En cambio, el matemático Julio Rey Pastor y sus discípulos tuvieron menos problemas; hacía años que había emigrado a Argentina donde encontró mejores horizontes –aunque en 1952 Perón le quitó la cátedra–. Roberto Araujo García, catedrático de análisis matemático en Valencia, fue condenado a seis años de prisión, una vez cumplidos fue reintegrado –como en mi facultad, Adolfo Miaja de la Muela–. El físico Nicolás Cabrera Sánchez vino del exilio a la autónoma de Madrid…
Llegada la tardía transición, regresaron otros. El camino estaba por fin abierto, incluso se reconocieron derechos y pensiones. En el archivo del reino vi a numerosas personas de edad buscando papeles para sus solicitudes, antiguos funcionarios –los más sin duda exiliados del interior–. Algunos entraron en el congreso de la mano de los partidos políticos: los comunistas Dolores Ibárruri, Rafael Alberti, Manuel Azcárate, Santiago Carrillo; en el senado Wenceslao Roces y el socialista José Prat, la eurodiputada Ludivina García Arias… Tarradellas volvió al frente de la Generalitat provisional: «Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí!». El último presidente de la república José Maldonado fue a morir a Asturias –Manuel Vicent lo recordó en El País en abril del pasado año–; como Claudio Sánchez-Albornoz, también presidente del gobierno, a su Ávila natal. Jorge Semprún, español y francés –superviviente de Buchenwald– llegó a ministro, pero ésta es otra historia…
Por ley de vida apenas había cátedras que devolver. Max Aub en su viaje menciona a Francisco Ayala, que venía desde mucho antes; le van a reconocer la cátedra y se está comprando un piso en Madrid –en todo caso bordeaba la edad de jubilación–. En 1984 Ayala ingresó en la real academia española, fue premio Cervantes (1991) y recibió el Príncipe de Asturias (1998). En 2005 fue nombrado presidente del patronato de la biblioteca nacional… Nicolás Sánchez Albornoz –fugado de Cuelgamuros–, historiador y amigo, al que conozco hace muchos años, fue el primer director del instituto Cervantes en 1991. También desde Estados Unidos volvió ya jubilado, el historiador Vicente Llorens, investigador de la emigración liberal, donó su biblioteca y archivo a la Generalitat valenciana… Vino Elena Aub, su hija Teresa, la biblioteca y el archivo de Max, en la fundación de Segorbe, crucial para los estudiosos del exilio. Regresaría Manuel Tuñón de Lara, en Francia desde 1946: había pasado años en varios campos de concentración franquistas. Desde la universidad de Pau impulsó una historia más verídica, menos contaminada y nacionalcatólica. Fue catedrático en ésta y luego en el País vasco. Antes, no aceptó una invitación de catedrático extraordinario de la universidad de las Islas Baleares que le ofreció el claustro –nueve votos en contra, siete a favor y dos abstenciones. Más adelante, la universidad le nombró doctor honoris causa.
Los grandes médicos Severo Ochoa y Francisco Grande Covián eran emigrados científicos –ambos habían iniciado su carrera en el laboratorio de Negrín–. El régimen franquista intentó atraerlos, como años antes a Falla –deseaba su prestigio–. El premio Nobel partió pronto, Alemania, Inglaterra, Estados Unidos. Venía cada año; cuando recibió el premio, La codorniz mostró su alegría por su concesión a un señor que veraneaba en Luarca. Jubilado en 1975, regresa y dirige dos grupos de investigación de biología molecular en Madrid y en Nueva Jersey. Grande Covián permaneció en España, en el instituto de Jiménez Díaz, y alcanzó en 1950 la cátedra de fisiología de Zaragoza. Luego se fue a Estados Unidos, quería investigar. Volvió a su cátedra en 1979, fue emérito. También desde México Mercedes Maestre y Libertad Peña, a los médicos quizá les era más fácil…
Hubo homenajes y reconocimientos sin duda. Algunos honores para los más preclaros. Exposiciones y congresos sobre el exilio –en especial de socialistas y comunistas y cenetistas–. Recuerdo a Adolfo Sánchez Vázquez en el avión desde México para asistir a alguno. Cambios en los callejeros de ciudades y pueblos, que son propaganda para los partidos –por eso no las numeran–. Hubo un redoblado interés sobre la historia del exilio. Abundaron las publicaciones; se formaron grupos de historiadores: Aemic o Gexel, la Cátedra del exilio –El retorno (2013)–. La edición de libros volvió a España, suprimida la censura. Quizá no fue bastante, pero fue algo si comparamos con la ley de memoria histórica, los muertos en las cunetas o en fosas colectivas, en el valle de los caídos. Triste España…
Sánchez Vázquez en «Fin del exilio y exilio sin fin» resumió el momento: el dilema ya no es monarquía o república sino dictadura o democracia. El precio de la transición fue un pacto de amnesia sobre el pasado, impuesto por antiguos franquistas, al ganar las elecciones Adolfo Suárez. El exilio no tiene fin.
