3. El anuncio de Jesús: la fraternidad está cerca
Es destacable que Jesús no aplique a Dios, que «reina con su poder», el título de «rey». Tampoco le adora como «rey del universo». Le nombra y le invoca con el término Abbá (Padre) como expresión de su profundo sentimiento de relación filial con Dios y como fuente de la autoridad con la que proclamaba la inminencia escatológica del Reino.
Como correlato de la paternidad de Dios parece razonable el recurso a la categoría de «fraternidad» para hablar del efecto principal de la inminente venida poderosa de su reinado, aunque sea poco riguroso afirmar que Jesús declarara sin más que la totalidad de los seres humanos fueran hijos de Dios. El anuncio de la venida del reino del Padre evoca la irrupción del novum de fraternidad en un futuro próximo. De modo inminente se producirá una inversión del orden social (últimos que serán primeros, humildes que van a ser exaltados, y despreciados que han sido invitados a la mesa del Padre) sin que eso signifique un mero «dar la vuelta a la tortilla»: ya no habrá más últimos, ni marginados, ni despreciados, porque todos vivirán hermanados como corresponde a su condición de hijos del Dios del Reino.
La unidad de origen biológico (Heb 17,26) no garantiza la fraternidad. Es insuficiente porque es cerrada y excluyente. Los hermanos siempre pelean: Caín y Abel, Isaac e Ismael, Esaú y Jacob, José y sus hermanos... También las hermanas, como Raquel y Lía, pelean. Tampoco la fraternidad fundamentada en la fe de Abrahán (Gn 12,3) fue realidad 19. El (supuesto) progreso de la historia humana no da por sí mismo para una «fraternidad» como la que anuncia Jesús. La utopía inmanente de la fraternidad, si es que avanzamos hacia ella, siempre se escribirá con letras minúsculas, pues nunca podrá alcanzar a los «abeles» de esta historia cainita. Solo el Dios que viene trae consigo un reino de Fraternidad (con mayúscula). Solamente Dios es capaz de acoger a las víctimas de la «muerte del matar» –y, en ellas, a las de la «muerte del morir»–, darles de nuevo una vida nueva e incorporarlas a su fratría. Esta es la razón por la que prefiero el término novum al de «utopía» –que siempre es una posibilidad de la historia, a pesar de su improbabilidad– a la hora de hablar de la llegada del Reino, a pesar de la extrañeza que puede producir su uso a los lectores de estas páginas 20.
Jesús anuncia e inaugura prácticamente una nueva situación de posibilidades divinas de realización de la condición humana, que alcanza a los muertos: ser hijos de Dios y vivir como hermanos, desplegando históricamente esa inaudita filiación. Este es el horizonte de plenitud humana del Evangelio que el Galileo ofrece a todos los seres humanos, y de manera preferente a aquellos que son víctimas de la injusticia en una realidad social asimétrica (cf. Lc 4,16-21). La propuesta de Jesús responde a la nostalgia de absoluto o al deseo de infinito que alberga el corazón de todo hombre o mujer, pero transformándolos. Su propuesta anuncia e inaugura prácticamente un orden social nuevo (el necesario y posible cambio de las estructuras cainitas por fraternizadoras) y hombres y mujeres nuevos, excéntricos y misericordiosos (la necesaria y posible conversión de los corazones de piedra en corazones de carne).
El anuncio de Jesús se dirige primeramente a los hombres y mujeres que pertenecen a Israel. Pero potencialmente también evoca el futuro fraterno en la tierra, imposibilitado por el poder del pecado desde los orígenes de la historia humana. Encontramos la referencia de esta evocación en el Primer Testamento. Tras el relato de la creación (cf. Gn 1-2), los capítulos siguientes (3-11) dan cuenta del fracaso del proyecto de Dios en la creación de los seres humanos. Con el pecado, obra de la libertad humana –Adán y Caín–, irrumpen en el mundo el sufrimiento y la muerte, que se propagan de manera imparable. La tierra estaba tan corrompida y tan llena de violencia que Dios se indignó en su corazón y se arrepintió de haber creado al hombre (cf. Gn 6,5-11). El diluvio para acabar con todo viviente, la elección de Noé –«el varón más justo y cabal de su tiempo»– y de su familia para establecer una nueva alianza de Dios con él que hiciera posible el orden nuevo del mundo y la repoblación de la tierra (cf. Gn 6, 13-10,32), dan paso al episodio de la torre de Babel: allí se produce la confusión del lenguaje, que impide definitivamente que los seres humanos se entiendan entre sí, a pesar de su origen común (cf. Gn 11).
