86 Me refiero a Marco Santoro: Notai. Storia sociale di una professione in Italia, Bolonia, Il Mulino, 1998; y Marco Santoro: Il notariato nell’Italia contemporanea, Milán, Giuffrè, 2004.
87 Michela Minesso: Tecnici e modernizzazione nel Veneto. La Scuola dell’Università di Padova e la professione dell’ingegnere (1806-1915), Trieste, Lint, 1992; Andrea Giuntini y Michela Minesso (coords.): Gli ingegneri in Italia tra ‘800 e ‘900, Milán, Franco Angeli, 1999.
88 Paolo Frascani: «I medici dall’unità al fascismo», en Maria Malatesta (coord.): Storia d’Italia, Annali 10, I professionisti, pp. 147-189; y Marco Soresina: I medici tra Stato e società. Studi su professione medica e sanità pubblica nell’Italia contemporanea, Milán, Franco Angeli, 1998.
89 Cf. Guido Melis: «Introduzione», en Guido Melis (coord.): Le elites nella storia dell’Italia unita, op. cit., pp. 7-16, a las que nos referiremos a continuación.
90 Este es un tema que se vuelve a tratar en todas las intervenciones que en los años más recientes han afrontado la cuestión de las clases dirigentes y de las elites en Italia. Véanse, entre otros: Franco Ferraresi: Un paese senza elites, Turín, Scriptorium, 1996; Antonio Missiroli: Dove nascono le elites?, Milán, Reset, 1997; Carlo Carboni (coord.): Elite e classi dirigenti in Italia, Roma-Bari, Laterza, 2007.
91 Sobre este tema, véanse: Raffaele Romanelli: «La nazionalizzazione della periferia. Casi e prospettive di studio», Meridiana 4, 1988, pp. 13-24; Íd.: «Le radici storiche del localismo italiano», Il Mulino 4, 1991; Íd.: «Centralismo e autonomie», en Raffaele Romanelli (coord.): Storia dello Stato italiano dall’Unità ad oggi, Roma, Donzelli, 1995, pp. 125-186; Marco Meriggi: «La questione locale nella storiografia italiana», Le Carte e la Storia 1, 2002, pp. 15-18.
LA HISTORIOGRAFÍA SOBRE LAS ELITES DE LA ESPAÑA LIBERAL*
Javier Moreno Luzón
Universidad Complutense de Madrid Centro de Estudios Políticos y Constitucionales
LAS ELITES EN LA HISTORIOGRAFÍA ESPAÑOLA
Las elites contemporáneas españolas preocupan a la historiografía desde hace décadas. Los intelectuales de comienzos del siglo habían sentado algunos precedentes, como la denuncia por parte de Joaquín Costa de una oligarquía dedicada a explotar a la nación en su propio beneficio, o las tesis de José Ortega y Gasset acerca de la ausencia de minorías rectoras como problema central de una España invertebrada.1 El renacimiento historiográfico de los años cincuenta, al volver la vista hacia el siglo XIX y los primeros años del XX, comenzó a abordar con rigor el estudio de los grupos dirigentes liberales. Por ejemplo, José María Jover, en su célebre ensayo «Conciencia burguesa y conciencia obrera en la España contemporánea», publicado en 1952, retrató a las diversas burguesías decimonónicas y detectó la aparición en la segunda mitad del Ochocientos de «una nueva elite cosmopolita, poderosa y egregia, atenta a valores fundamentalmente vitales», en expresión de clara raíz orteguiana.2 Jesús Pabón, en su Cambó, cuyo primer volumen se editó también en 1952, acumuló semblanzas de los hombres que habían protagonizado la vida política en la Restauración.3 Jaume Vicens Vives, por su parte, abrió camino al análisis de la burguesía catalana y de sus relaciones con el Estado a través de los trabajos recogidos en Industrials i politics del segle XIX, de 1958.4 Estas primeras obras, aunque respondían a planteamientos muy distintos, apuntaron ya algunos de los rasgos característicos de los estudios sobre las elites de la España liberal: el interés por la suerte de las burguesías, la atención al mundo de los políticos y, sobre todo, la búsqueda de vínculos entre poder económico e influencia en los asuntos estatales.
Sin embargo, el uso del concepto de elite tardó bastante tiempo en cuajar entre los historiadores. Fue Manuel Tuñón de Lara quien promovió de manera consciente y decisiva su empleo en la disciplina al publicar en 1967 el libro Historia y realidad del poder (El poder y las elites en el primer tercio de la España del siglo XX), que se sustentaba en la definición conceptual de términos como poder, grupos de presión y también elite. Así, una elite era «un grupo reducido de hombres que ejercen el Poder o que tienen influencia directa o indirecta sobre...». Inspirado por autores como el sociólogo C. Wright Mills, que había subrayado para el caso de Estados Unidos la concentración de las principales decisiones en estrechos círculos endogámicos, Tuñón localizaba en España varias elites económicas, burocráticas, políticas e intelectuales, y señalaba la interpenetración entre los gobernantes del reinado de Alfonso XIII (1902-1931) y los sectores económicos hegemónicos, formando una compacta y cerrada trama social y familiar. La oligarquía que había descubierto Costa se manifestaba en realidad como «expresión o reflejo de una oligarquía económico-social, asentada en las arcaicas estructuras del país».5 Desde entonces, los debates sobre las elites han ocupado un lugar importante en la historiografía española, a menudo para reafirmar o contradecir las impresiones millseanas de Tuñón. No obstante, y de modo paradójico, las investigaciones sistemáticas sobre personas y grupos concretos han escaseado hasta tiempos muy recientes, cuando, a la vez, la utilización de la categoría de elite se ha generalizado entre nosotros. Preocupación antigua, debates intensos y trabajos monográficos de crecimiento tardío marcan, pues, el desarrollo historiográfico en este ámbito.
Hasta bien entrados los años ochenta del siglo XX, en la historiografía española, como había ocurrido también en otras historiografías occidentales, predominaba el gusto por las estructuras socioeconómicas sobre el análisis de los individuos, debido sobre todo a la presencia de esquemas marxistas en la investigación. Además, cuando se estudiaban las clases sociales y las fuerzas políticas, primaba la atención a los excluidos, no a los más influyentes. Así, lo habitual era interesarse por el movimiento obrero, no por las clases altas, antiguas o modernas; por los partidos marginales dentro del sistema político español y sus dirigentes, no por los ministros o parlamentarios que habían disfrutado efectivamente del poder. Pesaba mucho una concepción militante de la historia, forjada en los círculos izquierdistas de oposición al franquismo, que buscaba antecedentes en las fuerzas radicales del pasado. Lo curioso es que este relativo desinterés por las elites parecía compatible con interpretaciones de la evolución política y social de España que dependían en buena medida de la idea que se tuviera acerca de los grupos privilegiados, en lo económico y en lo político, sobre cuyas espaldas se hacía recaer el destino del país. Destacaban las consideraciones, que llenaron polémicas sin cuento, acerca de la revolución burguesa y del papel representado por la burguesía, motor del cambio social y al mismo tiempo aliada necesaria de la aristocracia y freno de los avances revolucionarios. Como ha observado Manuel Pérez Ledesma, podía hablarse de una burguesía omnipresente, protagonista de todos los dramas españoles entre 1808 y 1936, sin que se supiera con claridad quiénes eran los burgueses.6
Esos planteamientos formaban parte de una visión melancólica de la historia