Podría decirse que cuando las personas acuden a una feria no la visitan solo para encontrar otras versiones de sus mundos, variaciones de aquello que pueden experimentar en casa. Por el contrario, en realidad allí también pueden hallar mundos (o partes de ellos) que no coinciden en nada con los propios. Pero la relación con estos otros nunca termina diluyendo lo diferente en la experiencia propia. La diferencia se retiene como un valor que debe cuidarse y prolongarse. Los nuevos conocimientos y productos son confrontados, claro, con los saberes previos y con las experiencias personales o grupales, pero retendrán, tal vez hasta el final de sus vidas, aquello que los distingue. Tal vez por eso en las mesas rituales o en los preparados medicinales los productos conservan su impronta de “exotismo”, como cosas que vienen de lejos, que nunca terminan de asimilarse al lugar de llegada y retienen lo efímero del encuentro original, aunque ya estén mezclados y combinados con otros. Esa diferencia efímera es desplazada, conservada y retenida como tal: no se desea domesticarla, pues de allí emana su potencia, su capacidad de actuar y de curar.
Consideraciones finales
Una reflexión que incluya a la etnografía y al espacio en sus relaciones podría tener diferentes puntos de anclaje. Aquí, decidimos detenernos en algunas experiencias de campo que involucran “desplazamientos” por el espacio físico, en el marco de redes de intercambio y circulación de productos en ferias de los Andes del sur. Este ejercicio, al mismo tiempo que revisa nuestras prácticas de campo en la especificidad de la etnografía de las tierras altoandinas, también se conecta con algunas discusiones más generales. Sin pretender cerrar aquí ningún debate, buscamos explicitar algunas de las motivaciones que nos guían en nuestro trabajo y visibilizar discusiones que se generan entre antropólogos y estudiantes de la disciplina.
Las relaciones entre diferentes clases de seres (humanos, animales, plantas, piedras, caminos, tierra y el espacio que conforman) generan un tipo de espacialidad singular que, para ser etnografiada y comprendida por nosotros, necesita un desplazamiento de la mirada, de tomar la perspectiva de quienes buscamos conocer. El desafío está en no perderla en el trabajo de objetivación que supone nuestra disciplina, en ese ir y volver entre miradas y perspectivas. En este sentido, es común leer, escuchar (hasta enseñar) que los etnógrafos deben ir al campo con la disposición para “aprender” y “conocer” a los otros. Pero lo que no siempre nos preguntamos es qué significa aprender o conocer en cada caso. Podemos afirmar que la vida de los pastores no puede ser comprendida por fuera de las relaciones que entablan con aquello que nosotros clasificamos como “espacio”, “paisaje” o “territorio”. Podemos decir también que las ideas, prácticas, teorías y emociones asociadas a “lo espacial” no pueden ser reducidas a nuestras ideas sobre esos temas y precisan imaginar nuevas cartografías. Es posible enunciar todo esto y, al mismo tiempo, decir que estas operaciones constituyen ejercicios antropológicos básicos. Sin embargo, para nosotros es importante aquí sugerir que hay muchas formas de llevar adelante este “ejercicio”. Algunas de ellas se contentan con ampliar el tamaño de nuestros conceptos y categorías, dejando que entren nuevos ejemplos que aumentarán su complejidad. Ese, para nosotros, es un ejercicio de domesticación de la diferencia.46 Otra forma posible es aquella que, creemos, nos sugieren estas ferias y apelan a un desplazamiento más radical de nuestra posición: antes que expandir nuestros conceptos para que entren ideas ajenas, la etnografía debe esforzarse por expandir los conceptos que encontramos en campo para hacerlos entonces vivir en nuestras descripciones y análisis.
Esto no solo nos abre a nuevos entendimientos y conexiones con otros mundos, sino que ayuda también a repensar nuestro trabajo etnográfico en relación a esos otros. Hemos propuesto que quienes participan de ferias periódicas realizan una operación de “desplazamiento de lo efímero”, que resuena con lo que hacemos (o podríamos hacer) las y los etnógrafos. En ocasiones, cuando lo “efímero”, eso que ocurre allí en la feria y en el trabajo de campo, se nos escapa entre los dedos es por nuestra torpeza en querer modificarlo, en darle las formas de nuestro mundo. En cambio, los modos en que las personas que asisten a las ferias tratan con la diferencia nos muestran algo distinto: lo “efímero”, lo que acontece en el encuentro con otros, que pone de relieve lo distinto, es preservado y transportado cuidadosamente para que de ninguna manera pierda sus sentidos originales y conserve sus propiedades. Las personas en las ferias no solo se interesan por aquello que no sabían que podía tornarse objeto de conocimiento (una planta o mineral conocido del que descubren nuevos usos, por ejemplo), sino también por aquello que saben que nunca podrán conocer completamente: las fuerzas curativas de productos que vienen de lejos, sin analogías en sus lugares de origen y para los cuales no existen más explicaciones que la propia certeza del vendedor respecto de su potencia.
No se trata entonces de un problema epistemológico, sino de uno ontológico, que lidia con la diferencia sin intentar domesticarla, pues de ella depende la potencia de esos productos y sustancias, sus capacidades para actuar y curar. Solo manteniendo su especificidad y diferencia es que pueden seguir afectando. De cierto modo, deben conservar algo del espacio de donde provienen, del recorrido transitado, de las palabras y modos desplegados durante el intercambio.
Las personas que participan en las ferias nos muestran que el desplazamiento por el espacio es también un desplazamiento ontológico, que honra a las diferencias con las que se encuentra y se esfuerza por conectarse con ellas. Conectarnos con los modos en que esas personas fabrican y conocen otros mundos en las ferias nos ayudaría a orientar nuestra mirada. Es nuestra posibilidad de conservar la potencia del campo en nuestras descripciones. Nos empujaría a realizar verdaderos desplazamientos, conservando en nuestro “viaje de vuelta” esa diversidad, esa alteridad como algo que nos siga habitando y transformando. Aprender a valorar y cultivar lo diferente, lo múltiple y lo diverso, de modo similar a como hacen las personas con quienes trabajamos, es menos una visión romántica que un esfuerzo metodológico. Algo que nos permitiría pensar los mundos como un objetivo mayor de la antropología.
Bibliografía
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