Un baile de pasos cortos: el procedimiento
El tercer título de la ley, el más largo, condensa toda la parte procesal: los pasos desde la iniciativa hasta el fallo y su ejecución. La larga lista de encausados potenciales se conjugaba con las amplias posibilidades que ofrecía el texto legislativo a la hora de iniciar un procedimiento. Podía iniciarse por sentencia previa condenatoria de la justicia militar, por «denuncia escrita y firmada de cualquier persona natural o jurídica» y por «propia iniciativa» o por comunicación de «cualesquiera Autoridades Militares o Civiles, Agentes de Policía y Comandantes de Puesto de la Guardia Civil».57
El motivo de inicio marca el resto del encausamiento, lo que permite hablar de dos vías del procedimiento. Cuando hay condena previa por delitos de rebelión –es decir, cuando el encausado está ya incurso en el apartado a del artículo cuarto–, los trámites varían, se simplifican. De entrada, en estos casos, el Tribunal Regional únicamente cumple un papel de intermediario: recibe las copias de las sentencias militares y las remite a los juzgados instructores. Sin embargo, cuando el expediente era iniciado por los restantes motivos, sí debía valorarse la conveniencia o no de incoar, y, en consecuencia, ordenar la formación de expediente o el archivo de la causa.
Una vez recibido el testimonio de sentencia o la orden de proceder con la documentación aneja, llegaba el turno del juez instructor. Para instruir las causas, debía llevar a cabo básicamente tres diligencias en el plazo máximo de un mes.58 Primera: enviar a los boletines oficiales un anuncio de incoación de expediente. Segunda: recabar informes de las autoridades locales del lugar de residencia del encausado.59 Debían emitirse en un plazo de cinco días y contener dos tipos de informaciones: sus antecedentes políticos y sociales anteriores y posteriores al golpe de estado del 18 de julio de 1936, especialmente aquellos a los que hiciese referencia la denuncia, y sus bienes conocidos.
Tercera: citar al inculpado para que compareciese en el plazo de cinco días. Si no lo hacía, proseguía igualmente la tramitación del expediente «sin más citarle ni oírle». En esta comparecencia, el juez le leía los cargos y el encartado podía contestar y defenderse. Posteriormente, tenía también un plazo de cinco días para aportar pruebas a su favor: documentos, testigos o mediante un escrito.
Finalizada la declaración, el juez le hacía cinco prevenciones. Las dos primeras estaban relacionadas con la restricción de su libertad de movimientos. Las restantes abrían un nuevo plazo en estrecha connivencia con el objetivo económico de la ley: se disponía de ocho días para presentar una relación jurada de bienes y deudas, incluyéndose al cónyuge si lo había. La ausencia o el fallecimiento del encartado no eximía de la presentación de esta relación jurada de bienes. Entonces, recaía sobre los herederos.
Debe tenerse en cuenta que, desde la firma de las prevenciones, el encartado ya no podía «realizar actos de disposición de bienes». Quedaba todo intervenido. Por ello, la ley reservaba también espacio a las posibles actuaciones relacionadas con los bienes de los inculpados. Se les podía autorizar para «disponer mensualmente de una pensión alimenticia». Esto no venía estipulado por ley, sino que quedaban a merced de los organismos territoriales. Y bajo amenaza: por ejemplo, si solicitaban efectivo para hacer frente al pago de una contribución, pero no justificaban esta en cinco días, se les denegaba en los meses siguientes la pensión alimenticia hasta cubrir la cantidad de la que se había dispuesto. Por su parte, si disponían de un negocio, se nombraba un interventor que lo controlara, que podía cobrar como máximo diez pesetas diarias por ello a cuenta del negocio intervenido.
En definitiva, vivían literalmente embargados, sin poder disponer de sus propios medios de vida y expuestos a posibles corruptelas y apropiaciones. En caso de que se detectara que trataban de ocultar sus bienes, o simplemente si estos suponían una elevada cuantía y «se estimase conveniente», el juez «podía adoptar las medidas precautorias que considere precisas y urgentes». Además, informaba rápidamente al Tribunal Regional y este ordenaba la formación de una pieza separada de embargo sin esperar al fallo del expediente.60
Las actuaciones de los juzgados instructores también variaban cuando mediaba una condena previa de la jurisdicción militar, basándose en que el encartado ya incurría en responsabilidad política. Venían condenados de antemano y por ende el juez instructor «se abstendrá de investigar los hechos prejuzgados en la sentencia firme de la Jurisdicción Militar».61 Cuando los encartados provienen de la jurisdicción militar, las únicas tramitaciones que el juez realiza están encaminadas a rastrear y controlar la existencia de bienes. Por ejemplo, los informes de las autoridades deben incluir únicamente referencias relativas a sus bienes. Por el contrario, en los restantes casos debía –en teoría– recabar pruebas para comprobar los hechos atribuidos en la denuncia y en los informes de las autoridades. También debía comprobar las pruebas de descargo, salvo aquellas que directamente rechazase por considerarlas «inútiles o improcedentes».
Cuando concluía la instrucción de la causa, el juez debía elaborar un «resumen metódico» que incluyese todas las pruebas practicadas, así como su «parecer» sobre la responsabilidad y las posibles circunstancias modificativas del encartado. No tenía carácter de sentencia o decisión judicial oficial, ni era vinculante. Sin embargo, pudo ser la base de las sentencias.62 Este documento, junto al resto del expediente, se remitía al Tribunal Regional para que este resolviese. Desde ese momento, se iniciaba otro baile de fechas hasta el fallo de la causa, dándole tres días para que el encartado o sus herederos se informaran para presentar un escrito de defensa, contando con dos días más si deseaban hacerlo.
Tras la resolución del Tribunal Regional, dos circunstancias podían todavía frenar la ejecución de la sentencia: que la sentencia dictada no se hubiese acordado por unanimidad o que el encartado o sus herederos hubiesen interpuesto, en un plazo de cinco días tras la notificación, un recurso de alzada. En ambos casos, el expediente se elevaba al Tribunal Nacional para su resolución definitiva.
El recurso de alzada solo se podía fundar en dos supuestos: vicio de nulidad del procedimiento o por denegación de alguna diligencia de prueba que hubiese tenido como consecuencia una evidente indefensión o injusticia notoria en el fallo. Elevado al Tribunal Nacional, este debía dictar resolución definitiva en el plazo de veinte días. El propio texto legislativo disuadía de presentarlo, pues el Tribunal Nacional podía, si consideraba temerario el recurso, «imponer al que lo interpuso una multa hasta del diez por ciento del importe que represente la sanción económica».63
Una vez que la sentencia fuese firme, se debían llevar a cabo las actuaciones necesarias para ejecutarla. En caso de absolución, la resolución se publicaba en los boletines oficiales. Si el fallo era condenatorio, el baile de días y posibilidades continuaba, pero siempre enfocado a un mismo paso final: el pago de la multa impuesta. El capítulo de la ley relativo a la ejecución del fallo está dedicado casi en su totalidad al cumplimiento de la pena económica. Asimismo, los dos siguientes