Episodios republicanos. Antonio Fontán Pérez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Antonio Fontán Pérez
Издательство: Bookwire
Серия: Historia y Biografías
Жанр произведения: Зарубежная психология
Год издания: 0
isbn: 9788432159985
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del día de la implantación de la Primera República española del 73: es decir, del día en que, al marcharse Amadeo de Saboya, los revolucionarios no encontraron a quién poner en su lugar y decidieron establecer la Primera y efímera República de los once meses, o casi dos años, si se cuenta la llamada «república ducal» que presidió el general Serrano.

      Había un proyecto, inconcreto, de república burguesa, repetido por Alcalá Zamora, republicano nuevo, y por Lerroux, que parecía ser como una monarquía constitucional, pero sin rey. Otro más radical que personificaban, por un lado, Azaña y, por otro, la tertulia de amigos que ostentaba el pomposo nombre afrancesado de partido radical-socialista, que añadía expresamente la separación de la Iglesia y del Estado, la laicización de la enseñanza y la reducción de la religión y de la Iglesia a la intimidad de los asuntos privados, sin relación con la vida pública y social.

      Había otro, el de los socialistas, un partido que ahora se volvía a presentar como claramente republicano, igual que en los días de Pablo Iglesias hasta 1919. Estos eran también extremistas en cuestiones religiosas, y demagógicos en sus proclamaciones sociales. Pero había, sobre todo, una acción revolucionaria en la calle y en los secreteos de una serie ininterrumpida de conspiraciones diversas que atentaban contra el orden social, las instituciones políticas y la disciplina militar.

      Los promotores de todos estos proyectos estuvieron presentes en la reunión que dio lugar al famoso Pacto de San Sebastián. El 17 de agosto de 1930 se juntaron en la casa del republicano donostiarra Fernando Sasiain entre quince y veinte personas que representaban oficialmente a los partidos republicanos y a los catalanistas de izquierda. Había acudido también como observador el líder socialista Indalecio Prieto y, a título personal, otras conocidas figuras del republicanismo español, como Eduardo Ortega y Gasset y Felipe Sánchez Román.

      En nombre de sus partidos o grupos políticos estaban allí también los jefes de los republicanos radicales y del grupo de Azaña, momentáneamente unidos en la llamada Alianza Republicana desde febrero de 1926; los radical-socialistas; la Federación Republicana Gallega de Casares Quiroga; varios grupos catalanistas de izquierda de los que después, más o menos permanentemente, se reunirían en la Esquerra (Acción Catalana, Acción Republicana de Cataluña, Estat Catalá); la derecha liberal republicana de Alcalá y Maura, y una vaga e imprecisa entidad provisional, que tenía larga historia pero que entonces no era nada y se llamaba Partido Republicano Federal. El socialista Prieto acudió como observador, porque su partido aún no había ratificado oficialmente su adhesión a la naciente coalición.

      De la reunión de San Sebastián no se levantó acta y no constan oficialmente sus acuerdos. Se sabe de ella lo que hizo público Prieto en una nota oficiosa, lo que han contado otros protagonistas —como Lerroux, Alcalá y Maura en sus libros sobre aquellos años— y la cuestión previa planteada por los catalanistas, que estos mismos se encargaron de divulgar. Los elementos catalanistas, para asegurar el cumplimiento de este punto de las conversaciones de San Sebastián, difundieron una relación de los acuerdos. Al iniciarse en las Cortes constituyentes republicanas de 1931 la discusión del Estatuto de Cataluña, Miguel Maura dijo, el 6 de mayo de 1932, que el problema había de resolverse en la línea del Pacto de San Sebastián.

      Se acordó, por supuesto, ir unidos hacia la república, recabar la colaboración masiva y oficial de los socialistas y sindicalistas, y nombrar un comité de acción; establecer la autonomía regional de Cataluña, que había de plasmarse en un Estatuto o Constitución autónoma, ratificado en su día por las Cortes constituyentes «en la parte referente a la vida de relación entre regiones autónomas y el poder central», e instaurar un régimen de libertad religiosa «con respeto y consagración de los derechos individuales». La fórmula de «respeto y consagración de los derechos individuales» fue recogida literalmente en el Estatuto provisional de la república.

