La notificación de la sentencia condenatoria se realizaba en el propio domicilio del inculpado. Si era desconocido, se colgaba en los estrados del Tribunal Regional. Pasados veinte días, podía dictar lo necesario para llevar a efecto las posibles sanciones relativas a la limitación de la libertad de residencia. También en apenas veinte días se debía abonar el montante, es decir, hacer efectiva la sanción. No obstante, la ley recogía la posibilidad de que los tribunales regionales concediesen el pago a plazos cuando pudiesen aportar garantías suficientes. Para ello, el encartado debía solicitarlo y entregar una cantidad en efectivo en los primeros tres meses. El resto se repartía en plazos, sin sobrepasar el límite de cuatro años.65
Cuando el condenado hacía efectiva la sanción impuesta, se publicaba un anuncio en los boletines oficiales haciendo constar que por haberla satisfecho había recuperado la plena disposición de sus bienes. Si pasados veinte días no había pagado la multa ni había solicitado el pago aplazado, otra nueva maquinaria se ponía en marcha –si no había comenzado ya–: el Tribunal Regional ordenaba al juez civil especial que procediese con todas las medidas y embargos necesarios para el cobro. Se iniciaba entonces la pieza separada para la efectividad de la sanción económica.66
Esta pieza separada contemplaba un primer periodo de treinta días hábiles en el que el juez civil especial esperaba la posible aparición de personas que reclamasen derechos sobre los bienes del inculpado. Mientras, procedía a los citados embargos y medidas precautorias a la par que podía autorizar al encartado a disponer de los frutos de sus bienes o de cantidades para su sustento. Pasados los treinta días hábiles, se procedía a tasar los bienes y remitir la relación resultante, incluyendo las reclamaciones de terceros, a la Jefatura Superior Administrativa. Entonces se ordenaba la venta inmediata de los bienes o de una parte de estos, o bien se aplazaba. Si mediaba alguna tercería, había que esperar a la existencia de sentencia firme sobre esta. La pieza separada se mantenía abierta hasta que se produjera la venta de todos los bienes.
La mayoría de bienes debían ser subastados: alhajas, metales preciosos, obras de arte, patrimonio inmobiliario, semovientes, negocios, créditos. Únicamente los valores mobiliarios, o el mobiliario y enseres domésticos cuando tuviesen muy poco valor, se vendían directamente. En caso de no conseguir adjudicar los bienes en una primera subasta, se debía realizar una segunda rebajando el precio a un tercio del de tasación. Si también quedaba desierta, la Jefatura Superior Administrativa debía acordar celebrarla en otra región –ya incluida la rebaja–, aplazar la venta o sacarlos a una tercera subasta sin sujeción de ningún tipo.
En definitiva, sobre papel, el procedimiento muestra una sucesión de trámites sistemáticos y burocratizados que parecen orientados a cursar con rapidez la culpabilidad –y la consiguiente sanción– de los encausados. La iniciativa, instrucción y fallo de los expedientes siguen en teoría el ritmo de un baile de pasos cortos: tres días para una cosa, cinco para otra, tres más, cinco más.67 Más que en una tramitación dotada de garantías, el énfasis se pone evidentemente en la rapidez. De hecho, no se escatimaba a la hora de emplear constantemente expresiones que incidieran en la importancia de la celeridad o la recalcaran.
Además, la ley afirmaba el carácter improrrogable de los plazos y se indicaba que «todos los días y horas serán hábiles para actuar en el expediente de responsabilidad política desde su iniciación hasta su resolución por sentencia firme».68 Y establecía como una de las funciones de los tribunales regionales vigilar y velar por una rápida tramitación, bajo amenaza de apercibimiento «por las faltas de celo y actividad» e incluso de sanción cuando fuesen reiteradas y/o graves.69
LA LARGA SOLUCIÓN A UN PROBLEMA
El andamiaje normativo sobre el que se sustentó la represión económica judicial de posguerra no acabó con la promulgación de la Ley de Responsabilidades Políticas. Tras su publicación se sucedieron una «cascada de disposiciones normativas» para facilitar su aplicación, así como numerosas instrucciones del Tribunal Nacional.70 Sin embargo, la normativa que podemos considerar más importante es precisamente la que trató de resolver y acabar con el problema que había generado la propia ley: la reforma de 1942, la supresión de la jurisdicción en 1945 y, finalmente, la relativa a los diferentes organismos creados para acabar con el desastre.
1942. Cuadrar el círculo
Apenas tres meses después de la constitución de los tribunales regionales y juzgados instructores, las memorias remitidas por estos sugerían que no todo estaba siendo tan rápido como la ley preveía: en ese lapso de tiempo ya acumulaban muchos más asuntos pendientes de los que eran capaces de resolver. La creación de nuevos juzgados fue insuficiente para hacer frente a una montaña acumulada de causas pendientes de algún trámite.71 Las supuestas claridad, sencillez y rapidez del procedimiento chocaron bien pronto con la cruda realidad de una jurisdicción incapaz de resolver las causas incoadas masivamente en un espacio de tiempo razonable. A la altura de octubre de 1941, el Gobierno ya manejaba «datos incuestionables» que apuntaban que la Ley de Responsabilidades Políticas «se había convertido en un problema de dimensiones importantes». La Jurisdicción había colapsado y, según los cálculos de la Subsecretaría de la Presidencia, de mantenerse el mismo ritmo se tardaría quince años en resolver la liquidación de las responsabilidades políticas. De forma paralela al análisis y diagnóstico de la situación, se barajaba la posible solución: modificar la ley de febrero de 1939.72
La reforma fue aprobada finalmente poco más de tres años después de la que venía a corregir, el 19 de febrero de 1942.73 Pese al maquillaje retórico de su preámbulo, fue la necesidad de buscar una solución rápida, y no la variación de los presupuestos ideológicos, la que dio lugar a la reforma. El factor fundamental que explica esta nueva ley y su contenido es esa búsqueda de una solución al problema generado por la ley de 9 de febrero de 1939 y liquidar cuanto antes las responsabilidades políticas. Las premisas de la dictadura no han variado un ápice y el espíritu de la ley de 1939 sigue intacto. Simplemente, se trata de agilizar y para ello, como señala Fernando Peña, había que «afinar la puntería»;74 esto es, corregir los factores que habían dado lugar al atasco, modificando aquí y allí lo que se considerase necesario para agilizar los trámites.
La misma hipótesis recoge Manuel Álvaro, quien considera que las reformas introducidas van enfocadas a desbloquear la situación, prestándose especial atención a la reducción del número de expedientes que incoar o que agilizar su tramitación.75 Por su parte, Antonio Barragán añade a este «auténtico atasco» dos causas más: la impresión de que uno de los objetivos políticos fundamentales se había cumplido al crear un verdadero «censo de rojos» y la constatación de la jurisdicción especial de que no se podían obtener beneficios económicos de muchos de los responsables políticos contra los que se había incoado expediente.76 Para el caso de Lleida, se contempla también como factor importante la inviabilidad de hacer efectivas la mayoría de las penas impuestas.77 En definitiva, como indica Ángel Garcia i Fontanet, la dictadura no quería abandonar la purga, solo lograr una mayor eficiencia y un impacto