No sé si me molesta más ese recurso a una síntesis gráfica que infantiliza cualquier tentativa de diálogo o la segunda llamada perdida de Iván, que al final opta por dejarme un audio de más de dos minutos en el que, tras una introducción que se finge diplomática, incluye el listado de libros que me he llevado por error porque, apostilla, está seguro de que no puedo ser tan mezquino como para habérselos robado.
Sonrío, esta vez sí, con cinismo, al comprobar que él también ha incorporado ese modo de confundir lo que se afirma con lo que se niega y me concentro en el posible café con Dani para que no me hieran el «mezquino» y el «robado» de su mensaje.
A su audio —que escucho a doble velocidad para distorsionar su voz tanto como hemos llegado a distorsionar nuestra relación— suma una captura del cuaderno donde ha anotado, uno por uno, los títulos ausentes, con esa cargante perfección suya que lo lleva a incluir también autoría, editorial y hasta lugar y año de publicación. «No urge», termina diciendo, «pero no me gustaría que te olvidases».
¿De los libros? ¿De él? ¿De —si es que lo fuimos— nosotros?
Desconcertado ante su calculada ambigüedad, respondo con un escueto «esta semana te los devuelvo» antes de darle la vuelta al móvil, dispuesto a no permitir que nadie —ni Iván con sus exigencias, ni Dani con sus interjecciones— interrumpa el recuerdo en el que he decidido instalarme.
Cierro los ojos y me dejo llevar mientras busco de nuevo mi sitio en ese sofá junto a un compañero de clase en quien la erección es cada vez más evidente. Noto un temblor que creía lejano y que tal vez tiene que ver con el acné inoportuno, con el cuerpo desgarbado que, use la sudadera que use, me devuelven todos los espejos, con el esfuerzo público por ser sin que se note cómo soy de verdad. Y mi mano, que ahora está en mí, se posa con decisión sobre su cintura, desanudando la lazada que sobresale del elástico de su pantalón y buscando el modo de convencerlo de que no me detenga justo cuando estoy a punto de bajar hasta él y probar su miembro endurecido con mi boca aún pringosa de las palomitas y la Coca-Cola. Es necesario hacerlo bien, a pesar de los nervios y de la inexperiencia, para que no me aparte con la fuerza de la que dan cuenta sus triunfos deportivos y en la que somos evidentemente desiguales. La misma fuerza con que espero que sea él después quien desabroche mis vaqueros y agarre el sexo que ahora, por culpa de ese sofá y de ese VHS, está a punto de desbordarse.
Intento convencerme de que, si no hubiese sido por su interjección y su emoticono, mañana acudiría, pero hasta a mí me resulta ridículo escudarme en una excusa que apenas enmascara los verdaderos motivos por los que no quiero compartir pasado ni café con él. Quizá sea culpa de Iván, de ese «mezquino» que ha usado en su mensaje, o de esos libros que me he traído conmigo porque, tras haberlos recorrido a su lado, hoy se hallan en la frontera de lo que, como nuestro fracaso y nuestra memoria, nos pertenece a los dos por igual.
«Mejor no rebobinar, ¿no te parece?».
No estoy seguro de si Dani habrá entendido todo lo que pretendía decirle, porque ni él vuelve a responder ni yo encuentro valor para preguntar. Sin embargo, quiero creer que lo que me atraía de aquel chico era algo más que un físico que siempre lo hizo parecer un par de años mayor que el resto. Algo que, aunque entonces no supiera expresarlo, tenía que ver con esa forma de hablar a pesar del hermetismo que, después de él, he buscado en todos los hombres con quienes he seguido inventando y ampliando nuevos códigos a lo largo de mi vida.
Espero el tiempo necesario frente al teléfono antes de cerciorarme de que el silencio es, en ambos, su única respuesta.