      La única meta común era la república. La autonomía de Cataluña contaba con la oposición o el freno de los radicales y de los socialistas. La cuestión religiosa, con el de la derecha liberal, que había exigido que se incluyera bajo la forma de libertad religiosa y la consagración de los derechos individuales, con intención de evitar el enfrentamiento con la Iglesia al que estaban dispuestos a lanzarse otros grupos. La autonomía catalana se realizaría después —en la república— en forma minimalista, para las aspiraciones de los elementos más intransigentes o radicales de la región. La cuestión religiosa vería pronto desbordada la fórmula de compromiso, en cuanto la experiencia demostrara que Alcalá y Maura no lograban obtener un apoyo masivo de los católicos, y que se podía prescindir de unos escrúpulos que estos hombres tampoco estaban dispuestos a permitir que rompieran la colaboración republicana.

      La acción en la calle comprendía pequeñas algaradas con ocasión de los actos públicos de carácter político. Así, por ejemplo, las promovidas en Madrid a raíz del discurso de Sánchez Guerra en la Zarzuela, y las que en Galicia acompañaron a los mítines de propaganda y defensa de la dictadura de los dirigentes de la Unión Monárquica Nacional. Había también revueltas estudiantiles, y manifestaciones de agitación social de los sectores sindicales obreros.

      Los estudiantes de la Federación Universitaria Escolar (FUE), excitados por los profesores repuestos en sus cátedras —Jiménez de Asúa, socialista; Roces, comunista; Unamuno, unamunista—, por otros que no se habían separado de ellas nunca —Negrín, socialista, etc.— y por sus propios dirigentes, relacionados con los partidos y grupos revolucionarios, promovían principalmente en Madrid toda clase de desórdenes. Los hubo en marzo de 1930, con ocasión de la vuelta del destierro de Antoni Maria Sbert, un estudiante revolucionario que había escapado de la detención por la vía del exilio, y el 1 de mayo, a la llegada a Madrid, también desde el destierro, de Unamuno (un muerto y diecisiete heridos en unos tiroteos). Los incidentes universitarios culminaron el 24 de marzo de 1931 con un enfrentamiento a tiros entre los estudiantes y la fuerza pública en la Facultad de Medicina de San Carlos: murieron un guardia civil y un paisano —no estudiante—, y hubo otros diecisiete heridos.

      Las huelgas, totales o parciales, fueron constantes desde febrero de 1930, principalmente en Barcelona, en Zaragoza, en la zona industrial del norte y en algunas comarcas campesinas extremeñas. Había varios grupos o centros promotores de estos disturbios sociales. Por una parte, los anarcosindicalistas, en periodo de reorganización y deseosos de restablecer la vigencia de la antigua mística de la huelga general; por otra, los primeros núcleos comunistas, en Andalucía y Cataluña (en Barcelona principalmente trotskistas), y también los socialistas de la UGT, que iniciaron su acción con una huelga declarada con ocasión del hundimiento fortuito de una casa en construcción en la calle Alonso Cano de Madrid y con ocasión también del entierro de las víctimas.

      La conspiración militar no era muy extensa entre el cuerpo de oficiales. Tuvo dos brotes violentos el 12 y 15 de diciembre en Jaca y en Cuatro Vientos, el aeródromo militar próximo a Madrid. El primero de estos fue promovido por el capitán Fermín Galán, hombre de brillantes actuaciones en Marruecos y de cierto prestigio personal y militar, cuya actividad conspiradora era conocida por la policía y el Gobierno. Galán era un espíritu soñador y ambicioso, que pensaba que adelantándose se convertiría en el líder único de la revolución próxima a triunfar. Hubo varios muertos y dos consejos de guerra: el primero, sumarísimo, condenó a muerte a los dos capitanes, Galán y García Hernández, que fueron inmediatamente ejecutados. La revuelta de Cuatro Vientos fue más bien un episodio cómico, en el que los sublevados se entregaron sin dificultad: el principal de ellos, el comandante Ramón Franco, logró escapar al extranjero.

      Las dos revueltas formaban parte de un mal hilvanado plan de acción conjunto, trazado o aceptado por los directivos de la coalición republicano-socialista, constituidos en Comité revolucionario, con unos cuantos enlaces militares y los representantes de las entidades sindicales. Se debía actuar simultáneamente por medio de la acción militar y la política, y con el apoyo de una huelga general en toda España que respaldara el movimiento. La organización era deficiente, los enlaces, algunos —al parecer— tuvieron miedo, como se dijo de Casares Quiroga, que debía llevar a Jaca la orden de que se aplazaba el movimiento y no lo hizo. Pero, sobre todo, el país no estaba preparado para secundarlos. Las octavillas llenas de amenazas que unos aviones de Cuatro Vientos regaron por las