—¿Ah, no?
—Claro que no. Mis relatos son otra cosa. Cuando quedo contigo, hablamos de los dos.
—Vale, pues demuéstramelo.
—¿Y cómo quieres que te lo demuestre?
—Cuéntame ahora a mí.
—¿Qué?
Lola llena las copas y me desafía después de dar un trago a este vino que, tras superar el primer tercio de la botella, casi parece asumible.
—Que me cuentes a mí.
Si, como ella propone, esto fuera un juego literario, su relato empezaría en nuestro Erasmus en Roma y acabaría en David y en Marion, lo que supondría admitir que tengo poco que decir del intervalo que abarca desde su piso compartido hasta esta misma tarde. Ese paréntesis que comienza con el momento en que conoce a dos personas con quienes entabla una relación que no necesito que me explique porque resulta obvia cada vez que los veo a los tres juntos y que termina a la vez que apuramos la primera de las tres botellas de vino que caerán hoy. No estoy seguro de que la culpa de ese vacío narrativo sea mía, quizá sí podría llenar estas líneas hablando de Lola si ella me hubiera descrito un poco mejor a Marion, o a David, si me hubiera querido contar qué la sedujo de ella o qué la atrajo de él, en qué momento pensaron que podían compartir piso y vida con una armonía que yo sigo buscando y que, aunque me duela admitirlo, me obsesiona.
Adivino mi reflejo en el fondo de la copa y me pregunto si en mi expresión no hay un rastro de envidia. Un tímido gesto que no se atreve a manifestarse con la misma contundencia con que sí me hiere cuando Lola se excusa y me dice que no puede escaparse conmigo en uno de esos viajes que antes sí hacíamos, los que empezaron con ese Erasmus en Italia y se prolongaron mientras acabábamos una carrera que dejó de interesarnos en el mismo momento en que nos matriculamos en ella. Puedes venirte con nosotros, suele añadir, como si ser el número cuatro en un mundo de tres no resultara aún más humillante que invitarte —no creas que en esta digresión me he olvidado de ti— a mi cama.
—Llevaba yo razón…
Lola se ríe y rompe en pedazos la servilleta donde he improvisado unas líneas que debían de hablar de ella y que, me temo, solo he sido capaz de que hablen de ella conmigo.
Alza su mano para pedir la segunda botella y me detengo a mirarla con la atención que siento que no le he prestado desde que he asumido que su nueva realidad la aleja de la que habíamos construido los dos juntos. Repaso, como si no la conociera, sus ojos menudos y grises, su nariz recortada y su melena rubia siempre desordenada y en movimiento, agitándose con la misma libertad con que escoge la ropa con la que juega a disfrazarse en un cuerpo que aprendió a querer después de los años en que llegó a odiarlo. De eso tan solo sé lo justo, lo que quiso contarme en aquel apartamento en Roma del que lo único que recuerdo son las fiestas en las que se mezclaban bebidas e idiomas mientras, entre rayas y copas, yo me ejercitaba con hombres que nunca volvía a ver y de los que aprendía el tipo de amante en que quería llegar a convertirme. A lo mejor no me contó más porque no estaba escuchando, o porque ella misma tampoco sabía cómo hacerlo. Ahora no parece sensato preguntarle por todo aquello. No cuando la segunda botella nos permite alejarnos de los reproches de lo que no sabemos y reírnos de guiños y bromas que no por gastadas resultan menos eficaces.
Sus anécdotas en el laboratorio. Las mías en mi empresa. La reflexión social lo suficientemente burguesa como para ironizar sobre la precariedad de nuestros contratos sin que eso desemboque en acción necesaria alguna. Las alusiones a la serie que no debería perderme. El comentario sobre una exposición recién inaugurada de una pintora del exilio (Ruth no sé qué más). Y el diálogo avanza hacia la intrascendencia en la que sí nos reconocemos y donde puedo refugiarme en su manera de agitar la melena cada vez que está en desacuerdo conmigo al mismo tiempo que baja la voz cuando intenta convencerme para que esté de acuerdo con ella.
—Déjalo de una vez —me insiste. Y coloca su mano derecha firme sobre la mía, con ese tono solemne que le da a los consejos (pocos) que se atreve a ofrecerme. Como la tarde en la que decidimos que ese Erasmus era la ocasión que necesitábamos para alejarnos de una realidad que nos asfixiaba y abrazar otra en la que, si hubiéramos sido más hábiles —o más valientes—, deberíamos habernos instalado.
