Pero la conspiración, si no enérgica y resuelta, era por lo menos tenaz. A ella se sumó la acción de los grupos catalanistas radicales, encabezados por el antiguo coronel, Francisco Maciá, que prometía a sus paisanos el establecimiento del Estat Catalá, y las explícitas declaraciones, referidas en otro lugar de este libro, de los intelectuales al servicio de la República.
Por su parte, los miembros del Comité revolucionario se reunían tratando de establecer un programa común, lanzaban manifiestos —especialidad del veterano periodista y fogoso orador Alejandro Lerroux— y acabaron por ser parcialmente encarcelados con motivo de su participación en los mencionados sucesos de diciembre.
A la caída del Gobierno Berenguer se intentaron dos posibilidades, entre varias más: una, el pacto con los revolucionarios —frustrado intento de Sánchez Guerra—; otra, que fue la que prosperó: el Gobierno de concentración nacional, patriótico, medio reformista y medio inútil, pretendido por Romanones para convocar algún tipo de elecciones, aunque fueran municipales.
La convocatoria de estas continuó con la vista pública del proceso contra los miembros encarcelados del Comité revolucionario. Esta se celebraría en los locales del Tribunal Supremo —las Salesas— y tendría lugar ante el Consejo Supremo de Guerra y Marina, presidido por el general Burguete, cuyas simpatías por la causa de los políticos acusados no se ocultaban a nadie. El acto fue calificado por un conocido periodista de ideas afines a los revolucionarios, Roberto Castrovido, con el nombre que hizo fortuna de «el mitin republicano de las Salesas». En este acto, con la abierta complacencia del presidente del Tribunal, general Burguete, los abogados defensores y los propios acusados dejaron repetidamente al margen la cuestión central de la participación en la preparación de un movimiento revolucionario, del que eran simples eslabones las rebeliones de Jaca y Cuatro Vientos, para hacer una verdadera y violenta acusación contra la monarquía, contra el Gobierno y en defensa de cualquier intento revolucionario.
Todos los periódicos de España, y a la cabeza de ellos los de mayor circulación, dedicaron día a día amplios espacios a proyectar el eco de tales manifestaciones sobre la opinión nacional, y a crear la imagen subconsciente de lo inevitable que se avecinaba. Condenados a penas livianas —la mayor, de seis meses—, a las que además alcanzaba una cláusula de indulto, los revolucionarios fueron enseguida puestos en libertad.
Inmediatamente después, se produjeron los sucesos de la Facultad de Medicina de San Carlos, antes mencionados. Enseguida —convocadas ya para el 12 de abril las elecciones municipales en toda España—, el país se inundó de un mar de propaganda electoral. Los republicano-socialistas presentaron, principalmente en las capitales de provincias, candidaturas únicas. Los monárquicos mantuvieron sus divisiones en muchos lugares hasta un momento en que el acuerdo no conducía ya a nada práctico. Los resultados de las elecciones municipales fueron considerados como adversos al régimen: en 35 de las 50 capitales de provincias, los nuevos ayuntamientos tenían mayoría republicana; en el conjunto del país, las elecciones proclamaban 8 161 concejales monárquicos y 3 858 antimonárquicos. Sumados a estos los proclamados automáticamente, en virtud del artículo 29 de la Constitución, las cifras eran 22 150 concejales monárquicos y 5 875 antimonárquicos. Pero las mayores capitales de provincia, principalmente Madrid y Barcelona, donde la victoria de la coalición revolucionaria había sido evidente, dictaron las consecuencias políticas de las elecciones del día 12.
Era domingo. El martes por la tarde el rey salía de España, mientras los miembros del Comité revolucionario elevados por sí mismos a la condición de Gobierno, recogían un poder que la pasividad y el pesimismo de la mayor parte de los grupos y personalidades monárquicas habían abandonado en medio de la calle. Madrid se vestía de fiesta y de bullanga, así como las principales ciudades del país. Quedaba proclamada, siquiera fuese de modo provisional, la Segunda República española. El intento de restablecimiento de la normalidad había concluido con el triunfo de la república.
