F. G. En ese contexto, usted cita muchas veces a Dostoievski, que dice: «Todos nosotros somos culpables de todo y de todos ante todos, y yo más que los otros» [Los hermanos Karamazov].
E. L. Podemos volver, si usted quiere, al hecho de que eso probablemente no es así todos los días. Ahora bien, si usted estuviese en ese encuentro del otro que trato de describir, no sería jamás aquel que comprende su relación con el otro como recíproca. Si usted dice: «Soy responsable de él, pero él también es responsable de mí», en ese caso, transforma su responsabilidad inicial en comercio, en intercambio, en igualdad, no ha comprendido esa afirmación de Dostoievski, que es una experiencia fundamental de lo humano.
F. G. Y que ilustra lo que usted quiere decir con «asimetría».
E. L. La asimetría es ante todo el hecho de que mi relación conmigo mismo y mis obligaciones, tal y como las pienso, no están de entrada en una relación entre dos seres iguales en la que se supone que el otro sea yo mismo. Yo estoy ante todo obligado y él es ante todo a quien estoy obligado. No es en absoluto un extravío, es la modalidad esencial del encuentro con el otro. Como digo continuamente, yo no puedo predicar la religión a otro, aunque en mí puedo aceptar ciertas cosas que, propuestas a los otros, parecen tener la facilidad de las habladurías teológicas. Puedo aceptar una teología para mí, pero no tengo el derecho de proponérsela a los demás. Es la vocación de la asimetría.
F. G. Podemos preguntarnos si es posible vivir con un sentimiento incansable de culpabilidad. ¿Cómo vivir con esta cuestión contra natura?
E. L. Todo lo que trato de presentar es una humanidad contra natura. Como una ruptura del orden regular del ser preocupado de sí mismo, al cuidado de su propia subsistencia, perseverante en el ser, que considera incluso que, cuando se trata de mi ser, todas las demás cuestiones desaparecen. Contra esto, trato de descubrir en la humanidad la verdadera ruptura de un ser sujeto a ser, preocupado por ser.
F. G. ¿Pero no es una moral casi masoquista?
E. L. El masoquismo es una enfermedad del ser sano. Yo no pienso que el ser humano consista en estar sano, en el sentido banal del término: es una ruptura de esta salud fácil, que es sobre todo mi salud, es una inquietud. Todas las enfermedades no pueden ser curadas. ¿Masoquismo? No tengo miedo de esa palabra. ¿Qué es lo humano? Es ahí donde el otro es lo indeseable por excelencia, donde el otro es el estorbo, lo que me limita. Nada puede limitarme más que otro hombre. Para esta humanidad-naturaleza, para esta humanidad vegetal, para esta humanidad-ser, el otro es lo indeseable por excelencia. Pero hacia él te torna, en el rostro del hombre, la llamada de Dios. Es dramático. Es un término que viene de mi artículo «Dios y la filosofía» –un artículo que me importa mucho–, donde la respuesta de Dios no consiste en responderte, sino en enviarte al otro.
F. G. La relación con Dios, con el infinito, es la relación con lo humano, el otro.
E. L. Lo que más admiro del Evangelio –no soy cristiano, como usted sabe, pero encuentro en el Evangelio muchas cosas que me son próximas, cuyas bases me parecen por completo bíblicas– es el capítulo 25 de Mateo sobre el Juicio Final, en el que Cristo dice: «Os lo aseguro: cada vez que lo hicisteis [dar de comer al hambriento, de beber al sediento, recoger al extranjero y visitar a los presos] con un hermano mío de esos más humildes, lo hicisteis conmigo». Hay que tomarlo no en un sentido metafórico, sino eucarístico. Verdaderamente, en el pobre está la presencia de Dios, en sentido concreto. Siempre he leído así el capítulo 58 de Isaías, donde también hay gentes que dicen buscar a Dios, y Dios dice que, para encontrarlo, hay que liberar a los esclavos, vestir a los desnudos, dar de comer a quienes pasan hambre, hacer entrar a los vagabundos en casa. Es lo más difícil, porque los vagabundos ensucian las alfombras.
F. G. En su obra Totalidad e Infinito usted dice: «El hombre es naturalmente ateo y es una gran gloria para el Creador haber puesto en pie un ser capaz de ateísmo. El ateísmo condiciona una verdadera relación con un Dios verdadero». ¿Quiere usted liberar al hombre de Dios?
