Esta misma lógica también impide la erradicación de la pobreza:
La misma lógica que dificulta tomar decisiones drásticas para invertir la tendencia al calentamiento global es la que no permite cumplir con el objetivo de erradicar la pobreza. Necesitamos una reacción global más responsable, que implica encarar al mismo tiempo la reducción de la contaminación y el desarrollo de los países y regiones pobres. El siglo XXI, mientras mantiene un sistema de gobernanza propio de épocas pasadas, es escenario de un debilitamiento de poder de los Estados nacionales, sobre todo porque la dimensión económico-financiera, de características transnacionales, tiende a predominar sobre la política (LS 175) 46.
Si había alguna duda sobre esta subordinación de la política a la economía, la crisis económica de 2008, que todavía padecemos, la ha dejado meridianamente clara:
La salvación de los bancos a toda costa, haciendo pagar el precio a la población, sin la firme decisión de revisar y reformar el entero sistema, reafirma un dominio absoluto de las finanzas que no tiene futuro y que solo podrá generar nuevas crisis después de una larga, costosa y aparente curación. La crisis financiera de 2007-2008 era la ocasión para el desarrollo de una nueva economía más atenta a los principios éticos y para una nueva regulación de la actividad financiera especulativa y de la riqueza ficticia. Pero no hubo una reacción que llevara a repensar los criterios obsoletos que siguen rigiendo el mundo. La producción no es siempre racional, y suele estar atada a variables económicas que fijan a los productos un valor que no coincide con su valor real. Eso lleva muchas veces a una sobreproducción de algunas mercancías, con un impacto ambiental innecesario, que al mismo tiempo perjudica a muchas economías regionales. La burbuja financiera también suele ser una burbuja productiva. En definitiva, lo que no se afronta con energía es el problema de la economía real, la que hace posible que se diversifique y mejore la producción, que las empresas funcionen adecuadamente, que las pequeñas y medianas empresas se desarrollen y creen empleo (LS 196).
Esta situación no es inevitable. El tránsito hacia una «democracia de alta intensidad» sería posible con la existencia de un Gobierno mundial que embridara la economía global:
En este contexto se vuelve indispensable la maduración de instituciones internacionales más fuertes y eficazmente organizadas, con autoridades designadas equitativamente por acuerdo entre los Gobiernos nacionales, y dotadas de poder para sancionar. Como afirmaba Benedicto XVI en la línea ya desarrollada por la doctrina social de la Iglesia, «para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimentaria y la paz, para garantizar la salvaguarda del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera autoridad política mundial (LS 175).
Y con este fin habrán de tomarse medidas que pasan por la relativización del «propietarismo» y la aplicación de una hipoteca social a la propiedad privada; la fiscalidad progresiva, el federalismo global, el derecho universal a la educación, etc. 47
Cualquier anuncio o promesa de igualdad y fraternidad para el futuro que no quiera ser un brindis al sol parece que tendría que postular también la democracia económica 48. Pero ¿quién le pondrá el cascabel de la democracia al gato de la economía, ahora que «lo sabemos todo, pero no podemos nada» (Marina Garcés)?
g) Abducidos por la cultura del «primero yo»
A pesar del fantasma del populismo que recorre Europa y Estados Unidos 49, seguramente la mayoría de los ciudadanos de los países ricos suscribiría la declaración utópica del primer artículo de los derechos humanos. Sin embargo, si les preguntamos por las posibilidades de su cumplimiento, la inmensa mayoría contestará –verbal o silentemente, frunciendo el ceño– que le parece una quimera imposible. ¡Cómo no!, sería estupendo que los seres humanos nos comportáramos fraternalmente unos con otros. Pero tendría que ser a coste cero. No estamos dispuestos a pagar el alto precio que supondría ponernos en camino de cumplir con el deber –racional y moral, no lo olvidemos– de comportarnos fraternalmente unos con otros en este mundo fratricida.
La cultura del «primero yo» nos ha abducido 50. Se ha apoderado de nuestro deseo y de su ambigua infinitud (con sus posibilidades divinas o diabólicas). El resultado final es un deseo de bien personal –J. A. Marina lo ha calificado de hedónico–, que orienta y gobierna nuestras búsquedas y prácticas, centrándonos en la satisfacción autista y reduplicativamente egocéntrica del propio yo 51. Todo lo demás y todos los demás resultan periféricos e irrelevantes. Vueltos sobre nuestro propio ombligo, que hemos convertido en el centro del cosmos, acabamos padeciendo el «autismo» del libertino, que le impide olvidarse de sí y reconocer la presencia de otros (Simone de Beauvoir).
Podría continuar mi reflexión refiriéndome al «fetichismo del yo» o a la idolatría de «la constelación de Narciso», como hace J. García Roca. Pero prefiero acudir, como otras veces, al término «nosismo» para tipificar el código moral de la ciudadanía satisfecha. El neologismo se lo debemos a Primo Levi. Con él se refiere al código moral de supervivencia que él mismo puso en práctica en Auschwitz. Su norma fundamental ordenaba ocuparse de uno mismo antes que de nadie. Nada expresa con tanta franqueza esta regla que las palabras de una médica superviviente: «Mi norma es que, en primer lugar, en segundo y en tercero, estoy yo. Y luego nadie más. Luego otra vez yo; y luego todos los demás». El «nosismo» así narrado se asemeja mucho al código moral que, de manera tan desenvuelta como magnífica, practicamos los ciudadanos satisfechos de las democracias de baja intensidad.
Solamente hay dos diferencias que degradan más aún el «nosismo» que nosotros practicamos. Por una parte, nuestro comportamiento no está movilizado por el instinto de conservación, sino por un deseo sin fondo de acumulación y dominio. Por otra, nos creemos inocentes y no somos responsables de la barbarie. A los supervivientes del campo, el código del «nosismo» no les impidió ver el mal del dolor que les circundaba y se extendía a su alrededor en todas direcciones y hasta el horizonte. Y experimentaron el remordimiento, la vergüenza y el dolor por culpas que otros, y no ellos, habían cometido. Sintieron que cuanto había sucedido en su presencia y en ellos mismos era irrevocable. No podría ser lavado jamás. Lo que habían visto había demostrado que el género humano, es decir, ellos, los prisioneros, eran potencialmente capaces de causar una mole infinita de dolor 52. Sin embargo, en nuestro caso, nos «es suficiente con no mirar, no escuchar y no hacer nada» para buscar perpetuar nuestros privilegios de ciudadanos ricos y legitimar las desigualdades de nuestro mundo. En una palabra, para no asumir «la responsabilidad de tener ojos cuando otros los han perdido» 53. Nuestro «autismo» voluntario o ensimismamiento nos hace padecer una formidable ceguera narcisista que nos impide ver la descomunal producción de «seres humanos sobrantes», contemplarnos a nosotros mismos como «caínes» de nuestros hermanos y caer en la cuenta de que la muerte que hoy no aceptamos «no es la de nuestra condición mortal, sino la de nuestra vocación asesina. Es el crimen. Es el asesinato» 54. En una palabra: no somos capaces de ver nuestra propia barbarie (F. Fernández Buey).
Este código moral es el nutriente de la globalización de la indiferencia 55 que nos contamina:
Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura