida. En el claustro, formado por unos cuarenta y cinco catedráticos numerarios, había docentes valiosos como José Castán Tobeñas, Mariano Gómez, Francisco Beltrán Bigorra, Roberto Araujo, Juan Peset o Fernando Rodríguez-Fornos. Por lo demás, en aquellos años entre la Dictadura y la República llegaron jóvenes profesores, como los médicos José Puche y Luis Urtubey, el historiador del derecho José María Ots Capdequí, el físico Fernando Ramón o Dámaso Alonso, que en 1933 ocupó la cátedra de Lengua y Literatura española. Fue una etapa de grandes expectativas de reforma en la enseñanza superior, aunque los logros fueron discretos. En 1930 se formalizó en Valencia la Federación Universitaria Escolar (FUE), primer sindicato democrático de estudiantes –creado en Madrid en 1927– que tuvo gran protagonismo en los años de la República; se impulsó el campus universitario del Paseo de Valencia al Mar; se mejoró la dotación para laboratorios y bibliotecas y, tras el incendio que asoló parte de la universidad en mayo de 1932, se acometió con empeño la construcción de la Facultad de Ciencias, ahora ajustada al proyecto racionalista y moderno de Mariano Peset Aleixandre.7
A diferencia de Deltoro, Ana Martínez Iborra fue una aplicada estudiante de Filosofía y Letras. En el curso académico 1919-1920 había en España 345 universitarias; diez años más tarde el número se había multiplicado de manera sensible, elevándose a 1744.8 Acompañando ese crecimiento irrumpió la generación de Martínez Iborra. Fue una de las diecinueve matriculadas en Letras en el curso 1925-1926 y formó parte –como también su compañera Presentación Campos– de una generación de universitarias activas en la reforma pedagógica y en la defensa del ideario político y cultural republicano. Entre 1929 y 1931 cursó el doctorado en Madrid, unos estudios orientados hacia la historia de arte que compartió con Josefa Callao, José López-Rey y Carmen Caamaño, un entorno muy cercano a la FUE. A su regreso a Valencia