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Salvador Albiñana es un historiador cercano, hemos colaborado en varias ocasiones –además somos amigos–. Hace años leyó su tesis doctoral sobre La universidad de Valencia y la ilustración en el reinado de Carlos III, donde mostró su buen hacer y minuciosidad; en el segundo volumen, inédito, puntualizó las biografías académicas de los profesores… También ahora en estas páginas ha anotado hasta el último detalle las entrevistas de Antonio Deltoro, para ilustrar a fondo el complicado drama del exilio. Es además persona de buen gusto: en 1987 organizó una exposición en La Nave, cuando nos reunimos en el primer congreso de historia de las universidades hispánicas; años después la magna exposición del quinto centenario de la universidad, Cinc segles i un dia. Por las mismas fechas Letras del exilio. México 1930-1949, una muestra de la biblioteca del ateneo español, en colaboración con María Fernanda Mancebo y Francisco Caudet. Últimamente, Libros en el infierno. Biblioteca de la Universidad de Valencia, 1939; después, ¡Vámonos! Bernard Plossu en México, 1965-1966, 1970, 1974, 1981, con Juan García de Oteyza (2013) y La biblioteca errante. Juan Negrín y los libros (2015) en París y luego en Valencia, y tantas otras… Con este libro sin duda alguna confirma su cuidado y buen hacer.
MARIANO PESET
PRESENTACIÓN
Entre España y México
La memoria contiene detalles precisos, no el panorama completo; no resalta, si se quiere, todo el espectáculo. […] Más que nada, la memoria se parece a una biblioteca sin orden alfabético y sin obras completas de nadie.
Joseph Brodsky, Menos que uno, 1986.
«Añorantes de un país que no existía» –verso de un poema de Antonio Deltoro, dedicado a sus padres– traza un apunte biográfico de Ana Martínez Iborra (1908-2002) y de Antonio Deltoro Fabuel (1906-1987). Fueron dos universitarios valencianos, estudiantes de Derecho y Filosofía y Letras en el tránsito de la dictadura de Primo de Rivera a la República, que trenzaron sus vidas muy jóvenes, en torno a 1931. Miembros de la FUE, la Federación Universitaria Escolar, por un largo tiempo militaron en el Partido Comunista. Deltoro colaboró en la revista Nueva Cultura y en la Dirección General de Bellas Artes –llamado por su amigo Josep Renau– en los dos primeros años de la Guerra Civil. Profesores de enseñanza media de literatura y de geografía e historia, el exilio los llevó a Francia, a República Dominicana y, en 1941, a México. Allí fallecieron.1
La exhortación moral de Manuel Azaña en su discurso de Barcelona, en julio de 1938 –el último de la guerra y el último, también, de su vida–, no fue escuchada por los vencedores. No hubo paz, piedad ni perdón.2 La derrota de la República obligó a miles de españoles a cruzar la frontera francesa a comienzos de 1939. La mayoría regresó unos meses después, pero 150.000 personas emprendieron el camino del destierro, un camino que no todos los vencidos pudieron seguir. Confiados en que la derrota del Eje los llevaría de vuelta a España, fueron muchos los que creyeron que el exilio no iba a resultar demasiado prolongado, pero en torno a 1946 esa esperanza se