Preferiría poder elegir cualquier otro mito. Alguno que no tuviera que ver con esos castigos eternos que definen con exactitud nuestra existencia. Cualquier referente que me alejara de la sed de Tántalo o del cansancio de Sísifo y me acercase a ese otro lugar que, gracias a Lola, sé que también existe. Ese Parnaso que, de momento, se halla a salvo de Dite y donde tres personas son capaces de acompañarse y desearse sin que los dioses se atrevan a castigar la soberbia con que los desafían desde su libertad. Quizá porque basta mirarlos de cerca, en cualquiera de las fotos que Lola sube a sus redes, para adivinar en su comunión una belleza intimidante y única, una verdad que ninguno de los tres necesita justificar y que, mientras me pregunto si debo o no borrar tu número, me gustaría encontrar alguna vez.
Si esta fuera una de esas servilletas de bar en las que, en esta etapa de bloqueo perpetuo y de noes continuos, improviso relatos que nunca se publicarán, inventaría un final en el que llegaría un aviso. Mi pantalla parpadearía con una señal que llevaría tu firma y ante la que podría optar por acceder o por contenerme.
El desenlace sería rotundo, preciso. Con esa exactitud de las historias que fingen hablar de la vida pero que, en sus últimas líneas, se traicionan al ofrecer un cierre poético y que, por eso mismo, rara vez resulta verosímil. No sería, en ese caso, un relato realista, sino vengativo. Un cuento redentor donde me regalaría la posibilidad de superarte, o de olvidarte, o —por qué no— hasta de humillarte y que hablaría del deseo y de la dignidad, del vacío y del orgullo, de las expectativas y del conformismo.
Pero si hiciera algo así, estaría olvidando el temblor que me invade cuando me abro paso a través de ti. La respiración agitada de los dos cada vez que esta cama se convierte en nuestro espacio. Los labios que recorren gozosos el cuerpo del contrario, recreándose en la perfección del tuyo o en el modo en que juega a esconder sus complejos el mío. Y eso, por mucho que Lola intente salvarme de mí mismo, no tiene que ver con dignidades ni con usurpaciones, sino tan solo con la voluntad de considerar esos minutos en que tus piernas se enlazan con las mías como el único tiempo posible. Este ahora que, mientras le doy la vuelta al móvil donde temo —a la vez que deseo— volver a encontrarte, es todo lo que tengo.
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