E. L. El hecho de que el hombre pueda llegar a Dios a partir de su bondad, en lugar de ir hacia la bondad a partir de Dios, es lo que me parece extremadamente importante. El hecho de que, sin pronunciar la palabra Dios, yo me encuentre en la bondad, es más importante que una bondad que viene simplemente a tener lugar entre las recomendaciones de una dogmática. Es extremadamente importante indicar un camino a partir de la bondad y no a partir de la creación del mundo. La creación del mundo debe adquirir su significación a partir de la bondad. Es una vieja creencia rabínica, pero que se cree extraída de la Biblia, a saber: que el mundo subsiste, que es creado por la ética, por la Tora; que, en la expresión «Al principio creó Dios», la palabra rechit [comienzo, principio] significa la ética o, si usted prefiere, la Tora. Quizá la espiritualidad a la que se llega por la ética no sea completa. Quizá hay que ayudar a los otros de otro modo. No digo que eso sea falso, pero no es ésa la vía que me parece que corresponde al espíritu, que define al espíritu.
F. G. Usted ha ilustrado eso a través de la historia del romano que pregunta al rabino: «¿Por qué vuestro Dios, que es el Dios de los pobres, no da de comer a los pobres?». La respuesta del rabino es: «Para salvar a la humanidad de la condenación».
E. L. No, eso es otra cosa. Eso quiere decir que es absolutamente escandaloso, un pecado mortal, que los hombres no ayuden a los hombres. Si fuese Dios quien se encargase, no le quedaría sino dejar a los hombres a su pecado.
F. G. Se podría criticar eso a las iglesias...
E. L. Yo no condeno a las iglesias, tienen mucho que hacer, tienen otros problemas, pero para mí ése no es el comienzo de la espiritualidad. Hay muchos libros que las iglesias comentan y difunden, pero, antes que esa organización, lo importante es lo que hay en los libros. El Mesías, es decir, la obligación de ocuparse del otro, es mi tarea. En mi individualidad, en mi unicidad, hay esto: yo soy posiblemente Mesías.
F. G. Eso no es el efecto de la gracia.
E. L. En absoluto. Al contrario, es la condición del Yo tal y como la describo desde el comienzo: el sujeto no es en absoluto aquel que capta y comprende, sino aquel que es responsable. El universo pesa sobre mí, soy rehén, expiación, soy elegido para ello. Mi unidad, mi unicidad, es lo que yo llamo Mesías. Yo vengo para salvar el mundo, pero lo olvido. Sin embargo, en el Yo, es decir, en esta subjetividad –que no conozco en absoluto como sustancia, como un poder, pero que describo como esa bondad inicial, gratuita–, en esa responsabilidad, todo otro, en cualquier grado que sea, incluso al conducir, me importa, me mira. Me mira [regarde], no en el sentido sartreano, condenándome, sino en el sentido en que se dice en francés: «Vos affaires me regardent» [«Tus asuntos me conciernen»] o «Vos affaires ne me regardent pas» [«Tus asuntos no me conciernen»].* Eso es lo que llamo el momento mesiánico en el Yo humano. No digo en ningún caso que triunfe –el Mesías no viene–, pero este Yo sí ha oído esta vocación, por esa vocación es único y uno, es la individuación. Yo no tengo filosofía de la historia que pueda consolar de todos los abusos, incluso de la relación con un rostro. Lo que me ha importado es interrumpir la gravedad del ser que se ocupa de sí mismo, la posibilidad de tener en cuenta, desarrollar una bondad por otro ser, ocuparse de su muerte antes que ocuparse de la propia. Ese desánimo no tiene consolación, pero he pensado a menudo que hay que insistir en los análisis sobre el desinterés de la relación interhumana, de la palabra que se tiene con otro y que no es imposible –pero eso está más allá de la filosofía– que aquellos que no cuentan con ninguna recompensa sean dignos de ella.
* «L’asymétrie du visage», Cités 25, 2006, París, PUF, pp. 115-124; esta publicación cuenta con el permiso de Michaël Lévinas. El texto, hasta entonces inédito, no fue revisado por Lévinas. Conserva por ello el carácter espontáneo de una intervención oral, como se observa, por ejemplo, en la repetición de un párrafo. Traducción de Daniel Barreto González.