No recuerdo más momentos en que se haya mostrado tan taxativa. Salvo hoy. Quizá porque tu nombre, que jamás me deja pronunciar en voz alta, le resulta especialmente desagradable. O porque imagina qué límites estoy dispuesto a cruzar con tal de que tú también cruces ese umbral bajo el que, durante unos minutos, parece que buscases algo que necesitas. Algo que sí codicias y que, aunque quiero creer que tiene que ver con lo que yo puedo ofrecer, puede que solo nazca de lo que tú deseas dejar atrás.
—Si te conformases con lo que hay entre vosotros, no me preocuparía —admite a la vez que abrimos, ahora sí, la tercera y última botella de este vino que confirma su mediocridad a cada trago—. Pero no te conformas. Tú esperas, Teo. Esperas que esa intermitencia acabe provocando algo más. Y eso es jodido, porque no va a ocurrir. Y cuando no ocurra, voy a tener que esforzarme mucho para no soltarte un «te lo dije».
Como hoy prefiero mis mentiras a sus verdades (¿por qué tendrían que ser mejores las segundas?), le entrego otra servilleta y le pido que sea ella quien, ahora, me hable de cómo empezó todo con David y Marion. De quién conoció a quién. De en qué momento supieron que no era cuestión de decidir, sino de sumar. Pero Lola adivina mis trucos y, cansada de que utilice sus confidencias para evitar seguir desgranando las mías, dobla la servilleta, la deja en blanco sobre la mesa y me invita, a cambio, a pasarme un día a cenar en su piso.
—Si quieres que no hablemos de ese cabrón, no lo hacemos. Pero no me pidas que me explique a mí ni a mi relación para evitarlo, Teo. Bastantes veces me toca hacerlo ya en otros contextos…
No llego a defenderte porque eso supondría retomar la conversación y convertirte en objeto de un debate donde llevo todas las de perder. Puedo insistir en que no estoy seguro de si el problema, como asegura Lola, se resume en que tú eres un cabrón o, sencillamente, en que yo soy gilipollas, pero resulta tan difícil establecer algún criterio científico con el que medir ambas variables que prefiero no decantarme por ninguna y permitir que el resto de la botella y de la noche nos devuelvan a anécdotas que no necesitamos repetir y a esbozar planes que, seguramente, no haremos. O porque el dinero será insuficiente para ese viaje juntos que Lola y yo nos llevamos prometiendo desde que cambiamos la posibilidad de Roma por los contornos de esta eterna periferia o porque el tiempo será demasiado escaso como para compartirlo con quien ya no ocupa el mismo espacio que sí poseía entonces. Mencionar esto último resultaría mezquino, así que justificaremos todo lo que no hagamos con la precariedad en la que hemos aprendido a sostener el presente y que a veces, aunque me joda admitirlo, me resulta cómoda para explicarme por qué me cuesta tanto inventarme futuros.
Ya de regreso, en la misma cama que hemos deshecho hace unas horas y que no me he molestado en cambiar porque encuentro un placer minúsculo —y admitámoslo, ligeramente masoquista— en las arrugas y el olor que aún perviven en ella, sostengo el móvil y ensayo un mensaje largo que escribo y borro compulsivamente.
Podría dejar que fuera mi voz la que llegase a ti, pero confío en que la temeridad resultante de cualquier comunicación etílica quede amortiguada por el esfuerzo de teclear una selección de palabras entre las que se me escapan todas las que de verdad querría escribirte.
El resultado final es tan poco satisfactorio como el de la servilleta en la que improvisé un relato que, me prometo, sí que voy a escribir, aunque Lola esté convencida de que no sé mirar y no se dé cuenta de cómo me gusta la persona que hoy es y el mundo que, cuando toma la palabra, dibuja ante mí. Incluso cuando los contornos de esos espacios, en los que me ve con demasiada precisión, me duelen.
Borro el mensaje y juego con la idea de eliminar también tu número. De bloquearte. De darme de baja en la misma aplicación que he vuelto a descargar tantas veces como he suprimido de mi teléfono. Imagino la satisfacción de ser yo quien haya cerrado hoy la puerta por última vez.