b) La opción por los pobres
Si la realización de la Iglesia como fraternidad ha sido siempre necesaria y la primera de las urgencias eclesiales, aunque no haya sido su primera preocupación, hoy su perentoriedad es aún mayor. A ello contribuyen no solamente las voces interiores que exigen la depuración de toda discriminación y exclusión internas, sino muy especialmente ese clamor exterior de las víctimas inocentes de la lógica fratricida de nuestro mundo, que le recuerda justamente aquello que menos debería estar dispuesta a olvidar: la vida de los hermanos más pequeños del Señor (Mt 25,40). Más aún, la herida fraterna de nuestro mundo resulta una contundente impugnación dirigida a la propia fe de la Iglesia. La situación inhumana de los pobres en el mundo apunta crítica y directamente a la credibilidad de su convicción mesiánica («en este mundo hay salvación para los pobres»: Lc 4,16-21) hasta amenazarla con su pérdida. La ausencia en la mesa eucarística de los hermanos más pequeños del Señor (Mt 25,40) pone en solfa la configuración jesuánica, crística (LG 8) y mesiánica (LG 9) de la Iglesia.
Las venas abiertas del mundo demandan propuestas practicables de fraternidad que las suturen y pongan fin a esa hemorragia incontenible de vidas humanas que esta humanidad sufre y que ningún discurso es capaz de detener. La fraternidad entre los seres humanos y los pueblos que habitan la tierra es un referente imprescindible de cualquier ética de la resistencia que quiera enfrentarse a esa «leucemia» del individualismo posesivo y mercantilista que tanto debilita la calidad del flujo sanguíneo de la libertad y de la igualdad en la comunidad internacional. Estas demandas señalan una doble dirección a la andadura de la Iglesia: la de una creciente fraternidad interna y la de una intempestiva solidaridad fraternizadora con los desahuciados de la mesa del mundo 62.
Esta doble cuestión resulta decisiva para el ser y el vivir de la Iglesia como convocatoria de Jesús de Nazaret, sacramento del encuentro con Dios (E. Schillebeeckx). Y, en este sentido, sus miembros y las comunidades que la integran no debieran olvidar que, según la tesis Ubi Christus, ibi Ecclesia, la vida de la Iglesia deberá nutrir y regenerar su identidad en el acontecimiento de la presencia actual de Jesucristo. Si Jesucristo sigue hoy presente allí donde prometió estar presente (Mt 25,31ss), los «hermanos más pequeños» del Señor constituyen lugar primordial de la «conformación» de la Iglesia con Jesucristo. Ellos constituyen para la Iglesia el sacramento de iniciación a la voluntad salvífica universal de Dios. Así lo dice el papa Francisco:
Por eso quiero una Iglesia pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos (EG 198).
5. Derechos y deberes de «fraternidad» e imagen de Dios
Paul Ricoeur sitúa las raíces de los derechos humanos justamente en el mismo lugar donde arranca la historia de la salvación judeocristiana: los gritos y los silencios de las víctimas. Primero fue el clamor (¡no hay derecho!) de quienes habían experimentado su propia humanidad condenada en el «infierno» de la deshumanización radical. Más tarde, el discurso de los derechos humanos 63. En el principio fue el grito indignado de un Dios (¡basta ya de aflicción y sufrimientos!) que no soportaba la visión de la situación inhumana de su pueblo: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado el clamor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo de la mano de los egipcios y para sacarlo de esta tierra a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). Mucho más tarde, la fundamentación de la dignidad humana: «Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya» (Gn 1,27).
Las fórmulas de los derechos humanos son el resultado penúltimo de un proceso emancipador que arranca de la indignación ante lo intolerable y llega al reconocimiento formal del derecho a ser hombre/mujer, a través del interminable éxodo de las reivindicaciones, las luchas y las revoluciones. El último tramo, su cumplimiento material, está por llegar.
a) Una mirada contemplativa sobre los itinerarios emancipadores
Sé que corro el riesgo de «poner el carro delante de los bueyes», pero no puedo ocultar la convicción que anima y dirige esta reflexión. En los diversos itinerarios emancipadores que han cristalizado en las formulaciones de los derechos y deberes de «fraternidad», la humanidad ha estado siempre acompañada por Dios. Él ha compartido, y aún comparte, con los hombres y mujeres el vino amargo de sus sufrimientos y el pan de sus caminos de liberación. He argumentado sobre esta convicción ayudándome de la formulación «No hay territorio comanche para Dios» 64.
Necesitamos recorrer la historia humana con una mirada contemplativa que nos permita vislumbrar en medio del smog 65 de la injusticia la presencia de Dios, que sigue caminando junto a la humanidad doliente:
La presencia de Dios acompaña las búsquedas sinceras que personas y grupos realizan para encontrar apoyo y sentido a sus vidas. Él vive entre los ciudadanos promoviendo la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia. Esa presencia no debe ser fabricada, sino descubierta, desvelada. Dios no se oculta a aquellos que lo buscan con un corazón sincero, aunque lo hagan a tientas, de manera imprecisa y difusa (EG 71).
Lamentablemente, muchos vigías del paso de Dios por la historia, que han sido repetidamente interrogados en la noche de la injusticia (Is 21,11), no han sabido dar noticias de su presencia. Unas veces, su complicidad con los violadores de derechos humanos ha distorsionado tanto su mirada que han vuelto a confundir «el dedo de Dios» con «el poder de Belcebú» (Lc 11,14-22). Otras, el miedo a lo diferente o a lo desconocido les ha cegado, incapacitándolos para ser los mistagogos de la experiencia del Espíritu, que se adentra en la historia de los sufrimientos humanos a causa de esas vulneraciones y de las luchas en favor de sus conquistas. Esta adicción a la mística de ojos cerrados les ha incapacitado tanto para el hallazgo en la historia de «anticipaciones» de la plenitud de la salvación de Dios (Rom 8,23; 2 Cor 1,22; 5,5; Ef 1,4) como para el saboreo actual de «los prodigios del mundo futuro» (Heb 6,5). Y han incumplido su misión centinela del paso de Dios por la historia.
b) El Dios «activista de los derechos humanos»
Por eso las gentes, afectadas por la «cultura del descarte», se han quedado sin noticias del Dios implicado en la lucha contra la injusticia; sin la buena nueva del Dios «activista de los derechos humanos», que anda «definitivamente en busca de una concepción contrahegemónica de los derechos humanos y de una práctica coherente con ella» 66.
Utilizo, con cautela y sin la conjunción condicional, la imagen sousiana «Dios activista de los derechos humanos». Hago mía, como siempre que hablo de Dios, la advertencia de Dionisio Areopagita: «En relación con Dios, las negaciones son verdaderas, y las afirmaciones, insuficientes». Reconozco, por tanto, la limitación de la imagen. Pero me parece más «adecuadamente inadecuada» que, por ejemplo, la de «océano de la unidad infinita», a la hora de vincular al Dios de Jesús de Nazaret con los derechos de «fraternidad».
Parece avalar su uso la escena de Jesús en el templo de Jerusalén (Jn 2,13-22;