Sin embargo, la comunicación entre politólogos e historiadores no ha sido fluida ni constante. Los primeros utilizan normalmente la historiografía como cantera de información, pero no siempre manejan términos históricos adecuados ni ponen al día sus referencias bibliográficas.19 Por su parte, los historiadores, concentrados en etapas cortas, ignoran a menudo los análisis a largo plazo de la ciencia política. No hay pues intercambio de experiencias y puntos de vista. Esta incomunicación resulta sorprendente, porque la historiografía española sí ha importado conceptos provenientes de las ciencias sociales, como el de elite, con las limitaciones ya señaladas. Pero una cosa es utilizar elementos conceptuales extraídos de la literatura sociológica o politóloga, generalmente anglosajona y con frecuencia bastante antigua, y otra muy diferente es traspasar los límites de la propia disciplina y dialogar de forma crítica con las demás. O lo que es más difícil aún: colaborar en la formación de equipos multidisciplinares, algo que apenas existe en las universidades españolas.
Si contemplamos el estudio de las elites en sentido amplio, puede decirse que en España, como en muchos otros países, las investigaciones sobre individuos abundan hoy más que las centradas en algún grupo, es decir, que se cultiva más la biografía que la prosopografía. Sobre todo la biografía de personajes destacados en la escena política y, de manera creciente, también en la económica. Variedades del género cada vez más frecuentadas son, por ejemplo, el seguimiento de las dinastías familiares a lo largo de períodos dilatados, que se concibe como una sucesión de biografías individuales o generacionales, cuyo hilo conductor puede hallarse en una empresa o en una profesión determinada,20 o los ensayos biográficos breves, presentados en colecciones cuya unidad reside en el dibujo de trazas políticas comunes o en el marco temporal elegido.21 Semejante auge se debe a razones tanto académicas como extraacadémicas. Por una parte, entronca con la recuperación de las técnicas narrativas frente al anterior predominio de los análisis estructurales, marxistas o no, y con la simultánea revalorización de lo contingente y lo azaroso frente a lo determinado o necesario, del individuo que se sobrepone a los condicionantes de la vida individual. Pero también se relaciona con el aprovechamiento de la biografía como puerta de acceso a fenómenos históricos amplios, sea una cultura política, un sistema de partidos, un tipo de discurso o una elite. De esa manera, la biografía de un demagogo permite desentrañar las claves del populismo; la de un gran cacique, hablar del clientelismo político, y la de una reina, tratar las formas de poder y la dimensión simbólica de la monarquía constitucional.22 Este giro biográfico se ha realizado, pues, con plena consciencia de sus implicaciones teórico-metodológicas.23 Por otra parte, hay que enmarcarlo en los cambios sufridos por el mercado editorial español, que ahora demanda libros de historia accesibles por parte de un público amplio, y ha atraído hacia él a muchos historiadores profesionales, antes ajenos a la divulgación. En ese terreno, las biografías tienen grandes ventajas sobre otros productos menos cautivadores. Tanto por la transformación de los paradigmas historiográficos dominantes como por su éxito comercial, los textos biográficos se imponen a los prosopográficos, de sabor estructuralista, encerrados en las publicaciones para entendidos y mucho más costosos en cuanto a la relación entre esfuerzo y resultados de la investigación. En la práctica de la prosopografía es posible recoger una enorme cantidad de datos, procesarlos con métodos sofisticados y obtener, como todo premio, una simple tabla numérica, lo cual no ha impedido avances como los indicados más arriba, en absoluto ajenos a reflexiones sobre métodos y fuentes.24
En cuarto lugar, en la historiografía preocupada por las elites, tienen un peso enorme las obras de alcance local, provincial o regional, más abundantes que las de nivel nacional o estatal. Éste es un rasgo que en España afecta a casi todas las especialidades historiográficas y que se ha dejado sentir también en el campo que aquí interesa, lo que no se contradice, aunque parezca lo contrario, con el énfasis señalado sobre las elites parlamentarias –es decir, presentes en el parlamento nacional–, ya que la norma es que cada cual haya estudiado a los diputados de su provincia o de su región, sin buscar generalizaciones que afecten a todo el país. Son éstos unos usos que se corresponden con las fuentes habituales de financiación de las investigaciones y de las publicaciones, puesto que las instituciones autonómicas o locales y las universidades han invertido desde los años ochenta una gran cantidad de recursos en reconstruir el pasado de sus propias comunidades, una invención de la tradición en la que muchos historiadores han participado de manera entusiasta. Pero también se vinculan a la voluntad, expresada por algunos especialistas, de desentrañar las múltiples relaciones entre las instancias políticas y la estructura económica y social a través de las elites, algo que puede hacerse bastante bien en contextos reducidos y abarcables. En vez de hacer del individuo el eje de una cuestión, como en los enfoques biográficos, se elige un territorio para estudiarla a fondo, de manera que, si bien pueden encontrarse fácilmente localismos sin horizonte, también es frecuente hallar monografías en las que se plantean, a nivel local, problemas de relevancia general.25
Para terminar con este repaso impresionista, puede añadirse que los estudios sobre las elites se han centrado ante todo en la época de la Restauración (1875-1923), mucho más que en etapas anteriores o posteriores. Respecto a los períodos previos, cabe señalar avances en la caracterización de la burguesía y de las elites liberales que han hecho aterrizar el debate acerca de la revolución burguesa en una superficie mucho más firme. No han desaparecido las discrepancias, pero abundan ya las voces partidarias de dejarla en revolución liberal, o incluso de cuestionar su naturaleza revolucionaria. Baste recordar, como muestra, los hallazgos sobre el contraste entre las ideas y el comportamiento privado de los notables madrileños, o sobre los políticos y comerciantes valencianos de mediados del XIX e incluso los revolucionarios de 1868, que no constituían una burguesía rupturista e inmersa en la lucha de clases, sino más bien un conjunto de elites profesionales no muy lejanas de quienes las habían precedido bajo el reinado de Isabel II.26 En lo referente a momentos posteriores, menudean los estudios sobre las elites en el primer franquismo (1939-1945), situado fuera de este recorrido cronológico, pues como ya se ha indicado, el grueso de las investigaciones se ha fijado en los tiempos de la monarquía restaurada.
Y hay buenas razones para ello. Porque ese largo período de relativa paz constitucional se ha considerado, desde las propuestas iniciales de Jover y Tuñón, como un tramo decisivo dentro del recorrido histórico español, en el que cuajó la singular fusión de elites que había acarreado el triunfo del liberalismo, y en el que se produjo después el surgimiento de nuevas elites profesionales que disputaron a las viejas la hegemonía en el panorama nacional, coincidiendo con la irrupción de la política de masas. Además, en los años de entre siglos, nacieron las teorías más extendidas sobre el carácter y el papel de las elites políticas en la España liberal, citadas al comienzo de este ensayo: las que, elaboradas y difundidas por los intelectuales llamados regeneracionistas, se resumían en la famosa fórmula de Costa: oligarquía y caciquismo. Según ellas, los dirigentes políticos españoles constituían