Las memorias de Miguel Maura no añadieron ninguna información verdaderamente nueva a la que había antes. El autor cuenta una entrevista de despedida con el rey, celebrada en presencia de su hermano Honorio, a mediados de febrero, pocos días antes de la solemne proclamación de su nuevo republicanismo en San Sebastián. Ossorio y Gallardo se declaraba «monárquico sin rey», desde el Ateneo de Zaragoza, el día 4 de mayo. En el mes de junio, en unas declaraciones a la prensa en París, el liberal Santiago Alba decía que había aconsejado al rey que se convocaran unas Cortes para reformar la Constitución y asegurar que la monarquía siguiera su marcha «a cubierto de la intrusión del poder personal y de dictaduras de cualquier género». El 1 de noviembre, en el Ateneo de Valencia, Ossorio pedía sin más la abdicación del rey y la previa sanción por las Cortes de su sucesor, antes de que este ciñera la corona. A esas numerosas intervenciones personales se podrían sumar otras mil: de Cambó, de Romanones, de Bugallal, de Álvarez, de Burgos Mazo, etc. Es decir, de todos los que en el campo de la política monárquica habían tenido alguna vez un nombre. La única nota común a todas ellas era el revisionismo, unido a la incoherencia. Pero no solo había personas —quot capita tot sententiae—, sino también grupos.
En abril de 1930 se formó la Unión Monárquica Nacional (UMN), principalmente a base de elementos de la Unión Patriótica. En realidad, no ofrecía un programa político nuevo y no abogaba expresamente por la dictadura como forma de gobierno; simplemente quería defender la memoria y la obra del general Primo de Rivera y de sus colaboradores. La UMN desarrolló, entre la primavera y el otoño de 1930, una activa campaña de mítines y actos públicos en diversas provincias. Sus miembros parecían despegarse vagamente de las concepciones liberal-democráticas del viejo sistema de la monarquía, pero sin ofrecer una orientación precisa y definida. El Partido Laborista que proyectaba el exministro de la dictadura Aunós, no llegó a cuajar en realidad. Surgió el pequeño y activo grupo nacionalista de Albiñana, con uniforme y saludo romano, primera organización fascista de España.
Más tarde, en 1931, varios prohombres liberales, algún antiguo reformista, como Álvarez, y otros exconservadores, como Sánchez Guerra, constituían el grupo constitucionalista: propugnadores de la reforma constitucional, defendían la creación de una nueva Carta Fundamental para una hipotética y renovada monarquía. Por fin, en 1931, se intentaba vigorizar la vieja Juventud Maurista, conservadora, y se creaba en Madrid el Centro de Reacción Ciudadana. Poco antes, se fundó el Partido de Centro Constitucional con el duque de Maura, Cambó, Goicoechea, Silió, Ventosa, siendo una especie de alianza de los restos de la derecha conservadora con grupos regionales —de derecha también o de centro— como la Lliga Regionalista Catalana.
Esta floración inútil, vaga y contradictoria de grupos y partidos indicaba la disolución política a que habían llegado las fuerzas conservadoras en las postrimerías del régimen monárquico. Y, sin embargo, contaban con el apoyo de la mayor parte del país, como acabaron demostrando los datos oficiales de las elecciones de abril del 31. Pero se trataba de una asistencia pasiva, desilusionada y tan escasamente organizada como las propias minorías dirigentes.
Todos estos grupos políticos y la mayor parte de las personalidades enunciadas eran católicos, pero flotaban en un ambiente espiritual que separaba cuidadosamente la vida pública de la profesión privada de las creencias. Tal vez porque así lo determinaba su formación intelectual de hombres de principios del siglo XX. Tal vez porque no advertían que los republicanos de la izquierda, los marxistas y los anarcosindicalistas estaban dispuestos a plantear la cuestión religiosa y las de las relaciones con la Iglesia en el caso de que lograran el poder. Tal vez también, porque consideraban —muchos de ellos por lo menos— que pensar en una victoria de los revolucionarios era soñar con fantasías. El propio presidente Berenguer expresaba a su jefe de policía —el general Mola, mucho más realista que él— que en cualquier tipo de elecciones era segura una victoria de la monarquía.