El mensaje en visto de Iván, que me hace sentir culpable por razones que exceden su torpe excusa bibliográfica y a quien le aseguro, por segunda vez, que le haré llegar los libros robados —acotación intencionada— lo antes posible.
Y el mensaje sin contestar de Dani, que me otorga así el don de seguir rebobinando nuestra escena tantas veces como lo necesite. Un recurso que ahora que tengo que comenzar a ser de nuevo —¿la adolescencia no era eso?— puede que me sirva de amuleto en medio de una vida adulta que ha resultado estar más llena de prosa y de cajas que de giros argumentales satisfactorios.
Le agradezco, mientras despliego el futón que de momento será mi dormitorio, que no me haya preguntado por qué no le he pedido desvelar las imágenes bajo su candado. Por qué no me sentaré mañana a tomar ese café. Y por qué no dejaré que quienes somos hoy hagan algo que envilezca lo que hicieron, aunque no creyésemos que lo estuvieran haciendo, quienes fuimos entonces.
Bastante derrota he traído conmigo en estas cajas como para robarme también las únicas victorias que, gracias a que no sucedieron, nadie podrá arrebatarme jamás.
El juego
regresar
1. intr. Volver al lugar que se abandonó.
Fui la primera en irme y he sido la última en regresar. Ni siquiera me habría molestado en hacerlo si mi hermano no hubiera mencionado las primeras ediciones que, según él, aún seguían apiladas en su estudio, en la misma vitrina cerrada bajo llave en la que habían permanecido siempre.
—Tú verás si las quieres, Alba.
—¿Para qué?
—No sé. Para venderlas. Algunas puede que sean valiosas.
—Lo dudo mucho… Siempre fue bueno dándole importancia a lo que no la tenía.
—De todas formas, deberías echarles un vistazo. Por si acaso.
—¿Y lo demás?
—Lo demás no vale nada. Ya he hablado con una empresa para que se lo lleven todo. Cuanto antes podamos vender, mejor. Y esa casa, tal y como está, llena de trastos y con una reforma pendiente, no la quiere nadie.
Nada más bajar del taxi que me ha traído de vuelta hasta aquí, compruebo que el deterioro al que aludía Lucas es evidente. Los muros revelan la desidia que ha habitado este lugar en las últimas décadas y, tras esforzarme por comparar su estado actual con el que presentaba hace veinte años, me pregunto cómo es posible que no guarde memoria de cómo era esta casa el día en que me marché. No sé si la cal dejaba apreciar las mismas grietas que hoy tan solo cubre una vegetación descuidada y anárquica que invade la fachada con la misma contumacia con que las miradas ajenas recorren mi cuerpo.
Finjo no percatarme del susurro coral que, tras las ventanas próximas, despierta mi presencia en el pueblo y busco nerviosa la llave que me ha prestado Lucas y con la que sustituyo la que abandoné aquella madrugada en la mesa del despacho, justo frente a los libros que hoy me traen de nuevo al único lugar donde no tiene sentido regresar.
Por suerte, la llave gira rápido y logro entrar antes de que una voz que me resulta lejanamente familiar me detenga. Soy consciente de que mi decisión de no darme la vuelta será comentada por el mismo murmullo que confía en que alguien dé el paso de acercarse hasta mí en busca del testimonio con que completar nuestra historia, pero la única ventaja de haberme escapado como una fugitiva es que hoy ni siquiera siento que sea yo quien de verdad está aquí, así que puedo comportarme como la extranjera en que me he convertido y que no debe más explicaciones que las que ella misma quiera exigirse.
Tienes dieciocho años, muchas dudas y un billete arrugado de autobús en el bolsillo.
Has imaginado tantas veces este momento que ahora solo echas en falta el arrojo con el que habías esperado vivirlo, la seguridad con que aprovechabas el silencio de la noche para dejar atrás el suelo que quema bajo tus pies y que hoy, sin embargo, te detiene, alertándote de la distancia entre el plan concebido y el viaje real, el tramo que