Al mismo tiempo, los espacios en donde se vive, se produce y se crían animales y plantas son considerados vivos y poblados de entidades que, al modo de personas, participan del entramado relacional de los movimientos.13 En otras palabras, el espacio es una alteridad no humana con la que la gente se relaciona.14 No se trata de un espacio total y general, regido siempre por las mismas reglas; está marcado y diferenciado: cerros, abras, ojos de agua (manantiales) son lugares que se distinguen en la percepción local. Hacer etnografía en estos contextos supone el esfuerzo de aprender a ver ese “espacio vivo”, sus conexiones y articulaciones, para integrar esas relaciones a nuestras perspectivas.15 Es un proceso en el que una nueva configuración reemplaza a la visión de la racionalidad moderna.16 Solo entonces, cuando entendemos cómo y qué son estos lugares (o quiénes son, deberíamos decir), podemos comenzar a hablar con adecuación. Dejamos de balbucear para entrar en tramas reales de relaciones, que implican una nueva manera de estar ahí, en un espacio que se configura nuevo para nosotros. Dar de comer, chayar (libar), saludar y respetar esos lugares adquiere una importancia central dentro de la sociocosmología local, y así deviene central también para nuestro trabajo.
Espacios vinculados: del campo a la feria
Hasta hace unos años, las poblaciones sur andinas realizaban largos recorridos, vinculando espacios ecológicos, como puna, quebradas, valles, yungas y costa del Pacífico17 para intercambiar con otras personas y participar en ferias. Hasta las últimas décadas del siglo xx, la gente de la puna jujeña llegaba con sus animales cargueros (especialmente burros) hasta los valles, en busca de maíz, papas y fruta.18 Realizaban estos largos viajes para concretar intercambios directos con otras familias. Actualmente, estos viajes ya casi no se realizan19 (aunque continúan ciertos intercambios con otros transportes, como autos y camiones), pero sí sobreviven las ferias anuales, a las que muchas personas continúan viajando desde diferentes lugares, llevando y comerciando productos.20 Etnografiar estas circulaciones, entonces, supone muchas veces seguir los recuerdos de nuestros interlocutores que nos hacen conocer los caminos, los productos, las alegrías, los esfuerzos y los sabores a través de sus relatos.
Los espacios domésticos y productivos, allí donde se crían y generan los seres (animales, vegetales), cuyas partes luego devienen productos, se vinculan con las ferias mediante tramas de caminos. Y aquí nuevamente el propio recorrer el espacio hace surgir su participación como una entidad que interviene “activamente” en el movimiento y circulación. Las apachetas (acumulaciones de piedras, en ocasiones de más de un metro de altura), por ejemplo, se encuentran en las abras de los caminos como marcas que apuntalan pasos de gran importancia. En ellos se trastuna, se producen vuelcos, se pasa de un espacio a otro. En esos pasos se saluda a las apachetas, que son chayadas y allí se les ofrenda coca, actualizando las relaciones con los caminos. Las abras, así, son espacios liminales21 que unen regiones y circulaciones, donde se dialoga ritualmente con las apachetas y los viajes, la integridad de los productos dependerá en parte de estas relaciones. Nunca se camina solo, se camina con el camino que nos lleva.22 En la circulación de personas y producciones la dimensión anímica del espacio aparece en toda su amplitud. La posibilidad de caminar y llegar a destino también depende de esos “otros”, de esos seres que habitan y constituyen los caminos, así como de los vínculos que se logre establecer con ellos. Así es como las personas logran viajar desde sus localidades a las ferias: atravesando “otros”.
Etnografiar lo efímero
Las ferias plantean desafíos con matices propios. A diferencia de los mercados estables, las ferias de las que hablaremos tienen una vida corta: se desarrollan una vez por año, duran una semana aproximadamente y se montan y desmontan con rapidez. No se constituyen en espacios previamente diferenciados: en general, se trata de algún lugar despejado, una plaza o las calles de alguna localidad que se transforman durante unos días. De la misma manera en que los patios de las casas y los corrales se vuelven espacios para el despliegue de prácticas rituales religiosas (corpachadas y señaladas de animales),23 para luego volver a ser los espacios cotidianos de siempre (donde se cocina, lava la ropa o se ordeñan animales), así también los espacios donde se levantan los puestos de las ferias vuelven después de unos días a ser simplemente las calles de un pueblo o un descampado. Se trata de un espacio-tiempo limitado, donde se articulan y condensan muchas y variadas gentes, productos, sabores, olores; se combinan productos, partes de cuerpos vegetales, minerales y animales que viajaron con los propios oferentes, o bien son resultado de intercambios previos. Ese espacio atrae y concentra varios otros espacios, que suponen relaciones, distancias, recorridos y ecologías diferenciadas. Lo efímero, entonces, es una característica principal de estas ferias y define el tipo de trabajo a realizarse.
Las experiencias previas que uno de nosotros tenía en etnografías de este tipo se inscribían en las ferias periódicas tradicionales de la puna de Jujuy, y las de los valles de altura ubicados en la vertiente oriental de las tierras altas.24 En ese momento, el interés estaba principalmente enmarcado en aprender y comprender en qué circulaciones participaban las familias puneñas y en qué transacciones se incluían sus productos, cuyos orígenes conocíamos bien. Se trataba de seguir a la gente con la que trabajábamos. Esa experiencia etnográfica tuvo varias consecuencias. La primera de ellas fue comenzar a vislumbrar, gracias también a la historia oral de los viajes de intercambio, que la espacialidad puneña era compleja: no solo incluía la movilidad propia del pastoreo (aquella estacional, que implicaba el manejo de los animales), sino las mencionadas anteriormente, que insertaban el territorio de la puna en una red más amplia, conectándola mediante múltiples circuitos con otras regiones. El territorio, las producciones, las circulaciones y las relaciones de las que nos hablaban nuestros interlocutores suponían estas conexiones. Así, el trabajo etnográfico implicaba también comprender cómo se preparaban ciertos productos para las transacciones, para dejar la puna y entrar en nuevos circuitos. En las ferias, estos desplazamientos resonaban en cada conversación, en cada transacción. Allí también la “pequeña unidad de análisis” se desdibujaba y perdía sentido si no estaba conectada con aquellos otros espacios (previos y posteriores) a los que las ferias también referían y con los que se conectaba. La segunda consecuencia fue la necesidad de ampliar todavía más la mirada hacia regiones y contextos lejanos, que no formaban parte de las experiencias personales de nuestros interlocutores (aunque en ciertos casos habían formado parte de las de sus abuelos), pero cuyos efectos se sentían en las relaciones y productos que observábamos en los puestos de venta.
La Feria del Jampi
En 2007, mientras participábamos de la Feria de Santa Catalina25 (puna de Jujuy), una joven nos habló sobre la feria de Huari, en Bolivia, un lugar de abastecimiento de pomadas, ungüentos, medicamentos, remedios tradicionales y yuyos. Era la primera vez que escuchábamos sobre ese lugar. En 2008, un año después, realizamos una estadía en Challapata (Oruro), una población cercana a Santiago de Huari, con la intención de conocer la feria. Lamentablemente, ese año no logramos