Desconozco demasiado de ella como para saber si este vídeo, que yo sí guardaré, le ofrecerá alguna clase de consuelo. A mí, al menos, me asegura que he encontrado la manera simbólica de escribir un final. Las llamas devorando las páginas. Sus libros, como su cuerpo, reducidos a cenizas. Y puede que revisar estas imágenes me ayude a creerme que ha terminado. Que ya no tengo que volver a ese momento en que me pregunto si yo pude adivinar. Si yo pude saber. Si yo fui cómplice.
Ese instante en el que aún hoy me sigo desvelando a medianoche e Irene, preocupada, me insiste en que era imposible que con nueve años pudiese hacer o entender mucho más. Ese momento con el que no dejo de luchar para que la niña que me vigila al otro lado del espejo me perdone por no haber sabido tenderle la mano. Para que Sandra se vuelva a mirarme, con su pantalón corto y su camiseta de tirantes, mientras subraya sintagmas en nuestro jardín. Para que todas las mujeres que fui y pude ser mientras estuve encerrada en esta casa admitan y acojan a la mujer que hoy soy. La que permite que su hermano, al que no sabe cuándo volverá a ver, le dé un abrazo. La que esta noche no será capaz de dormir y, para no enfrentarse a su antiguo cuarto, se dejará caer en este mismo sofá. La que no despega sus ojos de las llamas con que pretendía poner fin al juego que aún atormenta su presente y que mañana, cuando vea a Irene, se abrazará a ella y le pedirá que le diga a la niña del jersey negro que no fue culpa suya. Que era imposible saber que los libros que se ocultaban tras esa vitrina no valían absolutamente nada.
Las leyes de Tántalo
codiciar
1. tr. Desear con ansia.
La vergüenza llega en el momento en que, sin mirarme, te pones en pie y empiezas a vestirte.
Intento disimular mi incomodidad mientras te observo de espaldas y comparo la silueta trabajada de tu cuerpo con las formas imprecisas del mío. Permanezco tumbado, convencido de que la horizontalidad favorece la indiferencia que finjo ante la que será una despedida tan breve como las anteriores. Buscando alguna excusa —un mensaje que no necesito enviar, un cigarrillo que no me apetece fumarme— para completar con acciones minúsculas el tiempo que tardas en localizar tu ropa en el suelo de la habitación.
La última vez. Esta es la última vez.
Me lo repito mientras oigo la puerta cerrarse, tus pasos bajando las escaleras, el silencio de un móvil donde solo te encuentro cuando a mí me pueden las ganas y a ti, la inmediatez. O la rabia.
Hoy he estado a punto de preguntártelo, justo antes de que entraras con esa actitud displicente con la que ni siquiera te molestas en ganarte una atención que sabes que ya tienes. Me habría gustado saber si vienes porque este piso y su ocupante te resultamos prácticos o si la temporalización errática que te trae hasta aquí tiene que ver con circunstancias que ignoro y que para ti, más que alicientes, son atenuantes. Excusas con las que te perdonas por acceder a la humillación de este hombre de físico mediocre y actitud complaciente que, tras cada uno de vuestros polvos, se ha mostrado dispuesto a sumar otro más.
Eso explicaría que todo sucediera siempre con la misma rudeza. Sin margen para nada que no sea la violencia con que nos empujamos a través del pasillo, como si estuviéramos a punto de comenzar una pelea que sé que voy a perder y en la que eres tú quien, agarrándome con una fuerza que tiene más de inmovilización que de abrazo, marca el ritmo de cada uno de sus asaltos.
La primera vez pensé que te habías equivocado, que no había quedado claro quién podía hacer el qué después del abrupto intercambio de requisitos con que decidimos las coordenadas del cómo y del dónde, pero enseguida entendí que esa violencia era tu manera de atribuirte también la ejecución aunque fuera yo quien, obligado por tus brazos e incapaz de oponer resistencia, acabara penetrándote con la misma urgencia que se repetiría en las siguientes ocasiones. Todas y cada una de las veces en que el deseo ha resultado ser más perseverante que mi dignidad.
La última vez, me insisto.
Y aún en la cama, encogido en esa pequeñez en que me desdibujo cada vez que tú sales de ella, me culpo de una debilidad que conozco demasiado bien como para pretender vencerla.
No tiene sentido empeñarse en dejar de ser quien sé que soy, cuando una de las pocas certezas con que cuento es la de una vulnerabilidad que, en mi pantalla, se fractura en tantos pedazos como para hacer imposible una reconstrucción en la que quepa algo parecido al orgullo. Para qué aspirar a contenerme cuando, después de recorrer los perfiles entre los que no tengo nada que ofrecer, sé que un mensaje tuyo despertará de nuevo mis ganas y, peor aún, la fantasía estúpida en la que hablamos y hasta empezamos a conocernos después de follar. Hasta ahora, ninguna de nuestras conversaciones ha dado para semejante prodigio, así que me conformo con los escasos datos con que hemos ido completando el cuestionario previo y en el que tengo más información acerca de tus rutinas y tus horarios de entrenamiento que sobre lo que de verdad me gustaría saber.
Sé que vives en las afueras.
Sé que te obsesiona tu cuerpo.
Sé que estás en una relación de varios años.
Sé que a él no se lo cuentas y que, si quiero que esto siga repitiéndose, tampoco yo debo contarlo.
Y sé que te gusta girarme y manipularme hasta que nuestras bocas quedan a altura del sexo que buscamos voraces y en el que nos permitimos un tiempo que no nos concederemos al terminar.
—Deberías mandarlo a la mierda de una vez.
Lola pierde la paciencia conmigo cada vez que le hablo de ti. Es más, para ella ni siquiera tienes nombre. No soporta que te mencione, ni cuando le explico que hemos quedado de nuevo ni cuando me quejo de que no muestres ningún interés por volver a verme.
—No lo entiendo, Teo, en serio.
—Ya —me rindo en vez de defenderme—, yo tampoco.
—Pues pon más de tu parte. Además, ¿qué tiene de malo estar solo?
Me encojo de hombros, porque el verdadero problema no es estar solo, sino la autoestima herida por no saber si alguna vez voy a estar con alguien. Los cristales en que me observo lejos del canon que me permitiría avanzar hasta la siguiente plataforma en el laberinto de aplicaciones donde soy, en el mejor de los casos, invisible.
—Ese tío te está usando.
—Y yo a él.
—Bueno, eso es lo que tú te dices.
—Eso es lo que hacemos, Lola. Usarnos. Yo también saco algo.
—Cuando él decide que puedes tenerlo.
—Pero al menos lo tengo.
—Qué triste, ¿no?
—Cuando lo tengo debajo de mí te aseguro que no lo es.
Iba a ser más directo, pero he logrado frenarme antes de acabar con la paciencia de Lola y obligarla a que se levante y me deje con esta botella de vino que acabamos de empezar y que, como se ajusta a la cantidad estricta de euros que hoy podemos permitirnos, sabe tan áspero como nuestra conversación.
—Monólogo —me corrige ella cuando trato de pedirle que cambiemos de tema—. Hablar contigo es como figurar en uno de tus relatos —estoy a punto de interrumpirla para confesarle que sigo sin encontrar editor para