En el contexto de la necesidad de «volver a empezar» aparece en el Génesis el ciclo de Abrahán. Yahvé promete a Abrahán ser un pueblo grande y poderoso y la bendición por él de los pueblos todos de la tierra (cf. Gn 18,18). Con la elección de Israel, Dios no busca un pueblo para sí que le sirva. Ese no es su interés. Dios quiere llegar ser el gran Padre de toda la familia humana. Busca un pueblo que contribuya, con una práctica ejemplar de la justicia y el derecho (cf. Gn 18,19), al logro de la bendición divina para todos los pueblos en forma de fraternidad en la tierra. Además, esa colaboración humana le permitirá alcanzar aquello que el pecado de Adán le negó. Yahvé desea que su paternidad sea fruto no solo de su voluntad, sino también de la libertad humana, que crea las condiciones para la fraternidad en la tierra. Yahvé no desea seres humanos que sean sus hijos forzosamente, sino libremente, desplegando su condición divina filial en la tarea y la realización fraterna de su condición humana. Solamente de este modo quiere Dios llegar a ser Padre.
Desde esta perspectiva, con el anuncio de la venida inminente del Reino, Jesús proclama el cumplimiento próximo de la promesa de fraternidad universal que Dios, en Abrahán, hizo a todos los seres humanos.
a) Jesús convierte en presente el futuro de la fraternidad anunciada
Para sorpresa de quienes le escuchan, Jesús también proclama que la venida de la fraternidad del reino de Dios no se producirá aparatosamente, sino que ya está presente entre ellos (cf. Lc 17,20-21; 10,23b-24). El futuro escatológico inminente del Reino ya estaba configurando el presente de la historia. No hay que esperar más tiempo, ya ahora los discípulos pueden dirigirse a Dios como a su Padre y rogarle por la venida de su reino fraterno; ya ahora pueden ofrecer el perdón fraterno a quienes tienen deudas contraídas con ellos; ya ahora comparten mesa con Jesús como símbolo y promesa de participación en el banquete final del reino de la fraternidad; ya ahora pueden tratarse entre sí como hermanos; ya ahora, paradójicamente, los pobres, los afligidos y los que tienen hambre son dichosos, porque reciben de Jesús la firme promesa de que la venida inminente del reino de Dios cambiará por completo su suerte al incorporarlos de pleno derecho a la familia humana.
La relación entre venida inminente y presencia actual del Reino en la predicación de Jesús resulta paradójica. El debate entre los expertos sobre esta contradicción está lejos de cerrarse. Los teólogos hemos tratado de resolverla recurriendo a la fórmula «ya sí / todavía no». Pero hay que decir que Jesús jamás utilizó semejante expresión para explicar la relación entre el futuro y el presente del Reino. Me inclino a pensar como J. P. Meier 21: Jesús eligió la expresión «reino de Dios» para hablar de ese futuro; pero aquel judío marginal no solo habló, sino que también hizo realidad lo hablado y presente el futuro anunciado.
Con palabras eficientes y obras poderosas, Jesús va haciendo presente el novum de la fraternidad en favor de la vida de los afligidos. Así convierte en realidad buena lo inédito viable de la buena noticia de la fraternidad.
b) Palabras eficientes que cambian la realidad...
Por una parte,
las palabras de Jesús proclaman que el poder de Dios es saludable para lo humano de las gentes a las que van dirigidas, y emplazan a la conversión (cf. Mt 4,17). Sus parábolas desvelan que ese poder actúa ocultamente como fermento salvífico en y de la historia (cf. Mt 13,33), a pesar de la levadura de los fariseos (cf. Mt 16,6), en contra de la fuerza diabólica de lo inhumano (cf. Mt 13,24-30.36-43), y aunque los hombres no tengan conciencia de ello (cf. Mc 4,26-29). Sus polémicas ponen de manifiesto su íntimo convencimiento de que en las ideas sobre la Ley de Dios no se ventilan exclusivamente opiniones teológicas, sino el