Diciembre, 2007
I
El final de la monarquía
El GOBIERNO BERENGUER
El 26 de enero de 1930 el dictador, general Primo de Rivera, tuvo un gesto extemporáneo. Dos días más tarde se veía obligado a dimitir. No fue el gallardo final que para la dictadura querían algunos de sus colaboradores más próximos, sino algo parecido a la torpeza infantil con que un hombre que ha saltado mil obstáculos y es más poderoso que sus enemigos, acaba cayendo en una trampa tonta tendida por él mismo en un momento de precipitación.
En una de sus largas madrugadas insomnes, el dictador, vencido por la fatiga y la tensión nerviosa de seis años de poder sin tregua ni descanso, redactó una nota oficiosa, que publicaría por la mañana en los periódicos, en la que preguntaba a los jefes del Ejército y de la Armada si seguía contando con la confianza de los cuartos de banderas. La respuesta fría y correcta de una docena de generales sorprendidos, y el estupor del rey, con quien el general no había contado para continuar o dimitir, obligaron a Primo de Rivera a abandonar el poder. Era una cruel ironía del destino coronar con este final, a los sesenta años, una brillante carrera pública. Mes y medio después, el 16 de marzo, el general amanecía muerto repentinamente en un cuarto del Hotel Pont Royal de París, donde había acudido a mediados de febrero a refugiar su amargura.
Pero, con su último error o sin él, los días de la dictadura de Primo estaban contados. El general tenía razón al ver enemigos por todas partes. Los viejos políticos, el activismo sindical, abierto o clandestino, los intelectuales, la banca y la industria, todos estaban contra él. Las ilusiones despertadas en 1923 se habían marchitado en siete años. El ejército estaba dividido, minado por la acción de los grupos políticos y de las sectas y por algunos pleitos profesionales enconados, como el de los artilleros, que Primo de Rivera no había acertado a resolver.
El balance de la dictadura arrojaba, con todo, un saldo materialmente favorable: había liquidado victoriosa y dignamente la guerra de Marruecos; había interrumpido, con seis años de paz pública y de prosperidad, la discontinuidad salpicada de revueltas del primer cuarto de siglo; había fortalecido la hacienda y el poder del Estado; había hecho de España un país transitable con las carreteras del «circuito nacional de firmes especiales» y lo había enriquecido con obras públicas. Pero la dictadura, a su terminación, resultaba un fracaso político. Agotado el apoyo con que en sus primeros años la habían seguido miles, y quizá millones, de españoles, se hallaba sumergida en la esterilidad de los finales de un régimen de excepción que no había sabido volver a la normalidad ni crearse su propia sucesión, mientras, desde fuera de sus estructuras, la asediaban con su enemiga los sectores más dinámicos de la vida nacional. La herencia —damnosa hereditas— era gravosa, porque el sucesor, en virtud de una ley de la historia, no podía contar con los dos recursos de la arbitrariedad y de la fuerza en que se había apoyado durante seis años el honrado patriotismo del general Primo de Rivera. Prueba de ello es que ninguno de los políticos antiguos se adelantaba a recogerla. El rey tuvo que acudir a la lealtad y al espíritu de sacrificio de otro soldado para que en España pudiera haber Gobierno.
Así fue como a los 57 años, sin apenas experiencia personal en la política, con buena fe, y consciente de que era una víctima condenada de antemano, el teniente general Dámaso Berenguer se encargaba de formar el nuevo Ministerio al día siguiente de la dimisión de Primo de Rivera.
El de Berenguer era, necesariamente, un Gabinete puente, con hombres de cierto relieve público y no muy conocidos por intervenciones anteriores —y por eso no desprestigiados—: un Gobierno sin figuras de gran historia política sobre el que la calle, los políticos antiguos y los nuevos revolucionarios ejercerían una presión fortísima. Ceder a ella sin que se destruyera España era el único camino que parecía abierto, si además se quería salvar la Corona gravemente comprometida por la gestión de los últimos tiempos de Primo de Rivera. El dictador había gobernado en nombre del rey, legalmente apoyado en la confianza que este le prestara.
