Lo que simplemente nos propone Levinas es algo más frágil que una filoso-fía o una ontología política, más incierto también, y, al mismo tiempo, bastante más radical. A partir de esta extraordinaria radicalidad de lo frágil se deja tal vez determinar una apertura levinasiana a un pensamiento de la política. En efecto, las cuestiones, difíciles, inarticulables quizá, que se anudan alrededor de la relación proximidad/justicia, aparecen sobre el fondo de un «principio» general cuya fecundidad y originalidad habría, para empezar, que comprobar. Este «principio» es el de una intransitividad, una intraducibilidad, radical, de lo filosófico a la política –lo que es propiamente insostenible desde el punto de vista de la filosofía política–. En filosofía sólo hay práctica correcta y sólo se piensa verdaderamente si partimos de lo extraordinario. La idea platónica, el ego cogito cartesiano, la Sustancia como Sujeto para Hegel, la Jemeinigkeit del ser según Heidegger –para tomar unos pocos ejemplos entre muchos otros– representan percepciones extravagantes, posiciones inauditas, extremismos casi inaceptables, novedades disruptivas que acaban por aclimatarse a un cierto contexto histórico para dotarse progresivamente de esa familiaridad epistemológica que los comentadores y especialistas han moderado hasta volverlas difusas, atenuándolas y traduciéndolas al idioma de la tribu de los filósofos. Bajo este aspecto, la ética levinasiana entra evidentemente en la serie de los extraordinarios filosóficos. Lugar utópico en el que la subjetividad del sujeto se descentra y se destituye; lugar que se muestra por el énfasis expresivo, el vínculo superlativo de ideas y conceptos hasta su desaparición, hasta su disgregación; lugar que rompe con las filosofías morales tanto como con las filosofías de la subjetividad. Nada tiene de asombroso entonces que haya, por su capacidad de interrupción, un punto de vista exterior a lo ordinario de la filosofía política.
Con Levinas se nos ha presentado la imposibilidad absoluta de deducir una política a partir de la perspectiva de la ética.
1. Es preciso medir bien la originalidad de este pensamiento en relación con la tradición tal y como la analiza en este punto el propio Levinas –análisis que me parece justo e interesante, y del que hay que recordar sus motivos principales–. En la tradición se habría dado una «alianza del racionalismo lógico con la política».8 Alianza nada coyuntural ni empírica, sino sustancial y constante, pues está profundamente determinada por el carácter ontopolítico de la filosofía. «El pensamiento racional es también una política», escribe Levinas en «Paz y proximidad».9 En efecto, obedece a una misma necesidad fundamental que podríamos llamar, evocando a Marx, necesidad de un equivalente general, universal y abstracto. La lógica, la teleo-lógica de esta necesidad de formación de conceptos, subordina las determinaciones particulares a la plena realización dirigida por el movimiento propio de la razón, de un absoluto de la razón, de una historia.
Podríamos remitir aquí a los desarrollos de De otro modo que ser sobre el escepticismo, que sería, en la historia de la filosofía, el recuerdo del «carácter político (...) de todo racionalismo lógico, la alianza de la lógica con la política»10 Allí explica Levinas que la política es el alfa y el omega de la razón y del saber, del logos y del sentido, y que en Occidente es la medida justa de toda desmedida. A este respecto, siempre habría una política de la filosofía11 en la filosofía, es decir, una economía de la producción del sentido que organiza y sobredetermina el trabajo del concepto. En esos pasajes, el análisis Levinasiano va a hacer frente con gran precisión a la cuestión de la represión política ejercida por el discurso del sentido tal y como se refleja en sí mismo y tal y como se liga ontológicamente al Estado, a sus instituciones, las cuales tendrían a su cargo la protección del régimen metafísico del sentido. De tal modo que la represión política es también una represión médica: «quien no se somete a la lógica es amenazado de prisión y de asilo».12 (No puedo desarrollar más este aspecto. Foucault no está quizá demasiado lejos, tampoco la psiquiatrización de la disidencia en la Unión Soviética, pero estas aproximaciones –enteramente coyunturales– son ciertamente muy limitadas). Se ve bien en todo caso –y esto es lo que importa– que el principio de intraducibilidad que acabo de enunciar contrarresta y es contrarrestado por la «alianza» ontopolítica de la razón y del Estado.
2. El principio inverso, de traducibilidad o de transitividad, requiere en cambio la invención de la filosofía política –si podemos decirlo así– puesto que se trata de pensar axiológica o normativamente el paso de una a otra, de dialectizar las transiciones y, en todo caso, de poner en relación la razón y la política, el sujeto y la comunidad, de traducir y traicionar a uno y a otro, al uno con el otro.13 Moralizar la política o politizar la moral, he ahí, en toda su profundidad, las modulaciones retóricas y morales a las que da lugar este traspaso, particularmente en el humanismo. Una observación de pasada: se trata todavía ahí de la relación entre la filosofía y la política –y Levinas también puede enseñarnos algo al respecto–. Quizá convendría conocer la justa medida de lo que podríamos llamar la finta de los filósofos en su relación con los príncipes, la finta de la filosofía en su relación con la política. Pienso más en Pascal que en Leo Strauss:
No nos imaginamos a Platón y a Aristóteles más que con grandes togas de pedantes. Eran personas honradas que, como las demás, reían con sus amigos. Y cuando se divirtieron en hacer sus Leyes y sus Políticas lo hicieron bromeando. Era éste el aspecto menos filosófico y menos serio de sus vidas; el más filosófico consistía en vivir simple y sencillamente. Si escribieron de política, fue con la intención de poner orden en un manicomio [subrayado mío, G. B.]. Y si han dado la impresión de hablar de algo importante, es porque sabían que los locos a quienes se dirigían pensaban que eran reyes y emperadores. Admitían sus principios para modelar su locura de la mejor manera posible.14
Platón, Aristóteles y los demás, hasta Heidegger, ¿han dado «la impresión» de hablar y escribir de política como para «poner en orden un manicomio, asumiendo los principios» de locura de los reyes y de los príncipes para «rebajarlos al menor mal posible»? Medir esta finta implica tener en cuenta una locura muy distinta, la locura de la que habla Levinas, la locura de aquellos que «no se someten» a la lógica, a la «locura» lógica de los dominantes. Medir el posible disimulo de los filósofos exige entonces preguntarse minuciosamente sobre lo que significa «la entrada en el principio» según Pascal y Levinas, según la astuta finta o la exigencia de justicia de los terceros, atendiendo a la «traición» de aquello que, en la finta o en la llamada, se «traduce» en la política de los filósofos. Es «la entrada» la que constituye el problema, tanto en el sentido estricto de Levinas como en las palabras de Pascal, que también