NOTAS COMPLEMENTARIAS
La bibliografía sobre la dictadura es muy extensa. Durante largo tiempo estuvo principalmente integrada por la literatura de testimonio: los colaboradores del régimen fueron, después, poco a poco, explicando su actuación (Calvo Sotelo, Aunós, Guadalhorce) en libros, artículos y conferencias. Los hombres políticos de la oposición publicaron también sus pliegos de cargos o actas de acusación. La literatura política española de 1930 es extraordinariamente numerosa, como suele ocurrir en los momentos de crisis y en las transiciones. Los libros serios y los objetivos trabajos históricos no lo son tanto a pesar del tiempo transcurrido. Una crítica a la Dictadura, hecha entonces desde la perspectiva del antiguo régimen, pero relativamente moderada en medio de aquella barahúnda de escritos polémicos, fue la obra de GABRIEL MAURA Y GAMAZO, Bosquejo histórico de la Dictadura. 2 vols. Madrid, 1930, 377 y 344 págs. Un balance provisional (1928), pero altamente estimativo de la obra de Primo de Rivera, era el libro de JOSÉ PEMARTÍN, Los valores históricos de la dictadura. Madrid (656 pág.).
Los protagonistas de la política española en los años 30 y 31 (de la Dictadura a la República) también han escrito, en gran número, sus recuerdos de aquellos días (Berenguer, Cierva, Gabriel y Miguel Maura, Mola, Lerroux, Alcalá Zamora, etc.). Mención especial, por la calidad de los testimonios y el intento de objetividad que los inspira merecen DÁMASO BERENGUER, De la Dictadura a la República. Madrid, 1946, 417 págs. y JUAN DE LA CIERVA Y PEÑAFIEL. Notas de mi vida. 2.ª ed. Madrid 1955. 381 págs. Este último libro dedica su Quinta Parte (desde la pág. 293) a los años de la Dictadura y de los Gobiernos Berenguer y Aznar.
José María Albiñana Sanz aparece en la política española en abril de 1930 con un manifiesto-programa de carácter nacionalista y patriótico, en el que propugna la creación de los legionarios de España, un voluntariado ciudadano que no sería partido y se proponía la «conquista del poder público para el desarrollo total de este programa». «Combate la antigua distinción política entre izquierdas y derechas que se propone superar en la síntesis del nacionalismo español, al servicio exclusivo de España». (Cf. Doctor JOSÉ MARÍA AALVIÑANA SANZ, Los cuervos sobre la tumba. 5.ª ed., Madrid [la 1.ª edición era de 1930]). Desterrado por la República en las Hurdes publicó su Confinado en las Hurdes (Madrid, 1933, 366 págs.) que conoció un gran éxito de público. Su partido nacionalista español perdió fuerza en los últimos años de la república. Albiñana murió asesinado en Madrid en 1936.
Eduardo Ortega y Gasset, hermano del ilustre filósofo José, iba a militar en los primeros tiempos de la república en el partido radical-socialista, del que resultaba una de las figuras más representativas. Después de disuelto este grupo pasaría a la coalición azañista de Izquierda Republicana. Era hijo de un notable periodista, Ortega y Munilla, director durante muchos años de El Imparcial, el diario más importante de Madrid a final de siglo y a principios del XX (existe una notable historia del periódico escrita por otro de los hermanos, el ingeniero Manuel: Historia de El Imparcial, Madrid, 1956). Desterrado voluntariamente durante la Dictadura de Primo de Rivera, era el redactor de las Hojas Libres, especie de periódico de oposición republicana y antidictatorial, editado en Francia, con irregular frecuencia, y repartido clandestinamente en España. Las Hojas Libres se caracterizaban por la violencia de lenguaje y los improperios contra la Dictadura y contra la persona del rey. Eduardo Ortega iba a ser el primer gobernador civil republicano de Madrid. Durante los años 31 y siguientes, los periódicos de la derecha, habitualmente respetuosos con el filósofo Ortega, llamaban a Eduardo «Ortega el malo».
ALEJANDRO LERROUX: La pequeña Historia, España (1930- 1936). Ediciones Cimara, Buenos Aires, 1945. NICETO ALCALÁ ZAMORA: Los defectos de la Constitución de 1931. Madrid, 1936; y Régimen político de convivencia en España. Lo que no debe ser y lo que debe ser. Buenos Aires, 1945.
Felipe Sánchez Román era profesor de Derecho Civil en Madrid y uno de los abogados de más pingüe bufete de la capital. Hijo de otro catedrático y civilista notable del mismo nombre, tenía buena amistad con Indalecio Prieto, e iba a ser en 1936 uno de los principales negociadores —con Azaña y Martínez Barrio— del Frente Popular. Fue uno de los redactores del Manifiesto electoral del 15 de enero de 1936, pero en esa misma fecha se retiró del Comité organizador del