En nombre del rey, en efecto, se había puesto fin a la guerra de Marruecos, había habido paz y se habían construido carreteras. Pero en su nombre también se había mantenido la censura de prensa, se había llegado a disolver el cuerpo de Artillería. Se habían destituido profesores y juntas directivas de colegios profesionales y academias, se había aplicado, en suma, una arbitrariedad asistemática, a veces necesaria para el ejercicio del poder, a veces inútil y casi siempre blanda, suficiente para producir una hostilidad muy extendida en los sectores más sensibles de la vida nacional.
Sobre todo, no se había construido políticamente algo capaz de sostenerse por sí mismo que se apoyase sobre la verdadera realidad del país en los órdenes social, humano e intelectual. Basta considerar esto para advertir la gravedad de la situación. A los hombres de Berenguer les faltaba entonces la perspectiva que hoy posee un historiador para medirla. Pero hay testimonios repetidos y concordes que prueban que no pocos de ellos eran conscientes de que se trataba de la invitación a un sacrificio y que acudían a él sin ilusión, por patriotismo.
LAS FUERZAS EN PRESENCIA
En 1930, con los primeros aires de la libertad que, a golpe de decreto, obedeciendo a sus principios liberales, pero cediendo también al ambiente público, introducía el general Berenguer, se reorganizaron diversos sectores de la vida nacional.
La Gaceta de los primeros días del nuevo Gobierno, aún antes de que este hiciera su declaración ministerial de 18 de febrero, estuvo materialmente inundada de decretos y disposiciones de indulto, amnistía, restablecimiento de organismos, funciones, facultades suspendidas durante la dictadura, etc. Más adelante expondremos la actitud de los anarcosindicalistas que, en mayo volvían a la luz pública después de una clandestinidad de seis años, abrían sus sindicatos, promovían huelgas y fomentaban toda clase de agitaciones revolucionarias en contra del orden social y del Estado.
Los socialistas y la UGT se sentían desligados de los compromisos con la dictadura, y los republicanos del Partido Socialista Obrero Español (Prieto y de los Ríos) daban los primeros pasos para restablecer la coalición republicano-socialista rota en 1919. Los exiliados más notables, como Unamuno, volvían del destierro e iban dotando de cuadros al frente burgués republicano; mientras Ortega y Gasset, desde El Sol, marcaba sus distancias con la monarquía. Basta recordar sus artículos «Organización de la decencia nacional», de 5 de febrero de 1930; «El error Berenguer», de 15 de noviembre de 1930, y «Sobre el poder de la prensa», de 13 de noviembre de 1930, de los que los dos últimos se cierran con una versión ad usum hispanorum del famoso epifonema catoniano: Delenda est monarchia y coeterum censeo delendam esse monarchiam, respectivamente. A esos tan significativos artículos se unió el titulado «Un proyecto», de 6 de diciembre de 1930.
Frente a esos grupos, ¿con qué fuerzas contaba de verdad el Estado? ¿Qué proyectos de gobierno tenían la monarquía y el gabinete Berenguer?
Los antiguos partidos monárquicos estaban en realidad disueltos. Sus equipos dirigentes de notables se reagrupaban una y otra vez de los modos más diversos. La Unión Patriótica de Primo de Rivera apenas dejaba otro rastro que los oradores de la nueva Unión Monárquica Nacional. Surgían actitudes individuales, como la de Sánchez Guerra. Este antiguo líder conservador en el mitin de la Zarzuela el 27 de febrero, sin la más mínima invocación a la reagrupación de los antiguos liberal-conservadores, reconocía el derecho del país a ser, si así lo quería, republicano, mientras entre un jugueteo literario de oratoria al viejo estilo atacaba al rey, dando pretexto a una pequeña revuelta callejera en la que hubo golpes, palos, pedradas y unos mozalbetes que gritaban desaforadamente: «¡Viva la República!».
Alcalá Zamora, antiguo ministro del rey Alfonso XIII por dos veces, se proclamaba republicano en Valencia el 15 de abril desde el Teatro Apolo, pintando