El optimismo del Gobierno se refleja en su decisión de acudir directamente a elecciones legislativas, reiterada en sucesivas notas a la prensa. Por ejemplo, la de 21 de enero y la del 29 del mismo mes. Por otra parte, el general Mola no vacila en atribuir el fracaso del proyecto electoral del Gobierno a las corrientes abstencionistas de elementos monárquicos. Los informes que llegaban al Gobierno permitían prever un resultado electoral favorable a las instituciones monárquicas. Estos datos son los que animaban al general Berenguer a mantener con firmeza el proyecto de convocatoria electoral legislativa.
Algún grupo de católicos activos se conservaba en lo que entonces se podía llamar la primera línea: en el mundo universitario —por ejemplo, en la Facultad de Medicina de Madrid, y en las organizaciones estudiantiles entre las que poseía cierta fuerza la Federación de Estudiantes Católicos—; algún sector de prensa, con El Debate, La Época, El Siglo Futuro en Madrid, y ciertas provincias de Castilla, en las que predominaban los sindicatos católicos sobre todo agrícolas, y en Navarra, donde compartían con los desmantelados restos del carlismo la adhesión de la población, en los territorios forales de Guipúzcoa, Álava y Vizcaya (con excepción de la zona industrial próxima a Bilbao) en los que carlistas y nacionalistas vascos hacían cuestión previa de la libertad de la Iglesia y pocos lugares más. En todo el resto del país había grupos y sectores católicos verdaderamente activos, pero alejados por lo general de la máquina política y de los puestos clave de la organización social.
Los carlistas, con algunos periódicos —en Navarra, Cataluña, Madrid— eran un núcleo tenazmente conservador, pero igualmente marginal. En primer lugar, por la escisión dinástica, y, en segundo, por sus frecuentes divisiones, que habían apeado de su grupo incesantemente a gentes diversas, desde Nocedal —en el último cuarto de siglo XIX— a Mella, poco después de la guerra del 14, y prácticamente a Pradera, asambleísta de Primo de Rivera y colaboracionista por lo tanto con el régimen alfonsino establecido.
La situación del Ejército era igualmente contradictoria e indicaba que en su seno se había roto la unidad moral que trajo en 1874 el régimen de Sagunto, que lo sostuvo en 1919, mantuvo la guerra de Marruecos y, por último, había determinado y aún establecido la dictadura de Primo de Rivera.
Mola y Berenguer, en sus Memorias, sostienen repetidas veces que la unidad moral del Ejército no estaba quebrantada. Esto, sin embargo, no parece evidente. Los hombres de Primo (por ejemplo, el general Sanjurjo) eran menos monárquicos desde que cayó su líder: basta recordar la actuación del propio Sanjurjo el 14 de abril. Las guerras de Marruecos, los ascensos y el favoritismo político-militar habían producido muchos disgustos y rencores, que se sumaban al malestar creado por otras cuestiones. El Gobierno de Primo había fijado un alto porcentaje de ascensos por elección, lo cual era una fuente permanente de nuevos descontentos.
Había también no pocos oficiales e incluso generales francmasones; había cómplices y actores de los dos complots militares de 1926 y 1929 contra Primo; estaban los artilleros, ofendidos con el dictador e incluso con el rey por los sucesos de 1926 y la disolución de su cuerpo en 1929; había republicanos, cada día más declarados y activistas, como el general Queipo de Llano y el famoso comandante de Aviación Ramón Franco, y, en fin, se habían formado grupos de acción de carácter revolucionario y aún anarquista, como el que se sublevaría en Jaca en diciembre de 1930, y los colaboradores de aquel capitán de Ingenieros de Barcelona, Alejandro Sancho, al que ha hecho famoso el general Mola contando por menudo sus pensamientos y su actuación en los libros que relatan los quince meses del autor al frente de los Servicios de Seguridad del Ministerio de la Gobernación, bajo los Gobiernos de Berenguer y del almirante Aznar.
El capitán de Ingenieros Alejandro Sancho es mencionado por el general Mola en dos lugares de su libro Lo que yo supe. Parece un idealista, de temperamento activo, sinceramente preocupado por la situación social española y presto a caer en cualquier extremismo revolucionario. Pertenecía probablemente a la misma clase de hombres que otros oficiales del Ejército coetáneos suyos, lanzados a la política con un inicial entusiasmo generoso y desinteresado y sin preparación, que aportarían a la revolución española una corriente romántica y aventurera, en la línea