Al margen de esta nueva historia política, ha habido intentos de mostrar las numerosas connivencias entre buscadores de negocios ilícitos o monopolistas y políticos complacientes, lo cual debería abrir camino a averiguaciones concretas sobre formas de corrupción.42 Pero la respuesta a la corriente principal reseñada ha procedido ante todo de otra tendencia interpretativa, que podría denominarse historia social agraria, asentada en supuestos distintos, como la preferencia por la pequeña comunidad rural como ámbito de análisis, la consideración del poder político como un mero instrumento en manos de las oligarquías locales para perpetuar su hegemonía social –es decir, para lo que se llama reproducirse socialmente– y la identificación de estas oligarquías con los propietarios de los medios de producción, especialmente de la tierra.43 Algo que coincide con un renovado interés por las elites agrarias, que vuelven a situarse en el centro de la escena. De hecho, la historia agraria o rural puede ya considerarse como una disciplina cuasi independiente, y muchos de los historiadores que se dedican a su estudio, que a menudo proceden de la historia económica, han actualizado las viejas tesis marxistas sobre el bloque oligárquico de poder, pero circunscribiéndolas ahora al ámbito local y desprendiéndolas de la obsesión por la excepcionalidad española.
Los esfuerzos de estos historiadores han dado fruto en dos campos de estudio estrechamente relacionados entre sí: el poder local y las elites agrarias. El análisis de los ayuntamientos ha mostrado las características socioeconómicas y profesionales de sus miembros, concejales y alcaldes, que ratifican la perpetuación en los cargos de los mayores contribuyentes de cada localidad, cuya riqueza provenía de la tierra. Dicho de otro modo, estos trabajos han mostrado cómo el acceso al poder local en la España liberal estaba determinado por condicionamientos de clase. Las oligarquías agrarias utilizaban los resortes municipales para controlar elementos cruciales en la vida de las comunidades rurales, como la mayor parte de los impuestos, el reclutamiento para el servicio militar, el reparto del agua para el regadío, la gestión de los bienes comunales –privatizados por esas oligarquías– y el aparato judicial, que les permitía contener y reprimir las protestas de las clases subordinadas. Más aún, los poderes locales servían para regular las transformaciones económicas en el campo, manteniéndolas bajo el control de los poderosos. Por otra parte, las prácticas clientelares entre propietarios y campesinos permitían una gran extensión del fraude electoral, lo cual facilitaba a su vez la continuidad de los terratenientes en los puestos de mando.44 Sin embargo, algunos historiadores han introducido matices en esta imagen monolítica al señalar que el sistema no permaneció inmóvil, que en muchos lugares las instituciones locales vivieron conflictos políticos agudos entre facciones rivales y que la existencia de mecanismos legales de representación abrió la posibilidad de que vecinos no pertenecientes a las elites agrarias se hicieran con el poder local, lo que ocurrió con frecuencia conforme progresó la politización del campo. Además, los dirigentes locales, más allá del cuidado de sus propias fortunas, buscaron legitimarse a través de la representación de los intereses generales de sus comunidades.45
Por otro lado, recientemente han proliferado los estudios sobre elites agrarias, tanto sobre pequeñas elites locales como sobre grandes familias propietarias. En ellos, la política ocupa un lugar secundario, ya que la atención se centra en la gestión económica de los patrimonios agrarios y en las estrategias familiares –matrimonios, herencias– que emplearon para conservar y ampliar dichos patrimonios. El protagonismo político de estas elites se concibe como una consecuencia casi automática de su relevante posición social. No obstante, hay algunos aspectos de estos estudios que afectan de lleno a la conceptualización del sistema político, ya que la endogamia de las oligarquías se trasladaba a las instituciones públicas y su influencia a nivel local se reforzaba gracias a sus contactos políticos a nivel estatal. Se han señalado asimismo diferencias entre las elites agrarias en cuanto a su adscripción ideológica o partidista: así, los nobles terratenientes solían adherirse a los sectores más conservadores y los medianos propietarios, a los progresistas. Del mismo modo, el análisis de las elites agrarias ha detectado continuidades y discontinuidades entre el Antiguo Régimen y la época liberal, subrayando la renovación de las elites que provocaron los procesos de desamortización y desvinculación de bienes eclesiásticos, municipales y nobiliarios a mediados del siglo XIX.46 Las reformas agrarias trajeron consigo en varias regiones españolas la emergencia de nuevas elites procedentes de grupos subordinados con anterioridad a la aristocracia –aunque en algunos casos lograran emparentar con ella– que hallaron su apogeo en la Restauración. En general, la historia social agraria rechaza el supuesto fracaso de la revolución liberal-burguesa en España y subraya –contra lo que hacían sus antecedentes marxistas– el completo dominio a lo largo el siglo XIX y comienzos del XX de los valores y las instituciones característicos de la sociedad capitalista, aunque fuera agraria, no industrial, sobre los restos feudales del Antiguo Régimen.
A pesar de sus evidentes diferencias, ambas interpretaciones comparten algunas características comunes: subrayan las estrechas relaciones entre poder político y poder económico, aunque poniendo el acento en uno o en otro a la hora de señalar precedencias. Remarcan asimismo las múltiples v inculaciones económicas, profesionales, familiares y de clientela de los políticos de la España liberal con sus respectivos entornos locales y electorales, cuyos intereses representaban en el parlamento. Y valoran especialmente la importancia de las elites periféricas respecto al poder central. Los miembros de estas elites hacían de intermediarios entre sus respectivas comunidades y el gobierno, como sus equivalentes de otros países europeos. Con ello se pone en cuestión la clásica división que establecieron los intelectuales entre España oficial y España vital. Las elites no vivían al margen sino en contacto permanente con las preocupaciones del país, o por lo menos de la población más activa en la vida política.
* * *
Así pues, puede afirmarse que las elites de la España liberal, sobre todo de la época de la Restauración, han ocupado un lugar central en la historiografía española de las últimas cuatro décadas y han originado hallazgos y debates más que notables. El futuro de este campo de estudio depende del remedio que se ponga a sus deficiencias, de la profundización en algunos terrenos ya explorados y de la entrada en él de nuevos enfoques. Para ello convendría incrementar los contactos de los historiadores con otros especialistas en ciencias sociales e inducir un diálogo crítico con las teorías sociológicas recientes acerca de las elites, más allá del conocimiento de los clásicos; asimismo, habría que analizar grupos sociales hasta ahora desatendidos.
Las controversias sobre los lazos entre poderes económicos y políticos seguirán, previsiblemente, llenando páginas, más y más atinadas cuanto más avance la exploración de períodos relativamente olvidados y aumente el aporte de fuentes primarias y obras de referencia. A este respecto, está en marcha la elaboración de un gran Diccionario biográfico de los parlamentarios españoles, que sin duda marcará un hito en el examen de las elites políticas. Pero, hoy por